lunes, 24 de diciembre de 2012


TIERRA CALMA (Años antes de los hechos)



Largo Mayo supuestamente había salido del Cerro de la Atalaya en busca de provisiones, eso es lo que le dijo a sus compañeros, pero cuando salió del campamento, sus intenciones eran muy diferentes.
El guardia de puerta le dio el alto en cuanto lo vio acercarse a la casa-cuartel y a gritos alertó al resto de la guardia. Tenía enfilado en el punto de mira de su mosquetón nada menos que a unos de los integrantes de la partida de Bernabé López. Largo Mayo se plantó a cinco metros de la puerta y levantó los brazos. Enseguida acudieron el suboficial de guardia y tres números más que también lo encañonaron con los fusiles cargados.
Largo Mayo estaba cansado. Cansado de huir, cansado de luchar, de sentirse cada vez más como un animal acosado. De pasar hambre y frío. De no poder estar con su mujer y sus hijos, de no poder dedicarse a cuidar sus tierras. Del odio, del miedo, de la desesperación, del rencor. Estaba resignado, derrotado, hundido, humillado. Estaba dejando de ser una persona para convertirse en una alimaña. En alguien sin alma, sin sentimientos. En alguien cuyo único futuro era una bala o vivir huyendo. No era nadie.
Desde que mataron a su hermano José en Charco Dulce, no había hecho más que esconderse en cuevas y refugios de pastores. Hasta que llegó a Las Loberas. Allí pasó cuatro largos y duros años. Viviendo en el monte, durmiendo en el monte, comiendo en el monte. Solo en el monte. Un animal. Menos mal que estaba cerca de Medina Sidonia y su mujer podía hacerle una visita de vez en cuando. Al principio intento acercarse él a su casa para ver a sus hijos, pero estaba constantemente vigilada y era muy arriesgado. Cuatro interminables años. Hasta que se encontró con Ordóñez y le convenció para que se uniera a la partida de Bernabé López, el Comandante Abril.
Largo Mayo luchó como miliciano y fue hecho prisionero. Su destino era el paredón. Escapó y se echó al monte. Lo acosaron y mataron a su hermano. Huyó de nuevo y sobrevivió. Era un superviviente, pero también un hombre roto. Su espíritu apenas conservaba una brizna de ardor republicano. La lucha guerrillera para él ya no tenía sentido. No tenía ni ganas, ni fuerzas, ni convicciones para empuñar de nuevo un arma, pero sabía que la manada siempre tiene más posibilidades de sobrevivir. Tenía sus dudas, a él no le había ido mal del todo durante los años que estuvo solo, entendiendo “mal del todo” simplemente como que seguía vivo, pero se unió al grupo de Bernabé.
Bernabé López Calle era una paradoja en sí: un guardia civil anarquista. Durante la guerra estuvo al mando, con el grado de comandante, de la 70ª Brigada Mixta del Ejército Popular de la CNT. Fue hecho prisionero, expulsado de la Guardia Civil, lógicamente, y sufrió prisión. A los pocos años lo dejaron libre y se decidió por empezar una nueva vida. Pero para un luchador libertario, que además fue guardia civil, eso no era posible. Le buscaban por un proceso abierto contra él por un juez militar de Valencia. No estaba dispuesto a regresar a prisión, y su hijo tampoco lo estaba a realizar el servicio militar obligatorio. Se echaron al monte y de ahí a ser declarados en rebeldía sólo medió un suspiro.
Años de lucha clandestina que se fue convirtiendo poco a poco en actos de pillaje simplemente para sobrevivir. Las convicciones políticas se iban difuminando tanto como lo hacían las posibilidades de comer cada día.
Largo Mayo admiraba a Bernabé, pero no congeniaba con el resto de la partida. El Capitán y el Caracoles apenas le hablaban, incluso lo miraban con desconfianza. Su labor dentro del grupo básicamente consistía en proveerlos de alimentos, pues sus cuatro años de supervivencia solitaria le habían convertido en todo un experto. El Comandante era sólo un hombre, uno más como muchos que habían quedado atrás, como le pasaría a él tarde o temprano. La Guardia Civil era implacable y el teniente coronel Oliete no les daba tregua. Además, para el guardia civil se convirtió en una cuestión personal atrapar a Bernabé, pues el guerrillero tuvo retenida a su esposa cuando secuestró al tío de ésta. Sólo era cuestión de tiempo.
Largo Mayo supo por medio de su mujer que el teniente coronel le había ofrecido inmunidad si se entregaba. Le había ofrecido comida caliente, dormir en un colchón al lado de su esposa. Ver todos los días a sus hijos. Salir al campo a trabajar. Sentarse a la fresca en la puerta de su casa las noches de verano y al abrigo de la chimenea las de invierno. Le había ofrecido volver a ser una persona. Le había ofrecido la vida. Cuatro años de acoso, de ser una bestia. Él ya había pagado un alto precio. El Comandante Abril sólo era un hombre. Un hombre roto, sin futuro. Largo Mayo quería futuro. Por eso se presentó aquella noche en el cuartel de Medina Sidonia.
Fue el mismo Oliete el que le recibió en su despacho, siempre custodiado por dos guardias que no dejaban de apuntarle. En los cuatro meses que Largo Mayo llevaba con la banda de Bernabé, no había participado aún en ninguna acción armada. Estaba limpio. Después de que el teniente coronel le diera garantías de que iba a quedar libre sin cargos, le explicó que no quería mancharse de sangre, que la partida guerrillera estaba planeando el secuestro de dos terratenientes. También les explicó dónde estaba el campamento.
Se preparó el dispositivo lo más rápidamente posible para que el resto de guerrilleros no se extrañase de la prolongada ausencia de Largo Mayo. Esa misma noche llegaron refuerzos y se dirigieron al Cerro de la Atalaya, ubicado en un lugar escarpado y de difícil acceso, lleno de maleza y monte bajo, pero Largo Mayo, vestido de guardia civil, les guió con eficacia, incluso les indicó donde estaban situadas las latas atadas entre sí que los guerrilleros colocaron para no ser sorprendidos.
Oliete distribuyó a sus hombres de manera que cerrasen todas las posibles escapatorias. La encerrona no podía fallar. En medio de la oscuridad y ateridos de frío, los guardias esperaron pacientes la orden de abrir fuego, aunque no sabían muy bien hacia donde y a qué. Tenían que esperar a que amaneciera para evitar matarse entre ellos. La mayoría eran hombres curtidos, rudos, luchadores veteranos contra los que se negaron a reconocer que habían perdido una guerra. Mal alimentados, mal pagados y mal considerados. Su labor era acatar órdenes, combatir y, a veces, morir. Cumplían con su deber por un salario mísero. Ellos también pasaban hambre, también sentían el frío en sus huesos, también dormían al raso la mayoría de las veces, también tenían una familia que alimentar, también morían. Luchaban en distintos bandos, pero todos peleaban contra el hambre y la miseria.
Pero entre los guardias que esperaban impacientes arrebujados en sus capotes, también había algún novato, como el guardia al que todos conocían simplemente como Nogales. Un jovencísimo y casi imberbe número recién salido del Colegio de Guardias Jóvenes. Era su primera misión armada, pero no mostraba los nervios propios de la ocasión. Sus compañeros luego se maravillaron de la sangre fría y determinación que mostró.
Estaba amaneciendo y los guardias recibieron la orden de estar preparados. Las primeras luces empezaban a mostrar las siluetas de un par de tiendas de campaña escondidas entre la maleza. Mientras la bruma se iba volviendo menos espesa, los guardias podían distinguir mejor el objetivo. La orden era esperar al estallido de algunas granadas y abrir fuego a discreción sobre el campamento. El teniente coronel fue el que lanzó la primera, luego lo hicieron dos hombres más.
Tras el primer estallido se desató el infierno.
Una lluvia de balas cayó sobre el campamento. Balas disparadas a bulto con pistolas, con fusiles, con subfusiles. No se veía nada, el humo provocado por los disparos se unía a la niebla matinal y la maleza hacía el resto. Los guerrilleros respondieron al ataque. Gritos, humo, órdenes, disparos, disparos, disparos, hacia todo y hacia nada.
Se oyeron voces procedentes de la parte sur del campamento. La luz diurna se abría paso a trompicones entre las nubes facilitando la operación. Alguien gritó que los guerrilleros estaban huyendo y el fuego se concentró en una zona concreta del campamento. Los disparos cada vez eran más esporádicos y localizados sobre un blanco determinado.
El cerco se ceñía sobre ese blanco, un solo hombre por lo que parecía ¿y los otros? En medio de la confusión inicial y al amparo de la semioscuridad, la mayoría de guerrilleros se habían escabullido. Todos menos dos. Uno estaba muerto, y el otro aún respondía a los disparos de sus acosadores. Uno, el muerto, era el Capitán, destrozado por las primeras granadas, el otro, el que resistía, era Bernabé López, que se quedó a cubrir la retirada de sus compañeros... y de su hijo.
El Comandante Abril trató de huir por una vaguada que descendía hacía una profunda garganta excavada en la roca, pero estaba rodeado y no lo consiguió. Su cuerpo rodó por la ladera y quedó tendido junto a una gran alcornoque que paró su descenso. El teniente coronel Oliete se cercioró personalmente de que estaba muerto y Largo Mayo no quiso ver el cadáver.
De los cientos de proyectiles que se dispararon, se necesitaron veintitrés para acabar con Bernabé López, el Comandante Abril. Algunos de ellos seguramente salieron del mosquetón de un joven guardia recién incorporado al que todos conocían simplemente como Nogales y que, según sus compañeros, mostró una sangre fría impropia de su edad.