miércoles, 10 de agosto de 2011

EL HOMBRE TRANQUILO (Una historia verídica)


Está tranquilo, relajado. Por fin ha llegado el fin de semana y tiene tiempo para dedicarse, básicamente, a olvidar los problemas y agobios laborales y familiares.

Ha ido al Paseo Marítimo a correr un poco. Llegó temprano y ya ha recorrido varios kilómetros. Ha sudado y eliminado tensiones y toxinas. Se siente bien.

Es una buena mañana. No hace calor y las nubes tapan el sol dando una agradable sensación de frescor y bienestar. Decide descansar al final del Paseo, en una gran plaza desde la que se puede observar el mar. Hay algunos bancos, pero prefiere sentarse en el escalón superior de la pequeña rampa desde la que se accede a la arena.

Observa plácidamente el paisaje marino que tiene ante él. El sol pugna por abrirse paso por entre las densas nubes y aprovecha un pequeño hueco entre éstas para proyectar un intenso haz de luz sobre el agua. Es una visión realmente espectacular. Algunos veleros sen mecen placidamente al compás de las olas. Las gaviotas planean dejándose llevar por las corrientes de aire. También observa a algunas parejas que pasean cogidas de las manos por la orilla del mar.

Respira quietud, tranquilidad, relax, bienestar. Tenía ganas de un rato así, se lo merecía. Cierra los ojos y, oyendo el suave ronroneo de las olas al deshacerse en la orilla y oliendo el intenso aroma marino, se transporta a una cálida playa caribeña. Él solo, sin nadie, sin compañía. Es el rey del mundo.

De pronto, oye una especie de pequeño chasquido a sus espaldas. Ha sido muy leve, apenas perceptible, no le da importancia y sigue ensoñando con los ojos medios cerrados. Otro ruidito, y otro, y otro, y otro… Se extraña ¿Qué será eso?

Se vuelve y, asombrado, ve a unos diez o doce tipos y tipas alrededor suyo. Unos y unas de pie, otros y otras de rodillas. Dos más tirados, literalmente, en el suelo. Se mueven compulsivamente, tiene los ojos abiertos como platos, ávidos, ansiosos, lujuriosos. Se asemejan a una jauría de lobos a punto de abatir a una presa. Como si para ellos y ellas no existiera nada más, como si no pudieran dejar de concentrarse en la caza por miedo a perder el botín.

Se levanta de golpe y, mientras trata de huir, les grita: “¡Me voy a cagar en vuestra puta madre, hijos de puta! ¡Os tendrían que meter ese cacharro por el culo, cabrones! ¡Que no tenéis consideración ninguna, pedazos de maricones!

Uno de los tipos le dice algo, pero él no lo oye, otros y otras intentan disimular mirando hacia otro lado, como si la cosa no fuera con ellos o ellas. Está furioso, lleno de rabia. Con ganas cogería a uno de esos o esas gilipollas y le daría una somanta de ostias, pero son muchos, pues, como los lobos, se escudan en la seguridad del grupo y, además, algunos de ellos, la mayoría, son más corpulentos que él. Adiós tranquilidad, adiós relax. A tomar por culo la placidez y el fin de semana. Todo por culpa de una pandilla de capullos.

Los otros y las otras, mientras él se aleja mosqueadísimo, miran ávidos y ávidas, ansiosos y ansiosas el resultado de la caza. Se lo muestran unos y unas a otros y otras. Se ríen, parecen satisfechos y satisfechas, contentos y contentas. A ellos y ellas no les ha ido mal la mañana. Si es que son la leche.