sábado, 29 de junio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega IV)



Para aquella entrega se necesitaban faluchos de velas silenciosas.
Los Primeros Hijos no solían hacer de recaderos, pero la misión era arriesgada y nunca mandaban a los Segundos Hijos, a sus hijos, solos al peligro. Tampoco contrataban a gente ajena a la familia para según qué cosas. Los asuntos de los Cien Hijos eran planificados y ejecutados por los Cien Hijos.
También se necesitaban patrones con experiencia, que conocieran la costa y las aguas como la palma de sus manos. Que supieran guiarse en la oscuridad usando solamente rudimentarios elementos de navegación, y que supieran capitanear con presteza una barca arrastrada solo por la fuerza del viento. No había mejores patrones a vela que Omar y su gemelo Magek. "Omag", como los llamaban a menudo uniendo sus dos nombres. Porque eran dos, pero parecían uno. Ni ellos se reconocían cuando se miraban en un espejo.
"Omag" eran los clásicos gemelos que se divertían cambiándose la identidad cuando eran niños y que se enamoraban de la misma mujer cuando eran adolescentes. De adultos, los dos tenían la misma carencia de escrúpulos. Eran hijos de Izem, puros leones: altos, de anchas espaldas y fuertes brazos. Vestían al estilo occidental, siempre de negro. Cuando recorrían los oscuros callejones parecían dos sombras, o tal vez que uno de ellos era la sombra del otro.
Cuando “Omag” se encargaba de algún asunto significaba que la cosa iba muy en serio. Ellos fueron los asignados por la Asamblea para concretar los términos del acuerdo comercial con los cuatro sicilianos. En el momento de la reunión, a los italianos, que llegaron en un lujoso yate y apenas llevaban en la ciudad dos días, no se les ocurrió otra cosa que presentar sus credenciales depositando sobre la mesa de negociación sus armas. Los cuatro eran delgados, de mirada turbia, de hundidos pómulos, patibularios y de tez morena, pero sus almas eran más negras todavía. En Sicilia estaban acostumbrados a cerrar negocios usando el potencial intimidatorio de su músculo, pero no estaban en Sicilia. A la mañana siguiente, sus cuatro cabezas adornaban el mástil del lujoso yate en el que habían llegado. La advertencia funcionó, por eso el capo americano entendió que era mejor avenirse a las condiciones antes que liarse a  tiros con las sombras en callejones oscuros. En unas callejuelas con mil ojos, todos enemigos, y rodeados de nativos sin rostro enfundados en túnicas y chilabas. El pastel era grande, había para todos.  
Los gemelos fueron los encargados de capitanear los faluchos emboscados por los franceses. Con Omar iban su hijo Akensus, su primogénito. A sus veintitrés años ya era un marinero experto, llevaba desde los ocho navegando con su padre y estaba listo para ser patrón, para tener su propio barco. Un Hijo necesitaba ganarse un barco, y Akensus estaba a punto de conseguirlo. Omar lo dejaba patronear y pronto demostró sus dotes. Sabía mantener el rumbo guiándose solamente con las estrellas, negociaba las olas con maestría, daba órdenes con templanza, conocía todas las corrientes del Estrecho. Y rechazaba ataques piratas como nadie. Los otros marineros eran Amalu, hijo de su primo Saden; Usaden, hijo de su prima Tlate; y Buna, hijo de su hermana Tinwurgh. Con Magek iban su hijo Tinerfe; Amenzu, hijo de Tiwul; Intidet, hijo de Amanar; y Ikken, hijo de Tlafulki. Murieron cinco leones, dos halcones y dos zorros.     
Omar logró deshacerse de su pesada ropa mientras se hundía, se aferró a un tablón a la deriva, y a pesar de las quemaduras que sufrió en la mitad de su cuerpo y de no poder quitarse de la cabeza la imagen atroz de su hijo despedazado por el proyectil, logró mantenerse lo suficientemente lúcido y consciente como para poder mantenerse a flote. Las patrulleras francesas hicieron varias pasadas en busca de algún posible superviviente, pero sus focos no supieron alumbrar el tablón al que se agarraba. No podía luchar contra el oleaje, pero sabía que la corriente de marea lo arrastraría hacia el Mediterráneo, no al revés. De ser así, se podía dar por perdido para siempre. Cuando amaneciera esperaba que la bruma le permitiera divisar la costa a ambos lados y saber hacía dónde dirigirse. Si no lo encontraban antes los Cien Hijos, que siempre desplegaban algunos de sus barcos pesqueros como apoyo por si algo salía mal. En cuanto comprobaron que los dos faluchos de los gemelos no llegaron a puerto a la hora acordada, se inició la búsqueda. Sabían el lugar de encuentro. No tenían ninguna esperanza de encontrar a algún superviviente en alta mar, pero su hermano Azellay dio con él trece horas después por el simple procedimiento de seguir la dirección de la corriente. Cuando vieron a alguien aferrado a un trozo de madera, sabían que era uno de los suyos, pero no quién. Apoyaba la cara al tablón por el lado izquierdo, el que no tenía quemado, y sólo le veían el lado derecho, totalmente desfigurado. Solo cuando lo izaron a bordo lo reconocieron. Las quemaduras no eran profundas, pero sí lo suficientemente importantes como para que le desfigurara completamente medio rostro.  Omar estaba exhausto por intentar luchar contra el mar que empecinadamente lo arrastraba hacia la costa española. Tuvieron que subirlo a bordo agarrado aún al tablón. Estaba tan fuertemente sujeto a él que no pudieron deshacer el abrazo hasta que unos tragos de agua lograron que recobrara un poco de lucidez.             
“Omag” se disolvió aquella negra y aciaga noche, una de sus dos partes acabó en el fondo del mar. Omar regresó solo, pero Magek era la sombra que siempre lo acompañaba. Desde el mismo momento en que el león entró en la ciudad, en su mente sólo había instalada una idea: encontrar al responsable de la muerte de su hijo, de su hermano y de ocho de sus sobrinos. Además, le prometió a su padre, al anciano Izem, el León, que pondría la cabeza de Reijó a sus pies.
Omar se convirtió en la persona más peligrosa de Tánger.        
Pero los dos marineros franceses que acababan de salir de un antro con pasos vacilantes, todavía no lo sabían.
Cada uno agarraba con una mano una botella de güisqui barato medio vacía, y con la otra la cintura de una mujer. Cuando entraron al local, aún con las luces del atardecer tiñéndolo todo de rojo, y a pesar de tener la mente embotada por el alcohol, sabían más o menos dónde estaban, cerca del puerto, sin duda, pero cuando salieron ya no estaban tan seguros. El licor en la sangre y el calentón en sus pollas, no les hizo ser muy consciente de hacía dónde los llevaban.
Eran prostitutas, pero ellos, con todo su ardor juvenil, no cayeron en el detalle. No había nada en su aspecto y modales que lo indicara, y en ningún momento les hablaron de dinero, simplemente el alcohol les hizo creer que sus irresistibles encantos masculinos les iban ayudar a cobrarse dos jugosas piezas. Por fin podían empezar a decir aquello de “una novia en cada puerto”.
Las dos mujeres reían y besaban a los marineros. Eran bellas, de tez morena, suaves y gruesos labios, y frondosa cabellera negra. De grandes y hermosos ojos también negros. De cuerpos exuberantes. Demasiada suerte para dos simples marineros. Se dejaban tocar las tetas y el culo, y ellas agarraban con sus manos las partes sexuales de los muchachos. Dos jóvenes casi imberbes y todavía con rastro de acné viviendo la aventura de su vida. La aventura más apasionante que iban a vivir nunca. Habían abandonado su patria seis meses atrás despedidos con lágrimas maternas y muchas promesas a novias con el corazón roto, pero ellos de quién menos se acordaban en aquellos momentos era de sus madres y de las promesas emitidas en vano. Sólo tenían pensamiento en sus órganos viriles. Potentes y deseosos de guerra.
Entre risas, carantoñas y tragos a las botellas, sin darse cuenta, se introdujeron en un intrincado e interminable laberinto de callejuelas. Si hubieran estado sobrios, habrían percibido como el silencio solo era roto por los postigos de puertas y ventanas que se cerraban tras ellos. Enrevesadas y estrechas callejuelas que subían y bajaban, que giraban a izquierda y derecha o viceversa. Callejones estrechos y serpenteantes. Recovecos formados por casas apiñadas sin ningún orden. Sinuosos pasadizo que conducían a todos los sitios o a ninguno. 
Acabaron en el callejón más solitario y oscuro de la ciudad de los callejones solitarios y oscuros.
Ellas chapurreaban el francés lo suficiente como para entenderse en lo básico, pero lo que más repetían era “mon amour” y “donnez-moi un baiser”.  Ellos reían y bromeaban. Uno arrojó con rabia la botella al suelo, que estalló hecha añicos, al comprobar que había apurado la última gota. Las mujeres se detuvieron de repente y empujaron a los dos salidos marineros hacia la pared. Una se abalanzó sobre su víctima y empezó a besarle compulsivamente y a restregar sus voluptuosos senos contra el pecho y la cara del muchacho, que se estaba quedando sin respiración, pero no le importaba.
La otra se colocó contra la pared y atrajo hacía sí a su acompañante. Se abrió de piernas, agarró con fuerza el culo del joven y lo empujó hacia su entrepierna. Notó la polla que buscaba ávida ser restregada contra su coño. Ella la satisfizo y se subió el vestido, liberó el miembro de la opresión de los pantalones y se lo introdujo en su nada húmeda vagina. El marinero estaba desbocado y le empujaba con fuerza contra la pared. Con cada embestida golpeaba con su cabeza la de ella, que a la vez chocaba contra el adobe. La irregularidad de la superficie hacía que la espalda se arañase y el vestido se resquebrajase. Menos mal que el servicio estaba muy bien pagado. Cien dólares por pieza.
El otro joven y jadeante marinero, no paraba de emitir hondos gemidos cada vez que la puta succionaba su pene con fuerza. Qué placer, qué satisfacción. Qué gran historia para contar y lo importante que se iba a sentir cuando en Auzon, su pequeñito pueblo, narrase sus aventuras marinas. Nunca había pasado de besos inocentes y caricias a escondidas. Como mucho, había acariciado los pechos de su novia. Cogía con fuerza la cabeza de la mujer y la empujaba hasta casi hacerla atragantarse. Notaba la polla tiesa dentro de la boca de ella, como su lengua le lamía el glande. Estaba en éxtasis, como lo estuvo cuando su certero disparo hizo volar uno de los faluchos contrabandistas. Él estaba convencido de que todo se debió a un simple capricho del oleaje, al vaivén de las olas que hizo que la barca se pusiera justo en medio de la trayectoria del obús, pero no lo iba a decir, claro. Todos le felicitaron. Sí, su etapa de servicio militar estaba siendo de los más apasionante. En cuanto pudiera se iba a tatuar en el brazo el nombre del barco en el que servía: HMS Aconite.
Mientras, a apenas unos metros más allá, su compañero, el marinero de primera Claude Bertrand, estaba dando buena cuenta de lo que él creía su conquista. La mujer, a pesar de la brusquedad del ataque, apenas emitía un gemido. Si estaba gozando tenía una manera muy poco apasionada de demostrarlo, pero a Claude le importaba poco, tampoco había caído en el detalle. Él solo estaba pendiente de meter y sacar su polla en el coño de la mujer. También de su teta derecha, que se había desparramado fuera del sujetador cuando él le bajó la tira del hombro. Se echaba para atrás lo suficiente como para poder ver el espectáculo del seno danzando al compás de los envites. Estaba excitadísimo y borracho, no era consciente de nada más. Sólo pensaba en follar. En que no se estaba haciendo una paja en el retrete rodeado de veinte marineros que esperaban que acabase para hacer lo mismo. No estaba mirando una revista, no se estaba imaginando que estaba con su novia en un solitario banco de la Rúe Chatillon. Estaba follando de verdad, a una mujer de bandera, más alta que él, voluptuosa, de grandes pechos, gran culo y grandes piernas, en un rincón oscuro de un callejón perdido en una ciudad norteafricana. En un callejón en el que ni los gatos se atrevían a entrar porque estaba vigilado por halcones, controlado por zorros y defendido por leones, pero ellos eso tampoco lo sabían. En un callejón en el que follar no salía gratis. En un callejón cuyos dueños eran las sombras.
Y una de ellas fue lo que surgió de la penumbra.
No destacaba por tener un contorno más claro que la oscuridad, sino precisamente porque aún era más oscura.
Una sombra no hace ruido, se desliza suavemente.
Una sombra necesita algo que la proyecte para hacerse forma.
Las dos mujeres, que sí estaban pendientes de las sombras, percibieron la presencia. Dejaron a sus amantes con los pantalones bajados y las pollas tiesas y rápidamente se escabulleron en la penumbra, dos segundos tardaron los atónitos franceses en perderlas de vista. No entendían nada.
Tampoco sabían qué era lo que tenían delante de ellos. Era alguien, porque por los vahos que surgían de sus fosas nasales, sabían que respiraba. El que estaba más cerca de la siniestra figura, trató de decir algo, pero la primera sílaba se le congeló antes de ser acabada cuando notó un frío y penetrante acero en sus entrañas. Un acero que se retorcía y le estaba destrozando por dentro. Trató de agarrar la afilada hoja, pero lo único que consiguió fue desgarrarse las manos. No podía emitir ni un gemido. Tener una gumia rotando dentro del estómago no era lo mismo que tener la polla dentro de un coño. Mientas moría, bajo un sombrero de ala ancha, pudo distinguir la cara de quien lo estaba matando. Sólo veía su lado derecho. Estaba viendo el rostro de la muerte.
El otro joven, aún con el pantalón bajado, el pene ya flácido y la boca abierta, tardó en reaccionar. Estaba borracho, desconcertado, y la oscuridad le impedía saber realmente qué estaba pasando. Cuando vio a su compañero desplomarse intentando agarrarse las vísceras y a la sombra acercarse a él con una sangrante hoja de acero en la mano, que en la penumbra emitía amenazadores destellos, trató de subirse el pantalón y echar a correr. Pero cuando no se ve nada, cuando se está ciego, una sombra siempre es más rápida. Tropezó y trató de levantarse cuando notó un peso sobre su espalda que lo aplastaba contra el suelo. También notó como una mano lo agarró por la barbilla y le hizo levantar la cabeza lo justo para que debajo de su cuello notara el gélido y letal tacto de la gumia. El acero se deslizaba lentamente, abriéndole un suave tajo conforme el filo se desplazaba, pero que se convertía en profundo cuando le tocaba el turno al final de la hoja curva. Sentía como le manaba la sangre y se le ahogaba el grito que quería emitir. Su garganta se convirtió en un incontenible surtidor de rojo y viscoso líquido que estaba formando un pequeño reguero en el suelo. La sombra se levantó, y ya no estaba, desapareció.
El marinero que tenía muchas cosas que contar, nunca sería recibido en Auzon por las lágrimas maternas, ni nunca se podría tatuar en su brazo el nombre del buque en el que había servido.
El león no podía borrar muchas cosas de su cabeza, como la imagen de su hijo destrozado. Tampoco las letras que vio en la quilla de la mole gris que surgió de entre la bruma y la lluvia. Aquellas letras formaban el nombre: HMS Aconite.


viernes, 14 de junio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega III)





El sol se resistía a acabar el día, y la bruma ya se filtraba por los callejones de la medina. Avanzaba lentamente, escrutando cada recoveco, cada esquina, cada callejón antes de aposentarse. La noche se estaba adueñando de la ciudad. Le estaba quitando el color vivo e intenso que irradiaba cuando era iluminada por la luz mediterránea de la mañana y atlántica del atardecer.
Las luces artificiales de miles de bombillas suplían la falta de luz natural en una zona de la ciudad, en la de los bulevares, en los barrios modernos, en las terrazas de los hoteles, en las zonas residenciales, pero en Tánger no todo era luz. También había sombras. Las que eran estáticas y las que cobraban vida, las peligrosas.
 En alguna lujosa mansión del Marchán, algún millonario excéntrico o actor famoso, estaría celebrando una fiesta sin motivo alguno, simplemente porque le apetecía. Un grupo de europeos y americanos aburridos de su monotonía patria, bebería güisqui escocés, y fumaría kifi como si fuera lo más aventurero que habían hecho en su vida. Hablarían de cosas banales con grandes aspavientos de sus bronceados cuerpos y sus finas manos. Disfrutarían de vistas a toda la ciudad y el mar. No cerrarían ningún negocio, ni llegarían a ningún acuerdo, tampoco se acordarían de nada al día siguiente, en el que celebrarían otra fiesta en la lujosa mansión de otro millonario excéntrico o actor famoso.
Pero en casa de Ahuskay, hijo de Abarey, situada en lo más alto de la Casbah, dominando la ciudad al sur, el puerto al este y el Estrecho al norte, se bebía té, se fumaba kifi con la solemnidad requerida, se hablaba de cosas importantes sin mover un solo músculo. En una habitación sin ventanas, ajenos a la vista de todos. Se cerraban negocios, se llegaba a acuerdos y lo que allí se decía se recordaba toda la vida, por la cuenta que traía.
 Ahuskay simplemente era un humilde tejedor que apenas se ganaba la vida con los hilos y las agujas, pero era un zorro de pelo negro como el azabache.
Los dos hombres que habían entrado en su casa eran europeos. Se les ofreció té, pero no kifi. También se les ofreció un asiento para que estuvieran cómodos, pero aún así uno de ellos estaba bastante tenso, no así el otro. Uno, vestía un traje cortado a medida; el otro, un pantalón con los bajos deshilachados y una americana sucia elegida de entre un montón de ropa amontonada en cualquier puesto del zoco. Uno olía a perfume caro; el otro, a vino, orín y sudor rancio. Uno parecía educado y tenía ademanes elegantes. El otro era grosero y de movimientos bastos. Los tres hombres se comunicaban en español. Uno de los invitados lo hablaba lentamente y con un pronunciado acento francés. El otro lo hacía fluidamente, pero costaba entenderle algunas frases. Su marcado acento gallego a veces era incomprensible para Ahuskay, que hablaba cuatro idiomas, entre ellos un español perfecto, sin apenas acento árabe. Uno de los dos hombres se llamaba Philip de Bressons. El otro, Casimiro Páez.
 Estaban los tres solos, el león Omar también quería estar presente, pero su primo Ahuskay lo convenció de que aquella reunión era para un zorro. Estaban en la Casbah, en un recinto amurallado dentro de otro recinto amurallado, donde todas las puertas de acceso y salida estaban controladas por los Cien Hijos. Nadie entraba o salía de la medina sin que ellos lo supieran. Entraba todo el que quisiera, pero no todos los que entraban salían. Aquello ya de por sí era un pensamiento muy perturbador para los dos europeos, sólo les hubiera faltado la presencia de Caraquemada. Ahuskay les había dado garantías de que entrarían y saldrían sin ningún problema, y la palabra de un Primer Hijo se convertía en sentencia suprema en cuanto era emitida. Ahuskay era un Primer Hijo, también lo era Omar, como seis de sus hermanos y diez de sus primos. Eran los hijos de los Tres Patriarcas. Los Primeros Hijos, que fueron disminuyendo en número conforme las enfermedades o malos encuentros se los llevaron con el Profeta. Sus cuatro hermanas y nueve primas también eran Primeras Hijas, pero sus funciones se ceñían exclusivamente a cohesionar el ámbito doméstico. Ellos controlaban y mantenían un férreo control en la ciudad vieja y en el puerto, pero ellas los controlaban a ellos.
Ahuskay, mientras servía té a sus invitados, los observaba detenidamente. Primero a uno, luego, al otro. Uno era miembro de la Junta del Lycée, pero antes de la anexión había sido uno de los encargados de los asuntos de seguridad ciudadana de la Comisión Internacional que administraba la ciudad. El otro era un comerciante español que se resistía a reconocer que sus días de gloria habían acabado y se sentía pegado literalmente a la ciudad, pero antes había sido un fiel falangista que había trabajado con Reijó. Primero en el servicio de seguridad de la Falange, después como socio de negocios esporádicos.
Los dos, de una manera u otra, les podían dar información sobre Alfredo Reijó.
Uno accedió con galantería a lo que eufemísticamente se podía considerar una invitación cuando lo encontraron en la terraza del Café París en el Boulevard Pasteur. Se limitó a apurar el trago de güisqui y limpiarse la boca dándose suaves golpecitos con una servilleta de papel. Le pidió a su hermoso acompañante que lo disculpara, y que lo esperase en la habitación ciento uno del Hotel Minzah, no tardaría mucho. Al otro tuvieron que insistirle un poco. Al principio era reacio, pero cuando los leones Afalkay y Azayku posaron la mano en la empuñadura de las gumias, se convenció enseguida de que tenía que hacerle una visita al pariente de los mensajeros.
La despreocupación de uno y la reticencia del otro, sin duda se debían a que Philip de Bressons era un personaje público con inmunidad casi diplomática, y se sabía seguro. A Casimiro Páez lo encontraron en un tugurio del puerto, medio borracho. Con manchas de licor en la americana y de orines en los pantalones. Malgastando su maltrecho capital en putas viejas y raquíticas.
El francés se bebió el té en pequeños sorbitos, el español apenas lo probó por no hacerle un feo al anfitrión. En realidad odiaba aquel brebaje asqueroso. Nunca, en los veintidós años que llevaba en la ciudad, había sido capaz de beberse una taza entera, aunque a veces le iba poco menos que la vida en ello.
Ahuskay no quería perder el tiempo, los dos extranjeros sabían a lo que habían ido y no les gustaba su presencia. El uno, por petulante, el otro, por guarro. Cuanto antes acabaran mejor. Les preguntó directamente sobre todo lo que sabían de Alfredo Reijó. Los Cien Hijos ya sabían muchas cosas de su antiguo socio. Nunca se metían en negocios de aquel calibre sin estar muy seguros y saberlo todo de sus asociados. Sabían muchas cosas de su pasado, pero lo que les interesaba era su presente. ¿Dónde estaba o podía estar? Sabía que uno de ellos, en el caso de que lo supiera, lo diría al instante. El otro, si lo sabía, no lo iba a decir en una conversación con una taza de té de por medio, siendo el huésped.
El español se mostró solícito, con su lenguaje brusco le contó al zorro sus peripecias junto a Reijó cuando veinte años atrás los dos eran jóvenes falangistas que se hacían pasar por comerciantes, pero cuya verdadera misión era controlar a los republicanos españoles refugiados bajo el amparo de la Ciudad Internacional. Aquello ya lo sabían los Cien Hijos. Contó que algunas veces había hecho negocios a medias con Reijó para abastecer a los comerciantes canarios. También lo sabían los Cien Hijos, y media ciudad. Contó que la última vez que lo vio fue cuando, apenas seis días atrás, se lo encontró de casualidad en el Zoco Chico y se tomaron una par de cervezas para recordar viejos tiempos. Por supuesto, los Cien Hijos lo sabían, por eso el desaliñado estaba en la sala sin ventana acogido por la hospitalidad de Ahuskay. Pero lo que no sabían era de qué habían hablado los dos compatriotas. De política, de vino, del fin del sueño de Tánger, de mujeres, de toros, de fútbol, pero nada del futuro inmediato. Reijó no dijo ni una palabra de lo que tenía pensado hacer ni siquiera el día siguiente, menos, si tenía algún plan en ciernes en la ciudad o lejos de ella. Como ya se imaginaban los Ahmed, no le iba a contar a un viejo borracho, mientras tomaba una cerveza en la terraza de un bar, que tenía pensado traicionar a los Cien Hijos. Pero Ahuskay quería oírselo decir delante del francés, que no podía evitar emitir suaves bostezo mientras escuchaba el monólogo del español, como si todo aquello le aburriera enormemente. Casimiro, de vez en cuando miraba al apolíneo Philip de Bressons de reojo. Las gotas de sudor que resbalaban por su calva, por su grasienta papada, por el pecho. Las manos que apenas podían posarse serenas en sus rodillas. Los grueso labios, que temblaban compulsivamente, también era lenguaje, no del hablado, pero que decía muchas cosas. Casimiro tenía miedo, de lo que decía y de lo que no decía.
Los Ahmed estaban entrevistando a todos los que, de una manera u otra, tenían o habían tenido alguna relación con Reijó. El seboso español era uno más de muchos. A algunos se les daba cierta inmunidad, a otros, ninguna. Aunque aquello también dependía de cuál de los Cien Hijos se encargaba de recabar la información. Los leones fueron los que más perdieron en la emboscada francesa. Omar perdió a su hermano gemelo y a uno de sus hijos, además de media cara. La Asamblea de los Primeros había tenido que pedirle a Omar que dejara la labor de búsqueda a los zorros o a los halcones. Ninguno de sus entrevistados acababa con vida. Pero Omar ya no era Omar, era su sombra.
  Los Cien Hijos tenían que ir atando cabos para tener, al menos, uno para desenredar la madeja. Para lo cual había que tener paciencia, pero Omar quemaba los cabos.
Philip de Bressons, esperó impaciente, pero educadamente, a que el español acabara de hablar. Intentó mostrar su desolación por la muerte de los Ahmed, pero según parecía, no acababa de entender qué hacía en aquella casa, pues él apenas conocía a Reijó. Sentía mucho lo que pasó, pero su país y sus compatriotas estaban siendo agredidos por los terroristas argelinos. Él no formaba parte del juego, no tenía ninguna función política ni diplomática, sólo cultural, por lo que no se explicaba la invitación para tomar té en casa de Ahuskay, aunque estaba encantado, por supuesto. Aunque aquello no era motivo para que no supiera ciertas cosas, entre ellas que los Cien Hijos proveían de armas a los argelinos. El juego era el juego, tanto el comercial, legal o ilegal, como el político, y lo Ahmed estaban jugando fuerte. Aquella guerra silenciosa tenía sus consecuencias. Ya no se trataba de transportar cajetillas de tabaco, sino armas que servían para matar a ciudadanos franceses. Su país estaba siendo agredido y tenía que defenderse.
Philip hablaba muy pausadamente, con mucha tranquilidad, y a veces más en francés que en español, lo que no era un problema para Ahuskay, pero sí para el sudoroso Casimiro. Philip se mostró arrogante y petulante al principio. Se mostró arrogante y engreído durante la conversación; y luego, cuando se despidió, se mostró arrogante y orgulloso.
Marruecos todavía no había metido completamente las zarpas en su nueva y flamante provincia, y los Cien Hijos tenían que adaptarse rápidamente a los nuevos tiempos. Todos decían que las cosas iban a cambiar mucho cuando Mohamed V, que de Sultán había pasado a Rey, acabara por hacerse totalmente con el control de la ciudad. Ya había pasado la mejor época, la efervescencia tangerina se estaba apagando como el champán que pierde poco a poco sus burbujas. Las sociedades mercantiles y entidades financieras, casi huían de la ciudad, el contrabando de mercancías estaba desapareciendo, pero los Cien Hijos lo tenían todo controlado.
El francés arrogante también creía que lo tenía todo controlado.
En la Ciudad Internacional había sido el representante francés en la Comisión Internacional de Seguridad Ciudadana. Aquella comisión tenía que velar por la seguridad en la ciudad, y en la zona moderna lo conseguía, pero en la ciudad de los recovecos y las sombras no hacían ninguna falta, no había lugar más seguro en Tánger… durante el día. A los miembros de la Comisión Internacional de Seguridad Ciudadana, se les encargó la coordinación de la policía, pero también que se vigilasen entre ellos. En realidad aquella era su verdadera misión. Los franceses e ingleses se espiaban mutuamente, y después de las reuniones se iban de copas a los bulevares. Los españoles procuraban no molestar mucho. Era el juego en el que los Ahmed no participaban, pero no quería decir que no conocieran a los jugadores. El arrogante francés actualmente tenía un puesto en la Junta del Lycée Français, y era un personaje muy conocido en la ciudad. En la que se movía de día y en la que se estremecía de noche. También se dedicaba al juego político y los Cien Hijos lo sabían, como sabían que los franceses habían ayudado a Reijó a huir. Les hizo un favor, que le devolvieron con otro. Philip de Bressons era una de las personas que podía saber algo. Era otro hilo de la madeja.
El zorro tenía sentado en sus cojines a alguien a quién le había ofrecido té, a alguien a quien le había ofrecido hospitalidad, por lo tanto inmunidad, pero que era francés. A alguien que servía a la misma bandera que ondeaba en los buques de guerra que hundieron sus faluchos y mataron a nueve de los suyos, y muy posiblemente había formado parte de la operación. Eran tres embarcaciones de guerra contra dos frágiles naves de madera de apenas dieciocho metros de eslora. Llevaban armas en las bodegas, pero ninguna dispuesta a ser utilizada si eran sorprendidos. Sabían que no tendrían opción y que era mejor levantar los brazos desarmados antes que sujetando un inútil fusil. Ser interceptados, e incluso detenidos, formaba parte del juego, pero los buques franceses habían elevado la apuesta, ni siquiera les advirtieron. Surgieron de la nada y hundieron a cañonazos las lanchas contrabandistas, con todos sus tripulantes a bordo. Sólo regresó la sombra de Omar. Los franceses querían una lección ejemplar. Los Cien Hijos también.
En aquellos momentos al zorro le habría gustado convertirse en león.
El francés arrogante se mostraba arrogante a pesar, y a causa, de que sabía que a los Cien Hijos no se les engañaba. Por mucho que intentara usar el disfraz de ciudadano francés de buenos modales y con un inocente puesto de miembro de la junta de una entidad cultural, era consciente de que en una sociedad tan pequeña y cerrada, los secretos circulaban a voces.
El zorro quería sacar las garras, pero no podía. Por supuesto que Ahuskay, igual que sabía que al español se le entendería todo, incluso lo que no decía, también sabía que al francés sería difícil pillarle en un renuncio. Era un buen jugador. Si alguno de los Ahmed tenía la más mínima esperanza de que Philip de Bressons iba a tener un resquicio de fragilidad por donde empezar a resquebrajar el muro, se había equivocado totalmente. El zorro sólo quería tantearlo, hablar personalmente con él, mirarle a los ojos mientras lo hacia y estudiar sus puntos débiles. Ya había descubierto uno y lo iba a utilizar. Philip de Bressons era casi intocable por su condición social y pública, pero aquella no iba a ser la última entrevista con él, y en las siguientes no habría tazas de té por el medio. 
 Lo último que dijo el petulante francés antes de abandonar la casa de Ahuskay fue: “nunca encontraran a Reijó, al menos, vivo”. El zorro no entendió porqué lo dijo. Durante toda la entrevista quiso dejar claro que no se dedicaba a aquellos asuntos, que no sabía muy bien quién era Reijó, ni mucho menos sabía nada de la emboscada. Quizás fue un inevitable impulso de soberbia.      
En realidad fue lo último que dijo el arrogante Philip de Bressons en su vida. Nada más cruzar la muralla por la Bab Casbah, dos tipos embozados en las capuchas encendieron un fanal. Un coche desbocado y sin luces, surgido de la oscuridad y conducido por una sombra, pasó por encima del flamante traje del francés varias veces, y él estaba dentro.
 Para desenredar la madeja se necesitaba paciencia, era algo que sabía un tejedor como Ahuskay, pero Omar no era tejedor. Era un león
Era una sombra más negra que el pelo negro azabache de los zorros.

martes, 11 de junio de 2013

LOS CIEN HIJOS (ENTREGA II)




En la pequeña y silenciosa sala el ambiente era lúgubre. Apenas estaba alumbrada por la poca luz que penetraba por una especie de respiradero situado en la parte alta de una de las paredes. En el interior estaba situado a más de dos metros de altura, pero en el exterior a apenas pocos centímetros del suelo. También tenía que servir para renovar el aire, pero el denso humo del interior formaba una especie de escudo imposible de penetrar o disolver. Ni entraba aire fresco ni salía aire cargado y viciado.
El salitre y la humedad cubrían las paredes y el suelo, incluso formaba pequeños charcos. El hombre que estaba sentando en una silla de madera con respaldo alto, reposaba los pies desnudos en uno de aquellos charcos… y tenía las manos fuertemente trabadas con tiras de cuero detrás del respaldo. También tenía el rostro tumefacto, la nariz rota, una oreja cortada, todo el cuerpo lleno de la sangre que le manaba de las heridas y una mirada suplicante. El charco bajo sus pies era rojo.
Se lo habían preguntado mil veces, y mil veces había respondido lo mismo: “No lo sé, piedad”.
Le hubiera gustado saberlo, le hubiera gustado tener una respuesta que contentara a sus captores para así haberse ahorrado todos los golpes que vinieron después del primero. Le hubiera gustado saber dónde estaba Alfredo Reijó, pero no lo sabía.
Lo que sí sabía Hasid Muelian era que tenía todos los números para que los peces del puerto se dieran un festín con su exiguo y maltrecho cuerpo.
Maldito español.
La última vez que lo vio fue sentado en la terraza del café España con una copa de brandy en la mano y un puro en la boca. Estaba acompañado por otro hombre, pero no pudo distinguir bien de quién se trataba, le daba la espalda y no le pudo ver el rostro. De aquello ya hacía más de una semana, desde entonces no había vuelto a saber nada más de él, pero los Cien Hijos se habían empeñado en que no era cierto.
Hasid era perro viejo, por edad y por experiencia. En aquella ciudad y en el ambiente por el que se movía, tenía que serlo. La medina era su hábitat y apenas traspasaba las murallas. La ciudad nueva, la pretenciosamente europea, no era su ciudad. Los negocios que a él le interesaban no se escribían en contratos firmados en lujosas mansiones. Los que le permitían ganarse la vida no estaban escritos, se sellaban con un apretón de manos, y en El Zoco Chico, donde se hablaban mil idiomas y dialectos, se apretaban muchas manos. Aquel sitio era el alma de Tánger, un espacio lleno de color, olor y sonidos. Fletes clandestinos, abordajes en alta mar, transacciones en todas las monedas de curso legal, desembarcos nocturnos, secretos de espías, agentes, expatriados y apátridas que participaban en el juego político, todo pasaba por el Zoco Chico.  
Hasid se conocía como la palma de su mano toda la ciudad vieja, todos y cada uno de sus calles, callejones, patios, recovecos y esquinas. Todos los bares, cafés, antros y tugurios, y nunca se metía en sitios que no tuvieran más de una salida, pero aquella sala húmeda, llena de moho, sólo tenía una, y conducía directamente a la muerte.
Él no negociaba, no cerraba tratos, no comerciaba, no traficaba y no se sentaba a la misma mesa con los que sí lo hacían. Solo miraba, observaba, escuchaba y cobraba por la información. Tenía mucha, le sobraba. Los Cien Hijos podían preguntarle muchas cosas y para todas tendría respuestas, pero no sabía dónde se había metido Alfredo Reijó, el comerciante, o tratante, o contrabandista, o falangista español. Para aquello no tenía respuesta. Por eso estaba en aquella sala, sentado en aquella silla, porque tenía respuesta para todo, pero, maldita sea, no para aquello. La única que tenía, la verdadera, ya la había dado incluso antes de ser golpeado. Le salió a borbotones, lo escupió en cuanto los dos Ahmed surgieron de la oscuridad de aquel callejón de la medina y le agarraron uno por cada brazo. Ni siquiera les dio tiempo a preguntarle nada. Lo dijo una y mil veces: “El español ha huido ayudado por los franceses”. Pero su espontaneidad no fue suficiente, sus sollozos no fueron suficientes. Los Cien Hijos querían más, siempre querían más. Desde el hundimiento de dos de sus faluchos y la muerte de varios de ellos, eran insaciables. El español los había traicionado y querían encontrarlo. Por supuesto, en la medina se hablaba de ello, siempre en susurros y disimulando cuando alguien pasaba cerca. En las plazas y en las callejuelas. En los bares y en las mezquitas, sinagogas e iglesias. Nadie sabía nada, sólo lo que todo el mundo sabía, también los Ahmed: "El español ha huido ayudado por los franceses".      
Los dos Ahmed, lo dejaron sin sentido, y cuando despertó estaba sentado en aquella silla con las manos sujetas al respaldo. Era consciente de la situación. Tanto que el pequeño charco a sus pies, antes de ser rojo, no era sólo del agua de la humedad, sino también de sus orines.
Empezaron con golpes en la cara dados con la palma de la mano. Él gimoteaba. Pasaron a darlos con los puños cerrados. Él gritaba. Le golpearon con una dura y larga cinta de cuero. Él suplicaba. Desenvainaron una gumia, y cuando le cortaron la oreja, dio alaridos. Pero seguía sin saber dónde estaba el español. Por mucho que se empeñaran no podían hacer volver a su memoria algo que nunca había estado.
Los Cien Hijos eran magnánimos con los colaboradores, esplendidos con los que les eran fieles, generosos con los desfavorecidos, pero letales con los que no les servían bien, y Hasid sabía que no les estaba siendo de ninguna ayuda. Ellos le habían ayudado infinidad de veces, siempre a cambio de algo, más de una vez  lo sacaron de un aprieto e, incluso, había hecho algún trabajo para ellos. Poca cosa, como la vigilancia y seguimiento de los marselleses que quisieron tantear el terreno y acabaron engrosando el menú de los peces del puerto. Aquellos peces tenían que haberle cogido ya el gusto a la carne humana.
   Todavía tenía una pequeña esperanza. Tan tenue como la suave luz que entraba por la abertura, pero que podía significar algo, nada menos que continuar vivo. Que él recordara, había visto entrar finos rayos de luz por la abertura, al menos, tres veces. Y tres veces todo se había envuelto de oscuridad. Tanta que no alcanzaba a verse los pies. Llevaba allí tres días, demasiados para los Ahmed, y muy pocos para él. Tres días que podían significar que quizás se lo estaban pensando. Con unas pocas horas les bastó para asegurarse de que no le iban a sacar nada provechoso. Habían tenido tiempo de sobra para deshacerse de él. No estaba unido en parentesco, pero era uno de ellos. Su abuelo procedía de la misma cabila que el de los Ahmed. Tenían la misma  procedencia, pero su familia no supo aprovechar las posibilidades que la ciudad ofrecía y no pasaron de humildes mercaderes. Él se cansó de vender baratijas y prefirió vender todo lo que oía y veía. Y en el Zoco Chico se oía y veía muchas cosas. Esperaba que su condición y procedencia social fueran su billete de vuelta a la vida, porque el de ida era hacia la muerte.
 Los dos captores se habían ido turnando. No los reconocía. Había tratado con muchos de ellos o los había visto en algún lugar, pero podían ser cualquiera, eran decenas. A los Ahmed los conocían como los Cien Hijos, pero en realidad eran muchos más, tantos que era imposible conocerlos a todos. Por la edad tenían que ser Segundos Hijos, y por las facciones y complexión parecían leones, pero no podría asegurarlo, pues en todo momento se cubrían el rostro con la capucha de la chilaba. Los tres patriarcas, el León, el Zorro y el Halcón eran muy diferentes físicamente a pesar de ser hermanos, y sus rasgos se mantuvieron en sus descendientes. Nariz aguileña para los leones. Pelo negro como el azabache para los zorros y ojos de mirada penetrante para los halcones. Los tres habían heredado un rasgo diferente de su padre.
Además, los leones eran habitualmente los que se encargaban de aquellas tareas. Eran el músculo, y no lo usaban precisamente para cargar y descargar cajas.
La pequeña esperanza de Hasid se esfumó cuando se abrió una minúscula puerta y entraron tres hombres agachando la cabeza. Salieron dos y entraron tres. A los dos que salieron, a los que le habían mutilado y golpeado, no los conocía, pero sí al tercero que entró. Era Omar, el Caraquemada, como se le conocía desde que regresó como único superviviente de la emboscada de los franceses. Vestía a la manera europea. Se cubría el cuerpo con una larga gabardina negra y la cabeza con un sombrero de fieltro de ala ancha, también negro. Era alto y de complexión fuerte. No le veía la cara, pero no hacía falta para reconocerlo. Sólo era una negra y macabra silueta que proyectaba una sombra  que se confundía con ella. No se sabía cuál era una y cuál otra. La sombra de lo que una vez fue y nunca volvería a ser.
Omar, y de eso Hasid sí estaba seguro, era un león. El más fiero de todos.
Caraquemada llevaba la gabardina abierta. Hasid, a través de la pequeña rendija que formaba sus cejas y pómulos golpeados, pudo ver como los dos hombres que se habían ensañado con él precedían a Omar y se colocaban pegados uno a cada lado de la pared del fondo. El león de la gabardina se plantó a pocos pasos del asustado, cada vez más, Hasid. El prisionero mantuvo la cabeza levantada, mirando a la sombra, pero la agachó en cuanto Omar se quitó el sombrero. La sombra se convirtió en la muerte. Un rostro cadavérico, cuarteado, de piel tan tersa que parecía que se podía resquebrajar de un momento a otro. Sólo era el lado derecho, pero la magnitud del destrozo ensombrecía la belleza del izquierdo. Sí, Omar había sido un hombre atractivo, con una sonrisa cautivadora, pero ya no. Omar ya no sonreía.
El león echó hacia atrás el lado derecho de su gabardina y apareció una gumia de bella factura. De sinuoso y afilado filo, con un león del Atlas grabado en la hoja y vaina de plata labrada. De mango de hueso con incrustaciones también de plata. Tan bella como letal.   
Hasid, que tenía los ojos empañados en lágrimas, los cerró para siempre cuando sintió como le atravesaban el corazón.