sábado, 18 de septiembre de 2010

El extraño caso del jefe de departamento que trabajaba en agosto

Encontraron el cadáver al lado de la fuente de agua. Presentaba una herida en la parte posterior de la cabeza. Parecía que le habían dado un golpe con algo contundente. Un charco de sangre rodeaba el cuerpo, lo que hizo que la mujer que lo encontró se desmayase nada más verlo. La víctima era Morales, el jefe del departamento de Licencias de Actividades de la Vía Pública.

Rápidamente llamaron a los vigilantes que se encargaban de la seguridad del edificio. En cuanto acudieron y se vieron el percal, inmediatamente ordenaron que cerrasen las puertas de acceso y salida del edificio, no tenía que entrar y salir nadie. Estaban seguros de que nadie lo había hecho en los últimos quince minutos y según les dijeron, el cuerpo no llevaba allí más de diez, pues hacía unos doce que alguien había ido a llenarse algunas botellas de agua para llevárselas a casa. Por lo tanto, el asesino todavía se encontraba en el edificio. El guarda que ordenó todo eso, se sintió satisfecho de su rápida reacción. Había actuado tal como marcaba el protocolo y las normas de actuación y, lo más importante, como lo hacían en las películas de policías que tanto le gustaban.

El que desde un principio se hizo cargo de todo, fue el vigilante más joven. Durante ese mes, sólo había dos: uno en la puerta de entrada y otro haciendo una ronda por los departamentos de Atención al Público, que era en el que la gente más solía perder los nervios debido a que se quejaban de que la atención que recibía el público dejaba mucho que desear, básicamente porque cada dos por tres el sistema informático se colgaba y los técnicos no eran capaces de arreglar la incidencia hasta que venían los de la empresa suministradora del servicio de red y apretaban la tecla de reinicio del router. Menos mal que era el mes de agosto y el edificio presentaba una actividad casi nula. Normalmente, durante el resto el año, había más trabajadores fuera que dentro, pues muchos y muchas entre el salir a fumarse el cigarro, el comprar el periódico, que tenían que ir a arreglar unos asuntos personales, que el café de la máquina no les gustaba, etc. no paraban en su puesto de trabajo. Ý si eso era así normalmente, durante el mes de agosto más todavía, pues más de la mitad de oficinas estaban cerradas por vacaciones del personal y en las que permanecían abiertas, faltaba la mayor parte de la plantilla. Obviamente, de los que trabajaban, ninguno tenía un cargo de jefatura o responsabilidad, pues éstos aprovechaban ese mes para descansar de las duras jornadas de trabajo cotidianas. Tenían estrés, decían.

El guardia joven, enseguida se hizo cargo de la situación. Mandó a su compañero que no se moviera de la puerta y que no dejase salir a nadie. Seguro que quién hubiera hecho aquello todavía estaba allí. “Que nadie toque nada, no hay que contaminar el escenario”, dijo. Eso lo había visto en CSI. Examinó detenidamente la escena: el cuerpo estaba en la zona de descanso, en un pasillo donde había varias máquinas dispensadoras de alimentos y bebidas. Estaba tumbado justo al lado de la fuente de agua. Era una fuente Columbia modelo WP1800 de acero inoxidable. En el suelo había un charco de agua que presentaba unas pisadas que se perdían tras la puerta que daba acceso a las oficinas. Seguro que eran las del asesino o asesina. Justo al lado de cuerpo, había una pequeña mesa que se hacía servir de apoyo para los cafés y bebidas. Estaba tumbada, con la parte superior contra la pared y las patas hacia fuera. El cuerpo estaba de medio lado. El golpe lo había recibido justo por encima de la nuca, en el occipital, creía recordar que decían en las películas que se llamaba. Como no tenía guantes, hizo algo que hacía mucho tiempo tenía ganas de hacer: cogió un bolígrafo y lo usó para examinar la herida. No vio nada especial porque básicamente no tenía ni idea de qué tenía que ver. Pero dedujo que el golpe se podía haber producido con una grapadora de grueso.

Pensó que, tal como marcaban las normas de actuación, tenía que avisar a la Central y a la policía. Cogió el walkie y se puso en contacto con sus compañeros. "Atención, atención, aquí Águila Negra. Corto". Su compañero que estaba de guardia en la Central, ya estaba acostumbrado a las llamadas de Águila Negra. "Dime, qué pasa ahora", se esperaba cualquier cosa. "Tenemos un Código Rojo. Corto". "¿Un qué?" "Un Código Rojo. Corto". "¿Y eso qué leches es?" "Un asesinato. Corto" "¡¡Qué!!" "Si un asesinato. Pero tranquilos, que ya me he hecho cargo de la situación. Corto". Eso era justamente lo que preocupaba a su compañero. "Lo que tienes que hacer es avisar a la policía". "Ahora mismo. Cambio y Corto". No tenía pensado hacerlo, por lo menos de momento. Se iba a dar un tiempo, se veía capaz de resolver aquello y era la oportunidad que había esperado durante mucho tiempo. Le iba a demostrar a muchos que las cinco veces que lo catearon en las pruebas de acceso para otros tantos cuerpos de seguridad del Estado, Autonómica y Local, fue debido a pequeños fallos sin importancia. Si resolvía esto, le iba a ir de perlas para su currículo y seguro que hasta lo nombraban Empleado del Mes.

Lo primero que hizo fue calcular el tiempo que había transcurrido desde que encontraron el cadáver y preguntó que quién se encontraba en esa planta en ese momento. Contestaron cinco personas. Dos del departamento de Obras Menores, dos del Negociado de Asuntos Internos y un ordenanza que estaba allí de casualidad, pues sólo había ido a hacer unas fotocopias de unos apuntes de su tesis doctoral porque la máquina de la planta de abajo, a la que pertenecía él, no funcionaba ya que debido a las restricciones presupuestarias no le habían renovado el cartucho de tóner. El ordenanza, que a pesar de ser ordenanza no era tonto pues tenía la licenciatura de Biología, le hizo saber que el que ellos fueran los que estaban allí, no quería decir nada, pues la escalera de acceso a las otras plantas estaba justo al lado de la puerta y cualquiera podía haber salido por ella. "No me sea listo y no interfiera en la investigación", le contestó el vigilante. Interrogó a cada uno de ellos. La auxiliar administrativa, eventual desde hacía tres años, que encontró el cadáver, todavía se hallaba bajo los efectos de la impresión que le causó verlo allí tirado entre un charco de sangre. Esa, de momento, estaba descartada. "Usted ¿dónde se encontraba entre las 10'15 y las 10'30 horas?" le preguntó a la administrativa encargada de los asuntos de las Obras Menores, experta en poner sellos, dominaba la técnica de una manera asombrosa: todos los ponía equidistantes entre la fecha y el cargo del responsable que firmaba los permisos. "Pues estaba con Pili". Pili era la auxiliar administrativa eventual. "¿Y qué hacían?", el vigilante empezó a tomar notas. "Estábamos hablando". "¿Hablando de qué?" “¿Cómo que de qué? Qué tiene que ver de lo que estábamos hablando". La administrativa no entendía qué importancia tenía eso. "Se niega a responder" escribió el vigilante en su bloc de notas y puso una X al lado del nombre de la administrativa. Ésta se dio cuenta y le dijo que hablaban de las vacaciones en Mallorca. Bien, iba avanzando. Le pidió que le enseñase la suela de las sandalias. La administrativa lo hizo y las tenía secas. Aunque el vigilante pensó que debido al tiempo transcurrido, era natural. Luego se encaró con el ordenanza biólogo. Éste le dijo que si quería le imprimía el detalle de la ruta de trabajo de la fotocopiadora. Ahí podría comprobar que entre las 10'15 y las 10'30 horas, estaba haciendo fotocopias. "Vaya, este tiene una coartada sólida" pensó el vigilante. Lo tachó de su lista de sospechosos. Le quedaban los que pertenecían al Negociado de Asuntos Internos. Uno le dijo que estaba redactando un e-mail para su novia en el que le decía que la echaba mucho de menos y que en esos momentos estaba pensando en esa noche que pasaron en la habitación del hotel de París, sobre todo cuando ella se puso ese picardías que se compró en Pigalle. "Lo puedes comprobar en mi bandeja de 'mensajes enviados', Ahí consta la fecha y la hora de envío". Maldita tecnología. Eso puso nervioso al vigilante, tenía un sospechoso menos. Quedaba una de las cinco personas que había en esos momentos en la planta. Era un técnico medio amigo del Coordinador responsable de los asuntos del personal, por eso estaba allí. El Coordinador era un cargo de confianza del Regidor, que era el único que confiaba en él. El técnico, como tal, no hacía gran cosa: se encargaba de validar las peticiones de permisos de solicitudes de ausencia de los trabajadores. Sólo tenía que marcar una casilla en la pantalla del ordenador y clicar en “ok”. A veces se liaba y tenía que pedir ayuda al departamento de informática y estos a su vez llamaban a la empresa que había diseñado el software. Él técnico no tenía que estar allí, pero se había quitado un día de vacaciones a cambio de acumular un día más y sumarlo a los tres de asuntos propios sin justificar, lo que unido al puente del Pilar, le iba a permitir tomarse toda una semana libre. Lo tenía planificado desde principios de año cuando vio el calendario laboral. Le dijo al vigilante que entre las 10'15 y las 10'30 estaba en su mesa, justo al lado del que le enviaba el e-mail a su novia. Estaba escribiendo algunas entradas en su blog de Internet, lo que también podía comprobar por la hora de publicación de la entrada. El vigilante ya estaba harto de tantas fechas y horas que se podían comprobar. Él no solía usar ordenadores y los maldijo, esos aparatos eran un incordio.

Bueno, esa línea de investigación no estaba dando los frutos esperados, así que trató de averiguar si la víctima tenía algún enemigo entre los que en esos momentos estaban en el edificio. "Pues lo mismo sería buena idea preguntar a los de la planta de abajo. Ahí es donde tenía el puesto de trabajo Morales", le apuntó el ordenanza, que se conocía a casi todos los que trabajaban en el edificio, y de paso también le recordó que “lo mismo es mejor que avise cuanto antes a la policía”. Ese “es mejor” no le gustó nada al vigilante, parecía que dudase de sus dotes detectivescas. No le caía bien ese tipo. Le puso una X junto al nombre. El vigilante bajó a la planta donde el finado ejercía su jefatura en Licencias de Actividades en la Vía Pública. Le extrañó que en el mes de agosto hubiera un jefe trabajando. Sería el único, pues todos los cargos medios y altos, de nivel C para arriba, estaban de vacaciones. Quizás por ahí podía pillar algo. Interrogó al único empleado del departamento que se encontraba allí en esos momentos. Habían dos más que supuestamente tenían que trabajar ese mes, pero uno era enlace sindical y nunca se le veía el pelo por allí, casi nadie recordaba como era físicamente, tenía reuniones sindicales decía. El otro llegaba, marcaba y decía que se iba a inspeccionar unos puestos de venta ambulante para comprobar si tenían los permisos y sellos correspondientes. Aunque la mochila que llevaba, por la que sobresalía la punta de una toalla de playa, era algo sospechosa. Según le contó el empleado, Morales había cogido las vacaciones el mes de julio, pues se le había casado una prima del pueblo y aprovechó el viaje para pasar una temporada con su familia. A la pregunta de qué tal jefe era, el empleado contestó que era funcionario. Con eso quería decir que básicamente se dedicaba a firmar los que los contratados laborales, que eran los que hacían el grueso de la faena, le ponían delante. También le dijo que qué enemigos iba a tener, a no ser que fuera un quiosquero al que no le había renovado la licencia.

Aquello se estaba convirtiendo en un caso complicado, pero no le importaba, le gustaba los retos difíciles. Ese asunto requería que sacase a relucir todo su potencial. Pensó en volver a examinar la escena del crimen, lo mismo había algún detalle que se le había pasado por alto y sabía por experiencia, por los miles de episodios de CSI y películas policiacas que había visto, que en los pequeños detalles estaba la clave. Cuando llegó al lugar donde estaba el cadáver, vio asombrado que los Mossos d’Esquadra estaban tapando el cuerpo. Según le dijeron, les habían avisado desde la Central. Maldijo a su compañero, le había fastidiado la investigación. Estaba seguro de que le faltaba poco, sólo era cuestión de atar un par, o tres, de cabos. Resignado, sacó su bloc de notas y se dispuso a poner al corriente a los agentes. “Ok. Gracias, pero no hace falta, la cosa está clara”, le dijeron. “Se ha resbalado con el charco de agua y se ha golpeado con el pico de la mesa”. Él no lo tenía muy claro y así lo hizo saber y de paso les preguntó que cómo podían estar tan seguros. “Hombre, básicamente por la sangre que hay en el pico de la mesa”. Efectivamente, en una de las esquina de la mesa que quedó contra el suelo al caer ésta, había un coágulo de sangre. El vigilante no la movió para no alterar el escenario. “Y por la grabación de esa cámara”, apuntó el mosso. “¿Qué cámara?” preguntó el vigilante extrañado. “Esa de ahí”, le dijo el agente señalando hacia una esquina de la estancia.

A partir de septiembre, el joven vigilante de seguridad se dedicó con gran esmero y profesionalidad a vigilar el parking municipal de la plaza de la Constitución.

F. Antolín Hernández
Agosto 2010

jueves, 9 de septiembre de 2010

La comunidad

La reunión se presumía tensa. Nada menos que una moción de censura promovida por los vecinos de los pisos altos (5º y 6º). Hay que decir que eran 5 vecinos por piso.
Aquella comunidad era especial, el presidente no turnaba por orden de viviendas como era lo normal, sino que lo elegían democráticamente, por votación. Se celebraba cada dos años. Ahora la presidencia recaía en un vecino de los pisos primeros (1º, 2º, 3º y 4º), concretamente del piso 2º. Los pisos 3º y 4º no tenían un voto definido, lo mismo votaban a un candidato que a otro, según les convenía. El presidente no había obtenido mayoría, pero gracias al apoyo de los vecinos de los pisos 3º, con la condición de que el secretario fuera uno de ellos, consiguió los votos necesarios para poder presidir la escalera.
Los vecinos de los bajos y el entresuelo, eran okupas y emigrantes, por lo que ellos no participaban en las votaciones, estaban excluidos del sistema. Además no contribuían económicamente al mantenimiento de la comunidad ni participaban de las decisiones que se tomaban, aunque se aprovechaban de ellas. Pero los segundos hacían el trabajo sucio que los demás vecinos no querían hacer, como limpiar la portería o sacar la basura. Los que tampoco participaban en el sistema de votaciones, eran los tres vecinos del ático, que opinaban que ellos, por derecho, estaban por encima de los demás y que eso de votar era una mala costumbre, pues siempre habían sido ellos los que decidían por todos, hasta que les dio por eso de elegir al presidente entre todos. Incluso estaban dispuestos a tomar la presidencia a la fuerza y sabían que algunos vecinos de los pisos altos los apoyarían.
Parecía que los vecinos de los pisos 1º, 2º, 3º y 4º, al ser los más numerosos, tenían más posibilidades de ganar las votaciones, pero estaban muy divididos y presentaban varias candidaturas, incluso se sabía que a veces los del 3º y 4º votaban a los de los pisos altos, porque se creían que pertenecían más a éstos que a los de los primeros. En cambio, los vecinos de los pisos altos, lo tenían claro: presentaban una única candidatura.
Hay que añadir que entre los vecinos de los primeros pisos, había algunos que querían crear una comunidad propia y gestionarse ellos mismos sus ingresos y gastos, incluso algunos recurrían al sabotaje: desmontaban la cerradura de la portería, rompían buzones, estropeaban el ascensor, etc.
Durante años, el candidato de los pisos primeros pudo ganar varias veces seguidas y fueron años de esplendor: se cambió el antiguo ascensor, se impermeabilizó el tejado, se cambiaron todos los desagües. Pero tanto tiempo en el cargo les pasó factura. Se acomodaron y malgastaron el dinero de la comunidad en gastos más que discutibles, pues la mayoría iban a parar a embellecer sus correspondientes rellanos. Incluso se sospechaba que habían desviado fondos de la comunidad para pagarse las vacaciones. Los demás vecinos de los primeros pisos, que eran los que más contribuían económicamente, se cansaron y dejaron de darle el voto, se abstuvieron. La circunstancia fue aprovechada por los vecinos de los piso altos para hacerse con la presidencia, durante la cual hubo una época en la que los vecinos de estos pisos tuvieron bastantes mejoras. Sin embargo, los de los pisos primeros, perdieron algunos privilegios: no se les cambiaba las bombillas que se fundían, no se arreglaba los pasamanos de la escalera, etc. Durante esta presidencia se deterioró la relación con los vecinos de las porterías contiguas, pues el presidente prefería relacionarse con otra portería de más estatus.
Por fin pareció que los pisos primeros volvieron a la cordura y hartos de los abusos del presidente de los pisos altos, lograron retomar la presidencia. Pero, por problemas ajenos a la comunidad, unido a la mala gestión del presidente anterior, algunos vecinos de estos primeros pisos no pudieron hacer frente a los gastos y la comunidad entró en crisis económica, no tenían fondos para hacer frente a los gastos corrientes de mantenimiento de ascensor, agua, luz, seguro, etc. Por lo que el presidente decidió aumentar la cuota mensual de los vecinos más numerosos, es decir, los de los primeros pisos. Es por el bien de todos, decía. Descontentos, porque ellos mantenían la mayoría del gasto de la escalera y recibían menos servicios que antes, los vecinos de los primeros pisos se plantearon dejar de pagar los recibos o ejercer medidas de presión como dejar de limpiar la escalera y abrir la puerta de la comunidad para dejar entrar a los correos comerciales.
Los vecinos de los pisos altos aprovecharon el descontento de los pisos primeros para buscar apoyos y convencieron a algunos vecinos de los pisos 3º y 4º de que aquello no podía seguir así, de que el actual presidente iba a llevar a la comunidad a la ruina. La votación iba a estar muy reñida. La reunión se presumía tensa.

F. Antolín Hernández
Agosto de 2010

sábado, 4 de septiembre de 2010

El cabo Nogales

El cabo Nogales bajó del caballo, ató la rienda a la verja de la ventana y entró en Casa Maribel, una de las tres cantinas del pueblo, su compañero hizo exactamente lo mismo.
Casa Maribel, además de cantina, era la vivienda de Maribel y su familia: su marido, sus dos hijas y su madre.
-Buenos días a la pareja -les saludó los tres parroquianos que en esos momentos estaban en la barra tomando un vaso de vino.
-Con Dios -devolvieron el saludo los civiles.
Jacinto, el marido de Maribel, les sirvió un par de vasos. Por supuesto invitaba la casa: la Guardia Civil tenía todas las copas pagadas. El cabo Nogales y su compañero, se quitaron los tricornios y los dejaron colgados en la percha de pie que había en el zaguán de la casa-cantina. Aquella mañana habían hecho su ronda por Sierra Alamilla y habían visitado Los Encinares, tenían que contentar a Don Faustino, el dueño de aquella finca. Éste pedía, aunque esa no era la palabra exacta, que la pareja de civiles se diera una vuelta por allí de vez en cuando, más que nada porque eso, a la vista de los demás, era una muestra más de su poder y situación. El mensaje era: la autoridad me protege a mí y a mis tierras.
-¿Qué tal s’ha dao la ronda? -preguntó Jacinto de forma rutinaria mientras les servía el segundo vaso.Siempre preguntaba lo mismo y siempre obtenía la misma respuesta.
-Nada especial, todo en orden.
En una de las mesas del fondo estaban sentados un par de ancianos que cada vez que entraba la pareja de civiles les rehuían el saludo y la mirada. Permanecían en silencio todo el tiempo que los agentes estaban en la cantina. No querían verlos ni querían recordar aquellos días en los que unos hombres, con esos mismos uniformes, custodiaron y escoltaron hasta el muro del cementerio a Damián el Cabrero, a Montoro, al Cabezas y a Luís el de Eulalia. Allí los fusilaron los falangistas y allí los dejaron hasta que, por la noche, sus familiares se atrevieron a darle sepultura en el cementerio. Al día siguiente, fueron desenterrados porque, según el cura, “aquel cementerio no era para rojos”. Cavaron una fosa en la linde del camino y allí permanecían todavía. Pero peor era aquellos que fueron detenidos y trasladados a los calabozos de la comandancia: de ellos nunca más se supo nada. El cabo Nogales conocía lo ocurrido y a los ancianos, de hecho conocía a todos los habitantes del pueblo, no más de trescientos, pero no le daba importancia a la falta del saludo. Era consciente de que la Guardia Civil causaba temor y respeto, más lo primero que lo segundo, pero él sólo cumplía con su obligación: había hecho un juramento y tenía que hacer que la ley se cumpliera, sin importarle la condición o el nombre de nadie.
-Alfonso, no se le olvide que tiene que pasar por el puesto para lo del permiso de armas -le dijo el cabo a uno de los que se estaba tomando un vaso de vino en la barra.
-No se preocupe usté cabo, que en cuanto tenga un momento m’acerco. Que es que he estao liao con el trigo y no he encontrao el momento.
-Pues que sea antes de la veda –le replicó el cabo Nogales-. Que mire que si no este año no dispara la escopeta.
-Descuide usté cabo.



Encima del trillo, Anselmo, no paraba de darle vueltas a sus pensamientos, intentaba contar los duros que Don Faustino le debía por los jornales que llevaba echados. Entre eso y lo que sacaban de la leche de las cabras, lo mismo podía ir a herrar a la mula y pagar al veterinario para que mirase a los guarros. Después tenía que encargarse de arreglar el tejado, ya le hacía falta. Pelajos se había ofrecido a ayudarle. Suerte que su primo le echaba una mano, porque él no podía atender a todo. Sus hermanos se habían ido a Alemania a trabajar, a ganarse los cuartos. No se lo pensaron cuando vieron a Eulalio y Jacinto llegar con sus coches y sus camisas blancas contando a todo el mundo lo bien que se ganaban la vida. “Allí trabajamos ocho horas al día y además tenemos los sábados y los domingos libres. Al final de mes te dan tu paga y tienes para vivir bien y hasta puedes ahorrar dinero. Nos teníamos que haber ido antes”.
Ellos fueron los primeros, pero después se fueron muchos más y todos mandaban cartas contando lo bien que se vivía en Alemania, Madrid o Barcelona. Él ni se lo planteó, no podía dejar todo aquello que a su padre y abuelos les había costado tanto conseguir. Además, no podía llevarse a su madre de allí, era mayor y seguramente le pasaría lo mismo que a la señora Dolores, que la metieron en un piso de Barcelona y se pasó dos años sentada en la entrada del mismo hasta que murió de añoranza.
Su madre, resignada y de luto perenne por el hermano, el hijo y el marido perdidos, era la que se cuidaba de mantenerlo comido y limpio. Dentro de la miseria, ella procuraba que su casa siempre estuviera limpia y oliera bien. No faltaban los jazmines y las azucenas. Tampoco el olor de ropa limpia en las camas y armarios. Una cosa era ser pobre, pero otra miserable.
Anselmo se acordaba de su padre, de todo lo que luchó para que las pocas tierras y los pocos bichos que tenían fueran suficientes para sacar a su familia adelante. Él nunca se quejó, nunca renegó. La tierra era lo único que tenía y la trataba como si fuera algo vivo. “La tierra nos devuelve lo que le damos”, decía. “Si la tratas con cariño, ella te corresponderá, si la descuidas, ella se vengará”. Nunca olvidará aquel día que tardaba en volver. Había ido, como siempre, a soltar a las cabras y ordeñarlas. Pero se hizo la hora de comer y todavía no había regresado. Siempre que comía en el campo se llevaba una talega con algo de avío, pero ese día no se la llevó. “L’habrá salio alguna cosa ca’cer y s’habrá apañao algo de comer” le decía él a su madre. Salió a la puerta de la casa a sentarse en el umbral a fumarse un cigarrillo cuando vio a Canelo que venía corriendo hacia él. Al principio se extrañó, pero enseguida comprendió que algo pasaba. “Madre, Canelo viene solo” dijo. Su madre salió a la calle y, al ver al perro, sólo pudo decir “a tu padre l’ha pasao algo”. El perro les ladró varias veces y mordió los bajos de los pantalones de Anselmo tirando de él. “Ve con él hijo”, le pidió su madre. Siguió al perro y encontró a su padre recostado en el tronco de un chopo, tenía los ojos abiertos y no respiraba: le había dado un ataque al corazón que lo dejó fulminado.
Anselmo recordaba todo aquello con tristeza. Su padre era una persona fuerte y trabajadora que nunca le pidió nada a nadie y nunca se humilló ante nadie. Bajó del trillo y cogió la horquilla para darle la vuelta a la parva cuando vio que dos figuras a caballo se acercaban por el camino de la Alameda. El perfil era inconfundible, era imposible no distinguirlos, el tricornio y la capa que llevaban a pesar del calor, les daba un aire siniestro, espectral. El cabo Nogales y su compañero se acercaron a él. Cada vez que los veía, a Anselmo le venía a la cabeza el cabo Morales, el anterior suboficial de puesto, y recordaba la tunda de palos que le dio cuando, siendo un niño, se le ocurrió entrar en el huerto del cura a coger un par de tomates. Todavía tenía una cicatriz por debajo de la oreja izquierda que se lo recordaba cada vez que se miraba en un espejo. Saludó a los dos civiles y sólo el cabo Nogales se lo devolvió. Anselmo a veces pensaba que ese hombre no encajaba en el Cuerpo. Era educado, trataba a la gente de usted y con respeto, mantenía siempre la tranquilidad y nunca, hasta el momento, le puso la mano encima a nadie. Incluso, aquella vez que pilló a Tomates en las tierras de Don Faustino cortando las ramas de algunas encinas para conseguir leña, se limitó a quitarle lo robado y advertirle de que no lo volviera a hacer. Lo que, según decían, le costó al cabo una reprimenda del comandante del puesto porque Don Faustino se quejó de que no se podía permitir que ningún desarrapado se tomara esas libertades, que con esa gente había que tener mano dura, había que dar ejemplo. Las veces que hablaba con el cabo Nogales se limitaban a conversas sobre cosechas, caza, el tiempo y poco más.
-Cómo va la cosecha, Anselmo -le preguntó el guardia civil.
-D’aquella manera cabo. Podía ir mejor, pero no nos podemos quejar.
-Hoy aprieta el calor.
-Sí, cabo, aprieta. Ahí en el chozo hay un botijo, beba un poco de agua si le apetece.
-Gracias, Anselmo, pero tengo llena la cantimplora, se agradece. Su madre ¿bien?
-Bien, gracias, cabo.
-Bueno, vamos a seguir con la ronda. Que tenga un buen día, Anselmo.
-Lo mismo le digo, cabo.
Ya se estaban alejando cuando Anselmo, en un impulso que no pudo contener, llamó al cabo.
-¡Cabo!
-Dígame, Anselmo –contestó el civil volviendo grupas.
-¿Va usté a ver a Don Faustino?
-Puede, se tiene que pasar a recoger un permiso de armas ¿por qué?
-Es que si no le importa… -Anselmo se quedó callado, no sabía porqué decía aquello, pero continuó-. Si m’hace usted el favor de decirle que cuando pueda se pase a pagarme las jornás que me debe. Siempre que voy a su casa nunca está o me da largas.
-¿Le debe mucho? –preguntó el cabo Nogales.
-Las jornás de tres meses.
-¿Tres meses? –se extrañó el civil.
-Si cabo, y necesito esos dineros
-Descuide, Anselmo, se lo diré.
-Gracias, cabo –dijo con sinceridad Anselmo.


Don Faustino estaba sentado en su mesa del casino. Leía la edición del ABC del día anterior. Su rostro serio denotaba que algo le preocupaba. La maldita peste porcina le había hecho perder mucho dinero, lo que unido a unas malas inversiones en Madrid, le había causado una pequeña pérdida económica. Nada que no pudiera repararse, tenía capital y propiedades suficientes como para no tener que preocuparse mucho, pero le molestaba lo que los demás podían pensar. Le gustaba guardar las apariencias y no soportaba que nadie hablase de sus desgracias a sus espaldas.
-Buenos días, Don Faustino.
El que le saludó era el comandante del puesto de la Guardia Civil, un hombre que se había ganado el mando gracias a su labor represora durante los años posteriores a la guerra. Era temido por los campesinos y respetado por los terratenientes.
-Hola, teniente, siéntese si desea.
-Gracias, Don Faustino.


Aquel día, el cabo Nogales se acercó a Los Encinares para entregarle a Don Faustino el permiso de armas de la nueva escopeta que se había comprado. No le gustaba ese tipo de misiones. El no tenía que llevarle el permiso a nadie, si no lo hacía con los demás, tampoco tenía que hacerlo con Don Faustino, pero fue una orden directa del comandante de puesto y tuvo que obedecer.
Mientras se acercaba por el camino que conducía al cortijo, a lo lejos, divisó a dos figuras que parecía que estaban hablando. Conforme se acercaba distinguió que se trataba de Don Faustino y Anselmo. El primero tenía la escopeta de caza en las manos y hablaba acaloradamente. Anselmo cogía su boina con las dos manos en señal de respeto, pero su porte era altivo, no doblaba la espalda como solían hacer los demás campesinos cuando hablaban con el terrateniente. Ninguno de los dos lo vieron acercarse entre las encinas. Parecía que Don Faustino estaba recriminándole algo a Anselmo, pues gesticulaba mucho y desde allí podía distinguir su voz en un tono imperioso. Anselmo le dijo algo al terrateniente y éste, de pronto, le golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta y le hizo caer al suelo. Seguidamente le descerrajó dos tiros a bocajarro. Nogales, en un principio, se quedo paralizado, pero reaccionó inmediatamente y, desenfundado su fusil, espoleó a su caballo.
-Tire usted esa escopeta –gritó mientras se acercaba.
Don Faustino se quedó perplejo, no se esperaba esa irrupción.
-Vaya cabo, menos mal que está usted aquí. Este desalmado ha querido atacarme y he tenido que defenderme –se excusó el terrateniente reaccionando rápidamente.
Nogales se bajó del caballo y se acercó a Anselmo. Tras comprobar que no respiraba dijo.
-Don Faustino, tire usted la escopeta y acompáñeme a la comandancia.
-Venga cabo, no me va a decir que me va detener.
-Acompáñeme y no se resista, por favor –el cabo Nogales habló en un tono educado pero enérgico.
-No diga tonterías, cabo -dijo el terrateniente con desprecio a la vez que se giraba para marcharse.
-Don Faustino, está usted detenido por asesinato –le dijo Nogales mientras amartillaba el fusil y le apuntaba con él.
El terrateniente se giró. Su rostro estaba rojo de ira.
-Cabo, no sabe usted lo que está haciendo. Esto va a acabar con su carrera.
-Puede ser, pero de momento usted se viene conmigo –su tono de voz era lo bastante explícito.


-Perdone usted don Faustino, a veces este Nogales no sabe distinguir cuales son sus autenticas funciones aquí –le dijo el teniente.
El terrateniente, sentado en el otro lado de la mesa del oficial, no podía contener la rabia.
-Espero que a este Nogales se le ponga las cosas claras y también espero que sea la última vez que le veo por mis tierras. No quiero verme obligado a tener que recurrir a mis amistades de Madrid. Si usted no toma las medidas adecuadas ya lo haré yo.
-Descuide usted, en cuanto acabemos con este asunto me encargaré de tramitar, de forma urgente, el traslado del cabo. Creo que en Sidi Ifni tienen necesidad de agentes con un escrupuloso sentido del deber.
Don Faustino se levantó y abandonó la sala sin despedirse.



-Le digo, mi teniente, que yo vi como ese hombre disparaba a bocajarro a Anselmo. Le golpeó y en el suelo le disparó dos tiros. Anselmo no tuvo tiempo a nada, ni siquiera a defenderse –el cabo Nogales trataba de explicarle lo sucedido a su superior.
-Nogales, las cosas son como son y ahora no me voy a liar a pleitos y tribunales para que al final Don Faustino salga indemne y enemistarme de por vida con él y todos los demás terratenientes. Aquí estoy muy tranquilo y no tengo planes de cambiar de comandancia, así que olvide el asunto.
-Pero, mi teniente…
-Se acabó la discusión cabo, retírese.
-A la orden, mi teniente.
Nogales apretaba los puños y apenas podía contener la rabia, no podía permitir que aquello quedase así, pero si no tenía el apoyo de su superior poco podía hacer. Pensó en Anselmo y su madre, que ya había perdido a otro hijo, a un hermano y a su marido y ahora encima le habían matado al único que se preocupaba por ella y la mantenía. Se cuadró, saludó y dio media vuelta para retirarse.
-¡Ah!, cabo, he tramitado una petición de traslado para usted. Vaya haciéndose la idea de pasarse una buena temporada en África -le dijo el teniente como si le comunicase la orden del día. Nogales ni se giró, ya se esperaba algo así.
-A la orden, mi teniente.



Aquel día, Nogales sabía que Don Faustino estaba en Las Encinas. Era domingo y sabía que el terrateniente, aprovechando la media veda y el permiso especial que le había expedido el teniente, pasaba allí el fin de semana para salir a cazar conejos. El guarda del cortijo estaba en los Barciales con las ovejas. El cabo había dicho en la comandancia que se iba a acercar a La Mina del Inglés porque hacía tiempo que alguien se quejó de que la puerta de la caseta estaba abierta y quería echar un vistazo. Pero se desvió unos kilómetros y cogió el camino de Sierra Negra, donde Don Faustino solía acechar las piezas. Llegó a media mañana. Los olivares eran muy extensos, pero era buena época de liebres y sabía que tarde o temprano oiría un disparo. Así fue, no tardó mucho en oír dos detonaciones. No sonaron muy lejos, por lo que descabalgó del caballo y se acercó andando. Oyó los ladridos de un perro y vio, entre unos olivos, la figura de Don Faustino. Se acercó procurando tener el sol de espalda, escondiéndose entre los troncos de los árboles. El otro no se enteró que estaba allí hasta que el perro ladró y Nogales salió de detrás de unas retamas encañonándolo con el fusil.
Don Faustino, una vez pasado el primer momento de sorpresa, reaccionó con tranquilidad.
-Vaya, el cabo empecinado, ¿qué pasa ahora? –dijo el terrateniente.
Nogales iba resuelto y no dudó un momento.
-Tire la escopeta.
-Venga cabo, esta conversación ya la hemos tenido antes. Qué quiere, ¿que lo echen del cuerpo?
Nogales, le disparó al perro y lo mató al instante.
-La próxima bala irá a parar a su cabeza.
Don Faustino se quedó sin habla, de pronto todo su aplomo se vino abajo.
-Vale, cabo, lo que usted diga -dijo con voz temblorosa a la vez que dejaba la escopeta en el suelo-. Si lo que quiere es que convenza al teniente sobre lo de su traslado, no se preocupe, que eso lo arreglo hoy mismo.
-Lo que quiero es justicia para Anselmo y su madre.
-No sea usted idealista, sabe que las cosas aquí funcionan así. Siempre ha sido igual. Esta gente son unos perdedores que no tienen derecho a nada. Es gracias a nosotros y el trabajo que le damos como consiguen salir adelante.
-Anselmo sólo quería lo que le correspondía por su trabajo y ahora su madre no tiene quién la cuide.
-Está bien, yo me encargo de que a esa mujer no le falta de nada.
Nogales sabía que eso no iba a ser así. Se acercó a Don Faustino y cogió la escopeta a la vez que dejaba su fusil en el suelo.
-Ande usted hacia ese terraplén -le dijo señalando un pequeño desnivel que había a cinco metros tras unas jaras.
-Venga cabo, no me sea empecinado, que esto puede acabar muy mal para usted.
-¡Ande! -ordenó Nogales en un tono imperioso y que no dejaba ningún resquicio a la réplica.
Don Faustino se dirigió a las jaras.
-Vuélvase –le ordenó el cabo.
Don Faustino se giró y sólo le dio tiempo a ver como de la boca de uno de los cañones de la escopeta salía una humareda. Los perdigones le impactaron en el pecho a menos de un metro. El impacto le abrió un gran boquete por donde se le escapó el aliento. Don Faustino reculó casi dos metros y cayó en el terraplén entre las jaras.
El cabo Nogales cogió uno de los conejos abatidos que llevaba el terrateniente colgados del cinturón y lo tiró entre los matorrales. Limpió sus huellas de la escopeta y la dejó tirada al lado del cuerpo de Don Faustino.



Tardaron dos días en encontrar el cadáver de Don Faustino. El guarda del cortijo se extrañó de que no regresase aquella noche. A veces se iba directamente a su casa sin avisar. Pero era imposible que esta vez lo hubiera echo pues tenía allí el coche. Se montó una batida en la que participó el cabo Nogales. Lo encontraron al pie de un pequeño desnivel entre unas jaras. Tenía un disparo de posta en el pecho y la investigación balística dictaminó que era de su escopeta. La deducción lógica fue que, al intentar cobrar una presa (encontraron una entre los matorrales), se metió entre las jaras y no vio el terraplén, perdió el pie y, al caer, se le disparó la escopeta con tan mala fortuna que recibió de lleno la perdigonada en el pecho. Del perro no encontraron ni rastro.
Sobre la muerte de Anselmo, el informe que redactó el teniente de la Guardia Civil, dejó claro que Don Faustino actuó en defensa propia. El juez lo dio por bueno y no se abrió ninguna investigación.



El cabo Nogales fue a darle el pésame a la madre de Anselmo. La mujer, de luto riguroso, con un pañuelo negro en la cabeza y aparentando muchos más años de los que tenía, agradeció el gesto del cabo.
-¿Qué va a hacer usted, doña María?
-No lo sé cabo, uno de mis hijos dice que con lo que ha ahorrao se va a venir de vuelta a España. L’han dicho que en Barcelona puede encontrar trabajo en su oficio. Dice que se comprará una casa y que si quiero me puedo ir con él.
-Vaya, pues no está mal, doña María.
Nogales sabía que aquello eran palabras retóricas. La mujer por nada del mundo quería irse de allí, de su casa, de su tierra, de sus costumbres. Aquello era su vida, lo único que conocía y el sitio donde quería estar el resto de su vida. Allí habían nacido, trabajado y muerto todos sus antepasados, su marido y dos de sus hijos. Aquella tierra guardaba sus alegrías, sus penas, su sudor, su trabajo, sus ilusiones y su orgullo. Ya le habían quitado lo que más quería, ahora era lo único que le quedaba. Tenía dos hijos más, pero desde el momento en que se fueron, no quisieron saber nada del campo ni de ella, no los había vuelto a ver desde entonces, habían renegado de todo. Anselmo fue el único que se preocupó por luchar por todo aquello que su familia había conseguido. Era poco, pero era el fruto del trabajo, de las penalidades y del esfuerzo de muchas generaciones. Ahora estaba sola y obligada a morir allí de pena o irse a la ciudad y morir de pena y nostalgia. Nogales se despidió y se dio media vuelta.
-Gracias, cabo -le dijo la mujer.
-De nada, doña María –contestó el cabo girándose-. Era mi deber darle el pésame. Anselmo era una buena persona.
-No cabo, no es por eso.

viernes, 3 de septiembre de 2010

En el ascensor

Todas las mañanas coincidían en el ascensor. Las dos parejas lo tomaban a la misma hora. No fallaban casi nunca. Aquel día amaneció con tormenta.

La pareja de 14º siempre iban cogidos de la mano con cara de felicidad. Parecía que les hacía ilusión empezar un nuevo día lleno de sorpresas y momentos que compartir. En cambio, la pareja que entraba en el ascensor en el 12º piso, siempre estaban de morros: o acababan de pelearse o directamente entraban discutiendo. Los del 14º se miraban con cara de complicidad y se sonreían, sabían que ellos nunca se comportarían así, se querían, se compenetraban, siempre estaban de acuerdo el uno con la otra o viceversa. Eran tan felices.

Los del 12º aquel día discutían porque ella le recriminaba a él que le hubiera calentado demasiado el café en el microondas, no había quién se lo tomase. Pues otra vez te lo calientas tú, guapa, le decía él. Los del 14º no entendían cómo podían discutir por una tontería como aquella. Si a ellos les pasaba algo parecido, simplemente decían, no pasa nada cariño, ahora me caliento yo otro. No era para tanto. Los del 14º se miraron sonrientes con cara de resignación. Él, trató de quitarle tensión a la situación.

-¿Habéis probado a tomar All Bran?

“Jejeje, como el anuncio de la tele”, pensó su mujer.

-¿Y a ti qué cojones te importa lo que hemos probado a tomar o dejar de tomar nosotros? El All Bran te lo metes por el culo capullo.

El del 14º se quedó parado, no esperaba algo así, pero su mujer no podía permitir que le hablaran de esa manera a su querido esposo.

-Oiga, podía ser más educado, que mi marido no le ha faltado al respeto, sólo quería hacer una broma para que dejaran de discutir.

-Yo y éste nos discutimos lo que se nos antoja y nos sale de nuestras partes, ¿vale?

Vaya dos, mejor dejarlo, se dijeron los del 14º con una mirada mientras se apretaban más las manos para reafirmar su unión en los momentos difíciles.

En ese momento se oyó un gran estruendo procedente de un rayo que acababa de estallar justo encima del edificio donde se encontraban. Al mismo momento de oírse el trueno, el ascensor se detuvo y se quedó a oscuras.

-¡¡¡Ahhhh!!!!

-¡Cojones!

-Vaya hombre, que mala pata.

-Me cago en la puta de oros.

Se encendió la luz de emergencia y pudieron ver que estaban entre el sexto y quinto piso.

El del 14º trató de mantener la calma.

-Bueno, no pasa nada, es cuestión de tocar la alarma y algún vecino la oirá y avisará al presidente para que venga con la llave de emergencia.

-El presidente soy yo capullo.

-Oiga, haga el favor de no llamar más capullo a mi marido.

-Es igual, apretemos la alarma y alguien acudirá.

Así lo hizo el del 14º. Pero nadie acudía, la mayoría de los vecinos estaban de vacaciones.

-Pues llamemos por el teléfono de emergencia del ascensor.

El del 14º apretó el botón con el que se podían poner en contacto con la empresa de mantenimiento de ascensores. Hacía tono pero nadie contestaba.

El del 12º se estaba poniendo nervioso.

-Estarán de vacaciones, como media ciudad, me cago en el copón.

-Prueba otra vez querido.

El del 14º volvió a apretar el botón pero nada, nadie contestaba.

-Bueno, vamos a ver, si nadie contesta podemos llamar directamente a los bomberos. Un momento que tengo grabado el número en el móvil, nunca se sabe cuándo los puedes necesitar.

La del 14º miró orgullosa y sonriente a su marido, siempre tan preparado para todo, siempre tan calmado, dominando la situación, nunca perdía los nervios. Se sentía tan a gusto a su lado.

Los del 12º empezaron a discutir otra vez. Que si la culpa es tuya por retrasarte tanto, que si tu no te hubieras tirado media hora maquillándote, que si eres una inutil, que si tú un torpe. En fin, sus cosas habituales. Mientras, el del 14º había marcado el número y esperaba contestación. Al cuarto tono cogieron el teléfono. Él, con cara de satisfacción, explicó la situación a la central de bomberos, pero conforme hablaba se le iba borrando la sonrisa de su rostro hasta convertirse en una mueca de desilusión.

-¿Qué te han dicho cariño?

-Que hay para rato, la tormenta ha inundado locales y la riera se ha llevado varios coches por delante, aparte de los numerosos cortes de luz que han dejado atrapados a mucha gente en los ascensores como nosotros. Pero que ahora su principal preocupación es desalojar a los pacientes del hospital que corre el peligro de inundarse. Que tengamos paciencia, que han grabado el número y en cuanto puedan nos llaman.

-Hay que joderse con la puta tormenta y los putos bomberos.

-Vamos a ver, toma, aguántame el móvil por si llaman los bomberos, voy a tratar de abrir la puerta a ver si podemos salir por el hueco entre el ascensor y el piso de abajo.

El del 14º no estaba dispuesto a desesperarse, le dio el móvil a su mujer y dejó un paraguas que había cogido para resguardarse de la lluvia en el suelo.

-Eso, Indiana Jones, a ver si nos salvas a todos.

El marido de la del 12º miró a su mujer y le sonrió por la ocurrencia.

Pero era imposible, la puerta no se abría ni un milímetro. Empezaron a resignarse a esperar a que volviera la luz o vinieran a rescatarle. Tanto unos como otros, esperaban que fuera pronto, aparte de llegar tarde al trabajo, no les apetecía estar mucho rato con la otra pareja.

-Hoy no llegamos ni locos a tiempo al curro.

El del 12º. No se lo dijo a nadie en concreto, más bien hablaba consigo mismo, pero los del 14º, por educación, se sintieron obligados a contestar. Ya que iban a estar un tiempo allí encerrados juntos, intentaban limar asperezas.

-Pues nosotros, como trabajamos juntos en nuestro negocio, no tenemos tanto problema.

-¿Encima trabajan juntos? ¿Y os podéis aguantar todo el día?

La del 12º estaba extrañadísima.

-Pues sí, no podemos estar separados ni un momento. Yo, en cuanto estoy media hora sin él, ya lo hecho de menos. Cuando tengo que ir a una reunión con algún proveedor se me hace eterno el momento de volver a su lado.

El del 14º rodeó con las manos la cintura de su mujer la besó en la frente.

-¡¡Por Dios!! No me lo puedo creer, ¿es posible tanto empalague?

Al del 12º aquello le resultaba rarísimo.

-Joder.

A su mujer también.

El tiempo pasaba y nadie acudía. Entre el calor y la estrechez de la cabina, se estaban agobiando.

-¿Y vosotros nunca discutís?

A la 12º, aquello seguía sin cuadrarle.

-Pues no, nos llevamos estupendamente. Una relación sólida se basa en la confianza y el respeto mutuo. Nunca nos discutimos porque siempre estamos de acuerdo en todo y porque confiamos el uno en el otro y nos respetamos. No tenemos secretos, nos lo contamos todo.

La del 14º lo dijo con orgullo y con aire de superioridad. Sólo le faltó añadir “no como vosotros”.

-Entonces, si no os peleáis tampoco os reconciliáis. Pues no sabéis lo que os perdéis. Dicen que los mejores polvos vienen después de una gran pelea.

Cuando el del 12º dijo esto, su mujer lo miró con una sonrisa pícara.

-Como nosotros anoche ¿verdad?

Los del 14º se sintieron incómodos, sus relaciones sexuales era algo muy íntimo que no estaban dispuestos a compartir con nadie. Pero él se sintió obligado a aclarar algo.

-Nosotros hacemos el amor como las personas, no como los animales. Nuestra relación es firme y no necesita ser reafirmada con nada que la enturbie.

-¡Ah!, es que vosotros “hacéis el amor”. Pues de vez en cuando no va mal follar.

La del 14º se ruborizó al oír esa expresión. Esa pareja era de lo más ordinaria y estaba deseando salir de allí. A partir de ese día procuraría coger el ascensor media hora antes con tal de no volver a encontrárselos.

En ese momento sonó el móvil del tipo del 14º que todavía aguantaba su esposa en la mano. Ésta apretó la tecla verde del aparato ilusionada, esperando que quien llamaba fuera la central de los bomberos para decirles que enseguida iba una dotación a sacarles de allí.

Pero, antes de que contestara, quién habló fue una voz femenina que pronunció el nombre de su marido y que decía que era Maripili y que tenía muchas ganas de volver a sentirlo dentro de ella. Que el tiempo se le hacía eterno esperando el momento de volver a verle ese lunar tan sexi que tenía en el culo. La del 14º se quedó petrificada sin saber qué decir. La voz femenina volvió a pronunciar el nombre del titular del móvil y al no tener contestación dijo que si no le iba bien hablar ya llamaría en otro momento. La mujer del 14º miró en el móvil el número que hacía la llamada y constaba registrado como Materiales y Productos para la Confección SL. Estaba pálida y no sabía qué decir.

-¿Qué, quién era? ¿Eran los bomberos verdad? Y por tu expresión parece que todavía van a tardar un poco en venir.

Su marido ni se lo imaginaba.

-¿Quién es Maripili?

-¿Qué?

-Que quién es Maripili.

-¿Maripili?

Él se quedó perplejo, no sabía qué contestar. En esos momentos deseaba que se lo tragase la tierra. Acababa de darse cuenta de lo que había pasado.

-No conozco a ninguna Maripili, seguro que se han equivocado.

-Pues ella si que te conoce bien a ti y a tu lunar del culo.

Huyyyy, los del 12º empezaban a divertirse. La situación estaba dando un giro inesperado y rezaban porque los bomberos tardasen bastante en venir a sacarlos de allí.

-Ya hablaremos en casa.

El del 14º no sabía dónde meterse.

-Por nosotros no os cortéis. Estas cosas es mejor hablarlas cuanto antes, que luego se enquistan y es difícil aclarar.

La del 12º no podía esperar.

-Usted haga el favor de no meterse, la relación con mi marido es cosa de nosotros dos y no le importa a nadie.

-No, si yo lo decía por ayudar. Para que veas que no te puedes fiar de nadie.

Se notaba que la del 12 estaba disfrutando.

-Haga el favor de callarse, todo ha sido un malentendido y luego lo aclararé con mi mujer. Este no es el momento ni la situación para hacerlo.

El tipo del 14º confiaba en que con sus dotes de persuasión convencería a su esposa.

-Venga machote, que no pasa nada por tener una aventurilla de vez en cuando. Además, ese lunar en el culo las tiene que volver locas ¿a que sí?

El del 12º miró a su mujer.

¿A que a ti te gustaría vérselo?

-¡Hagan el favor!

La mujer del 14º estaba seria, dándole la espalda a su marido. Esperaba que todo se aclarase y fuera una equivocación, pero el dato del lunar era lo suficientemente explícito como para pensar que realmente era así. Su marido trató de agarrarla de la cintura, pero ella se deshizo con un movimiento de su cuerpo.

Pasaron casi una hora en un silencio sepulcral. Hasta que al del 12º le dio por cantar aquello de “ese lunar que tienes cielito lindo…” Eso acabó con la paciencia del tipo del 14º y soltó la tensión que había estado acumulando. Se abalanzó sobre el otro y lo agarró por el cuello.

-¡¡Me cago en la madre que te parió!!

-Hey, hey, tranquilo hombre, que era broma. Ya me callo. Joder con el empalagoso.

-¿Y tú le vas a perdonar después de esto? Mira que los hombres son unos cafres, si te lo ha hecho una vez seguro que ha habido algunas cuantas más.

La del 12º metiendo el dedo en la llaga y disfrutando.

-¡Haz el favor de decirle a la puta de tu mujer que se meta la lengua en el culo!
Definitivamente el del 14º había perdido los nervios.

-Díselo tú machote.

En esos momentos, a través del cristal de la puerta del ascensor, vieron como una luz alumbraba el piso inferior a dónde daba la mitad del cubículo.

-Hola, ¿hay alguien ahí?, somos los bomberos.

¡Por fin! Ya era hora, los iban a sacar de allí. Alguien introdujo una palanca entre la rendija de la puerta y logró abrirla completamente.

-Tranquilos ya estamos aquí. ¿Están bien? A ver, por este hueco pueden salir con cuidado, nosotros les ayudaremos. Mantengan la calma y salgan uno a uno. ¿Hay mujeres?

-¡Sí, yo!

La del 14º ignoró completamente a la otra. Quería ser la primera en salir, estaba deseando largarse de allí y perder de vista a esos dos y a su marido.

-Oye guapa, a que te doy una hostia.

Que las otra quisiera ser la primera le daba igual, pero que no la considerase una mujer mosqueó un poco a la del 12º.

-Bien, pues tenga cuidado. Agáchese y saque medio cuerpo, nosotros la cogeremos y le ayudamos. Sin prisa, no hay peligro.

La mujer del 14º se tumbó en el suelo del ascensor y sacó medio cuerpo. Dos recias manos la agarraron y la ayudaron a salir. Cuando ya sólo tenía las piernas dentro del ascenso, una voz exclamó.

-¡Ostias! qué casualidad. No me habías dicho que vivías aquí.

-¿Qué? ¿Quién es usted?

-No me digas que no me conoces, eso no es lo que me decías ayer cuando nos vimos en mi casa mientras supuestamente estabas en una reunión con proveedores.

-¡¡Qué está pasando ahí!!

El del 14º ahora, aparte de nervioso, se estaba mosqueando.

-Joder, esta si es buena. Vaya con los que se cuentan todo y no tienen secretos. ¡Ja!

Los del 12º cada vez estaban más sorprendidos y divertidos.

-Le repito que yo a usted no lo conozco.

-Vale mujer, vale. Seguro que cuando me veas sin uniforme te acuerdas mejor. Aunque yo no tengo un lunar en el culo como tu marido, pero según me decías el mío te gusta más.

El bombero le guiñó un ojo a sus compañeros y éstos se rieron.

-¡Me cago en la ostia puta! Que como empiece a dar leches no voy a parar. Por mis santos cojones que me cargo a alguien.

El del 12º, definitivamente, estaba cabreado.

-Que venga el médico, que aquí hay alguien con un ataque de ansiedad.

-¡Ni ansiedad ni pollas!

-A ver, o nos deja trabajar con tranquilidad o de lo contrario vamos a tener que esperar a que se calme.

-Eso, y mientras nos sacan a nosotros.

La mujer del 14º ya había salido completamente del ascensor. En cuanto vio al bombero trató de hacerle señas para decirle que su marido estaba dentro de él.

-Pero qué leches te pasa. Como no te explique mejor no te entiendo.

-Qué coño le va a pasar, pues que está aquí el empalagoso del lunar en el culo

El del 12º se ofreció para ayudar a aclarar las cosas.

-¿Tú marido? Mujer, porqué no me lo habías dicho antes.

-¡Sí, su marido! bombero de los cojones.

El del 14ª cada vez necesitaba más al médico.

Su mujer tampoco sabía cómo salir de esa y decidió hacerlo hacia adelante

-Tú calla. Y dile a Maripili que si quiere ver ese "lunar tan sexi" a mí ya me da igual, que puede "sentirte dentro" todas las veces que quiera.

-¡¡Me cago en Maripili, en el lunar, en el bombero y en la madre que te parió, so guarra!!

-Oye a tu mujer la respetas, degenerado.

La del 12º olvidó la ostia que le quería dar a la otra y se solidarizó con ella.

-Yo respeto lo que me sale de los cojones.

-Jejeje, que gracioso te pones machote.

El del 14º se estaba divirtiendo.

-Bueno, ya está bien. A ver que salga la otra mujer.

La del 12º se introdujo en la abertura y ayudada por otro bombero logró salir. Seguidamente lo hizo su marido y después el del 14º. En cuanto salió éste, lo primero que hizo fue preguntar por el bombero del culo bonito.

-¡Quién leches es el chulo que se tira a mi mujer!

-Oye, te calmas, vale.

El bombero que habló, le estaba poniendo una manta por encima a la del 14º.

El marido no se lo pensó, se abalanzó sobre él y le asestó un paraguazo al bombero en toda la cabeza. Pero claro, con el casco ni se enteró.

-Pero qué haces gilipollas.

El del 12º les recordó el intento de agresión.

-Este tío es un loco psicópata, yo de ustedes llamaba a la policía. A mí también me ha intentado agredir ahí dentro.

La del 14º trató de hacerse la víctima.

-Un loco y un degenerado es lo que es.

La del 12º quiso poner la rúbrica.

-Y un cornudo.

-Vale, vale, ya está bien, ya ha pasado todo. Todo esto es fruto de los nervios y los momentos de tensión que han vivido ahí dentro. Ha sido una experiencia desagradable que ha hecho que saquen sus instintos y las tensiones acumuladas.

-Encima de bombero y follar bien, psicólogo, eres muy completito macho.

Estaba visto que el del 14º no tenía intenciones de calmarse.

-Oye, pues el bombero no está nada mal. Buen gusto sí que tienes.

La del 12º alabó el gusto de la otra mientras le guiñaba un ojo. La del 14º no pudo evitar que un estremecimiento recorriera su cuerpo cuando recordó el cuerpo desnudo del bombero.

En ese momento se hizo la luz, es decir, había vuelto la corriente eléctrica. El del 14º tenía los ojos inyectados en sangre y miraba fijamente al bombero.

-Bueno, ya pasó, si no necesitan nada más, nosotros nos vamos que tenemos que seguir con nuestro servicio. Les aconsejo que olviden todo este asunto y que traten de hablarlo tranquilamente. Que todo se puede arreglar. Y usted, vaya a casa y tómese una tila o un tranquilizante, seguro que le irá bien.

-¡¡Me cago en la puta que te parió!!

El del 14º no se podía quitar de la cabeza la imagen del bombero encima de su mujer haciéndola gozar. Se abalanzó nuevamente hacia él, pero ahora con las manos extendidas con la intención de cogerle del cuello y estrangularlo con todas sus fuerzas. Pero el bombero, que se había quitado el casco, tenía buenos reflejos y le golpeó con él en la cabeza antes de que lograra alcanzarlo. Le dio tan certeramente que el otro se desplomó sin sentido.

-Vaya hombre, lo que faltaba. A ver, avisad a la central de que manden un médico y a la policía. Este tipo es un peligro.

-Y que usted lo diga, está para que lo encierren.

F. Antolín Hernández
Agosto de 2010

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Vuelta a la normalidad

Vuelta a la normalidad. Se había acabado las vacaciones y tocaba volver a casa. No había estado mal: tres semanas de relax y tranquilidad en el campo. Menos mal que tenían eso, siempre iba bien tener a la “familia del pueblo”, eso significaba alojamiento y comida gratis. No todo el mundo se podía permitir pagarse unas vacaciones en un hotel, alquilar una casa o tener una segunda residencia en la costa o en la montaña. Además, a él le gustaba su pueblo, el contacto con la naturaleza, la comida sana, el aire puro, y ver a la familia que tenía allí, por supuesto. Eso sí, lo malo era el calor agobiante, pero bueno, peor era quedarse en la ciudad. Y a su mujer y sus hijos, tampoco les desagradaba.

Ya lo tenían todo preparado. Habían cargado el equipaje y él había planificado metódicamente la ruta que iban a seguir. No quería ir por la autovía, sabía que iban a encontrarse mucho tráfico y tenían que atravesar Madrid, lo que se podía convertir en una ratonera. Además, los viajes por carreteras secundarias les permitían ver cosas nuevas, diferentes, sitios que si no era por el viaje no iban a ver nunca. Harían un trayecto relajado, sin prisas por llegar. Cierto que iban a ir por carreteras secundarias que no sabía muy bien el estado en que se encontraban, pero tampoco tenían por qué ser malas. Con la ayuda del navegador todo iba a ir bien.

Se despidieron de la familia y salieron bien temprano antes de que amaneciera, quería aprovechar al máximo las horas previas al calor. Al mediodía pararían a comer en un pequeño pueblo que les pillaba de camino y allí pasarían las horas de máximo agobio. Estaba todo planificado.

Todo iba bien. Ya habían recorrido unos trescientos kilómetros y apenas habían tenido problemas, sólo una pequeña caravana a la entrada de un pueblo que tenía un semáforo de disuasión, de esos que se ponían en rojo según la velocidad de los vehículos. Ya habían circulado por cuatro carreteras diferentes: una nacional, dos comarcales y una local. Algunas de ellas no eran muy buenas, apenas tenían arcén, estaban algo bacheadas y una fue una sucesión interminable de curvas. Eso sí, para recorrer esa distancia habían invertido casi cinco horas. Iban algo retrasados según sus cálculos previos, pero si hubieran ido por la autovía, ahora estarían atascados en alguna de las innumerables retenciones que seguro que se estaban produciendo.

Estaban llegando al pueblo desde donde tenían que coger la siguiente carretera comarcal, se llamaba Elfin. El navegador le indicaba que en el cruce que había a la salida de la localidad, tenían que girar a la izquierda, pero había un problema: esa carretera estaba cortada por mantenimiento. Según ponía en un cartel, la Consellería de Obras Públicas de la Comunidad Autónoma, gracias a una subvención de la Comunidad Europea y el Gobierno Central, estaba adecuando el ancho de calzada en algunos tramos.

Bueno, no pasa nada, seguro que hay una ruta alternativa. Su mujer le aconsejó que volviera al pueblo y le preguntara a alguien o si no, que fuera hasta la gasolinera que habían visto a la entrada del mismo y de paso echaba gasolina por si acaso. Él se negó, teniendo el navegador no había problema, seguro que era más fiable que la gente de ese pueblo y en cuanto a la gasolinera, tenía todavía medio depósito lleno y había de sobra hasta la próxima. Además, no recordaba haber visto a nadie por las calles. Introdujo la incidencia en el aparato electrónico y éste programó la nueva ruta. Era una maravilla, alucinaba con los adelantos de la técnica. Según le indicaba, en el cruce tenía que seguir recto y a unos veinte kilómetros, desviarse a la izquierda por una pequeña carretera local que enlazaba con otra que le llevaba hasta el lugar donde tenían que haber llegado por la carretera que ahora estaba en obras. Así lo hizo, enfiló recto haciéndole caso al aparato cuando le dijo “en el siguiente cruce, siga recto”. No le dio importancia al hecho de que el navegador no le dijera la nomenclatura de la carretera.

Conforme circulaba, el paisaje se volvía más árido, los campos de árboles frutales, terrenos de cultivo y explotaciones ganaderas iban desapareciendo. Cada vez había menos presencia de actividad humana. Se estaban introduciendo en una especie de desierto. Estaban llegando al punto en que el navegador le indicaba que tenía que girar a la izquierda, le faltaba un par de kilómetros. El calor ya empezaba a ser agobiante. Encima notaba que el aire acondicionado del vehículo apenas emitía aire frío.

La voz del navegador le dijo, “en el próximo cruce gire a la izquierda… si se atreve”. Se quedó pasmado, esa voz no era la que normalmente le daba las instrucciones. Tenía otra entonación, como más pétrea, era más grave, más fría, aún, que la que normalmente emitía el aparato, era más parecida a la de los robots de las películas, sonaba menos humana. Su mujer se había dormido, entre lo temprano que se había levantado y que ella era meterse en el coche y entrarle la modorra, ya no aguantó más. Él pensó que lo mismo el aparato había tenido una pequeña pérdida de suministro energético. Pero para ese “si se atreve” no encontró explicación. Sus hijos, en el asiento de atrás, no se habían enterado de nada. Uno estaba enganchado a la Play portátil y la otra al Ipod.

Llegó al cruce y paró el vehículo, pues la carretera por donde tenía que circular se parecía poco a eso: apenas tenía asfalto, no había arcén ni señalización horizontal ni vertical de ningún tipo. Pensó que lo mismo su mujer tenía razón cuando le dijo lo de preguntar a alguien del pueblo y que era buena idea dar media vuelta y hacerle caso. Pero él era un hombre y antes muerto que preguntar a nadie. Además, si el navegado decía que era por ahí, es que era por ahí. Así que nada, se decidió y enfiló la carretera. No sabía si había sido imaginación suya, pero le pareció que el navegador emitió una especie de risita siniestra. Su mujer estaba roque y no se enteró de nada y sus hijos también empezaban a adormilarse.

El paisaje era una vasta extensión plana, sin un árbol, sin un arbusto, sin una elevación. El sol caía a plomo y no se veía nada que tuviera que ver con actividad humana. Trató de divisar si a lo lejos cambiaba algo, pero no había señales de eso. Procuró no ponerse nervioso, el navegador no se podía equivocar, era de última generación y lo había actualizado con el software 2.1 antes de irse de vacaciones. “Ha hecho bien, sigua adelante”. Pegó un respingo que le hizo dar un volantazo y perder un poco la dirección. No era posible que eso se lo hubiera dicho el navegador, seguro que se lo había imaginado. Entre el madrugón, las horas al volante y el calor, pues el aire acondicionado ya apenas funcionaba, pensó que eran cosas de su mente. Trató de controlar la situación. Ya había llegado a ese punto en que volver atrás era tan malo como seguir adelante. El último pueblo estaba a casi cincuenta kilómetros y según el navegador no faltaba mucho para la próxima carretera que le llevaría hasta el punto al que tenían que haber llegado por la carretera que ahora estaba en obras. En total era poco más de veinte kilómetros. Sin duda era mejor seguir adelante. Miró el panel del vehículo y vio asombrado como el indicador de nivel de gasolina le marcaba que estaba a punto de entrar en reserva. No era posible, en tan pocos kilómetros no podía haber gastado casi medio depósito. Seguro que el coche tenía algún problema electrónico que hacía que todos los controles fallasen. Se empecinó en comprarse un coche con todos los adelantos técnicos y electrónicos, que le facilitase la conducción y fuese cómodo y acogedor, un coche que estuviese preparado para viajes largos. Lo había llevado al concesionario antes de hacer el viaje, lo habían chequeado y todo estaba perfecto.

Empezaba a agobiarse, el calor era insoportable, pero si abría la ventanilla entraba un chorro de aire caliente que le golpeaba en la cara y le impedía respirar. El marcador de gasolina ya le indicaba que estaba en reserva. Su mujer y sus hijos estaban completamente dormidos. No los quiso despertar, mejor que siguieran así, de lo contrario iban a empezar con las quejas y los reproches y sólo le faltaba eso. Según el navegador, faltaba muy poco para acceder a la carretera comarcal. Suponía que a partir de ahí la cosa cambiaría y seguro que encontraba alguna gasolinera o lugar donde poder parar. Pero por más que miraba hacia el horizonte, no veía nada que hiciera suponer que eso iba a ser así. Pero, en ese sentido, procuraba mantenerse tranquilo, la reserva le permitiría circular, sin apurar mucho el motor, más de 50 kilómetros y seguro que para entonces ya habría encontrado algo. Aunque no podía evitar pensar que el coche había consumido mucha gasolina en poco tiempo.

La línea roja que marcaba el itinerario en el navegador dejó de verse, había desaparecido. Seguía estando el plano de situación, pero no marcaba ningún itinerario. Eso lo desconcertó, pero supuso que era porque el GPS no tenía cobertura en aquella zona. Sabía que no faltaba mucho para llegar a la carretera comarcal, tarde o temprano tenía que dar con ella. La última vez que miró el aparato, le indicaba que el camino por donde circulaba ahora daba directamente a ella, por lo que no había pérdida. Pero no le dio tiempo a llegar: el motor del coche dejó de funcionar, se había quedado sin gasolina. Pensó que no era posible, que seguro que tenía que haber alguna pérdida. En poco más de cincuenta kilómetros había gastado medio depósito y la reserva. “Te has quedado sin gasolina” dijo la voz fría y robotizada del navegador. Se asustó, no podía ser posible, pero lo había oído, estaba seguro. No sabía si se había asustado más por oírla, porque el navegador pudiera saber que se había quedado sin gasolina o porque le tutease. Pensó en despertar a su mujer y a sus hijos, pero recapacitó y creyó mejor no hacerlo, no había por qué preocuparlos. Seguro que resolvía aquello antes de que se despertasen, eran de sueño profundo. Tenía que hacer algo, no podía quedarse allí parado, no se había cruzado con nadie en todo el trayecto y no parecía que fuera un sitio muy transitado. Cogió el móvil, con la esperanza de poder llamar al servicio de emergencia, pero tampoco daba señal de cobertura. Escribió una nota avisando a su mujer de que volvía enseguida y se dispuso a caminar hasta la carretera comarcal, seguro que estaba cerca y que allí se encontraría con algún vehículo que lo auxiliase.

Empezó a caminar bajo un sol abrasador. El cielo estaba completamente despejado, no corría ni una pequeña brisa, no se veía rastro de vida: ni humana ni animal ni vegetal. Como tenían pensado parar a comer, ni siquiera había tenido la precaución de proveerse de alimentos y la botella de agua que llevaban ya hacía tiempo que se la habían bebido. Apenas había andado cinco kilómetros y ya estaba exhausto, deshidratado. Empezaba a marearse y a ver borroso. Hasta que ya no pudo más. Se sentó en el borde de la carretera y entre el calor y el cansancio, poco a poco fue dejándose vencer por una terrible somnolencia contra la que no podía luchar. De pronto recordó el nombre del último pueblo que habían dejado atrás: Elfin. “El Fin”, no era posible, aquello no podía ser posible. Sus últimos pensamientos fueron para su familia, que la había dejado dentro del vehículo con los cristales subidos bajo un sol criminal. Profundamente dormidos como estaban, se iban a cocer sin darse cuenta.

De pronto, en un último momento de lucidez, oyó como una especie de ruido parecido a un claxon. Era rítmico, de sonido cada vez más fuerte e insistente, pero perdió completamente la consciencia y dejó de oírlo.

EPILOGO:

“¡Hey! Despierta, que ya hace rato que está sonando el despertador”. Era la voz de su mujer. Abrió los ojos a la vez que gritaba “¡El Fin!”. Su mujer lo miró extrañada. “¿Qué fin? Anda espabila que se nos va a hacer tarde”. Estaba empapado en sudor. Miró a su alrededor y en vez de estar en medio de un desierto abrasador, se vio en la habitación de la casa del pueblo. Respiró aliviado.

Se prepararon para el viaje y decidió irse por la autovía. Antes de partir miró que el depósito de gasolina estuviera lleno y desconectó el navegador. Qué bueno estar de vuelta a la normalidad.

F. Antolín Hernández

Agosto de 2010