martes, 8 de enero de 2013

La Historia de Cachopié

Uno de los primeros casos que tuvo que afrontar el cabo mayor Nogales cuando lo destinaron al Puesto Principal de Zafra, fue el de la extraña criatura que por las noches rondaba por la sierra de la Potocona de La Lapa.
Desde principios de otoño, igual que el año anterior, algunas noches se oían unos extraños rugidos que procedían de la sierra, y algunas mañanas se encontraron cadáveres de animales despedazados. Al principio sólo fueron algunos conejos. La gente pensó que lo normal era que hubieran sido los zorros que solían merodear por allí, pero cuando encontraron el cadáver de un perro, ya les extrañó un poco. Los raposos huían de los perros, no los mataban.
Un día, en la cantina del pueblo, Cándido, el guarda de aquellas tierras, aseguró que una fría y oscura noche le pareció haber visto una gran figura negra que corría veloz entre los olivos. Como era natural, no la siguió ni se quedó a averiguar de qué bicho se trataba. Fuera lo que fuere, se desplazaba a dos patas y era más alto que Patalarga. El bicho, o lo que fuera, medía más de dos metros. Por lo que contó, le pareció que la extraña criatura se dirigía al único sitio donde se podía esconder: la vieja mina.
La mina era una antigua explotación fuera de uso. Sus galerías estaban inutilizadas, pero una de sus entradas todavía era accesible. No es que todos se tomaran al pie de la letra o le dieran mucha importancia a lo que decía Cándido, a la mayoría le sonaba a tomadura de pelo. Pero no se fiaban, y una noche de vino y bravuconadas, un grupo de hombres armados de escopetas salieron decididos a dar caza a la criatura. Se apostaron en la entrada y esperaron toda la noche, ya que ninguno tenía intención de entrar allí. Es sabido que bajo los efectos del alcohol uno se vuelve más aguerrido, pero por mucho vino que tuvieran en el estómago y plomo en las manos, no era lo suficiente como para adentrarse en un negro agujero en que la luz de los candiles apenas servía de nada. Evidentemente el bicho, si lo había, no salió. Quizás es que no era de costumbres fijas. Los cazadores encendieron una hoguera para calentarse, y el Chato, sin saber cómo, antes de dejar el lugar tuvo la brillante idea de esparcir las cenizas por la vieja entrada de la mina con el propósito de que cuando dejara allí sus marcas, averiguar de qué animal se trataba.
Todos hacían chascarrillos y se reían de Cándido, del bicho y de los que temerariamente fueron a intentar darle caza. Pero todos sentían curiosidad y, por si las moscas, nadie se acercaba a la vieja mina y se cuidaban mucho de andar de noche por aquellos parajes.
 El único que no le temía a ningún bicho conocido o por conocer era Tomás. Él tenía su bastón acabado en forma de maza y lo demás le daba todo igual. Había abatido conejos, liebres, zorros, hurones, comadrejas, perdices, abejarucos, ginetas, erizos, incluso se lo lanzó a un jabalí, pero ni se enteró, aún habiéndole acertado en plena cabeza, murciélagos, tórtolas, ardillas, ratas de campo, garduñas, avutardas, tejones. Era un profesional. Por lo que dos días después de la visita de los audaces cazadores a la mina, persiguiendo a un conejo esquivo, Tomás acabó dándole caza justo en la entrada de la gruta y vio unas huellas en la ceniza que no le cuadraba con ningún animal que conociese, y los conocía a todos. Lo contó en la cantina como el que cuenta que acaba de encontrarse un real. Los presentes se quedaron callados y con la boca abierta, estaban procesando la información y necesitaban su tiempo. Se oía hasta las moscas volar. Tomás aprovechó para pedir otro vaso de vino. Pero claro, tenían que comprobarlo por aquello de que si no lo veo no me lo creo. Lo comprobaron y lo corroboraron.
Pero no se quedó ahí la cosa. Los hallazgos continuaban. Un buscador de setas que se aventuró entre los olivares encontró en algunos árboles unas marcas que arañaban los troncos de los árboles. Como unas garras inmensas. Como es lógico y natural, le faltó tiempo para contarlo, pero ni el más templado campesino, jornalero, pastor, yuntero o guarda quiso ir a cerciorarse de si era cierto o no. El misterio se agrandaba.
La gente empezó a preocuparse y a contar viejas historias de extrañas criaturas que merodeaban por las sierras al amparo de la oscuridad, pero eran historias que los ancianos decían que habían oído a sus abuelos y estos a los suyos. Algunos los llamaban “ogros”, que incluso llegaron a devorar alguna vaca. Todas ellas tenían un principio y un fin, pero el cuerpo principal estaba sujeto al libre albedrío del narrador y a la capacidad de sus dotes inventivas. La guinda la ponía la receptividad del oyente y su facilidad para abrir su mente más o menos. Empezaron a surgir de nuevo los duendes revoltosos, de los que no se sabía nada de ellos desde hacía mucho tiempo. El Escarranchao aseguraba que uno se le había instalado en el doblado y por las noches se dedicaba a esparramarle el grano y a mover todo de sitio con el consiguiente jaleo. El Escarranchao, harto de no pegar ojo, decidió mudarse a casa de su hermana. Cuando tenía sus pocas pertenencias cargadas en el carro, vio que en la parte de atrás, dentro de la humilde jofaina, se había instalado cómodamente el travieso duendecillo, que le preguntó con cierta ironía: “Qué, ¿nos mudamos? Evidentemente el Escarranchao decidió quedarse en su casa. Sólo lo vio él y todo el mundo lo creyó, pues de todos era sabido que los duendes únicamente se mostraban a sus caseros. Nadie lo dudó. También se recuperó la historia de la mora encantada que habitaba en las Piedras de María Alonso y que por las noches de luna creciente se dedicaba a jugar con las grandes rocas. Como es natural, luego las volvía a poner en su sitio tal como estaban para que nadie notase nada. También volvió a aparecer el espíritu de la Casa Grande, que rondaba los días de luna llena y, según decían, pedía un poco de agua para aliviar la sed. Según algunos, no podía ser otro que Don Romualdo Toro, el aguerrido teniente de Regulares que murió de sed en las montañas de Marruecos al quedarse aislado y rodeado de toda una kabila de rifeños que ni sabían que estaba allí. De haberlo sabido le hubieran dado agua, según dijo el jefe de la tribu cuando entregó el cuerpo en el puesto español más cercano. También la de la vieja campana del convento derruido de San Onofre, que sonaba sin que nadie la obligase cada vez que la Santa Compaña hacia ronda las noches de luna llena, hasta que el alcalde decidió que se la llevaran para evitar que los perros se pasaran toda la noche aullando, los gallos cantando, los burros rebuznando, las ovejas balando, los gatos maullando, las vacas mugiendo y los cerdos ronzando y no dejaran dormir a nadie, cojones, según el edil. O la de Chumbo, al que llamaban así porque de pequeño se cayó en una chumbera y se pasó la vida quejándose de las púas que no se pudo sacar, hasta que se ahogó en la Rivera y de vez en cuando algún pastor juraba haberlo visto restregándose arena por todo el cuerpo para acabar con las molestas espinas. Pero no sólo se recuperaron las fantasías locales, también se recurrió a otras traídas por arrieros y pastores trashumantes allende las sierras del valle. Lo que no era una historia y tenía a todo el mundo con el corazón en un puño, era la manía de la Chiquinina de entrar en las casas ajenas y esconderse tras las puertas, cortinas y muebles. Aparecía de repente de la penumbra con el consiguiente susto para el cuerpo del sorprendido. Su pequeña, frágil, encorvada y enlutada figura, recubierta de un gran velo del que sólo sobresalía una ganchuda nariz, ayudaba mucho a que el susto fuera de consideración. Lo llevaba haciendo desde que enviudó veinte años atrás, y sus vecinos ya se habían acostumbrado a verla aparecer de entre las tinieblas, hasta la invitaban a tomar café, pero tal como estaban las cosas con el asunto del nuevo “ogro” y las historias de lumbre, los ánimos estaban un poco susceptibles. Los abuelos volvieron a contar aquellas historias al calor de la candela en las largas noches de noviembre. Rostros serios, demacrados la mayoría, arrugados y surcados por innumerables marcas de todas y cada una de las experiencias vividas. En penumbra infinita, alumbrados sólo por la etérea luz del candil y el caprichoso resplandor de la lumbre. Envueltos en una tenue bruma de humo. Medio rostro en sombra y voz pausada, grave, solemne. Buenos narradores con muchos años de experiencia. El terreno ideal para plantar la semilla. Eran campesinos y hacer que diera frutos no les costó mucho. Hasta los más bizarros no pudieron evitar que les calase en el pensamiento. Todos eran de hombría demostrada, pero cuando por las noches regresaban del campo, los que tenían que pasar cerca de la sierra de la Potocona, daban un gran rodeo para evitarla.
Uno de los contadores de historias más eficaces era Antonio, el Perdigón. Todos sabían que era el séptimo de siete hermanos, todos machos, y que su padre, para evitar que se convirtiera en hombre lobo y saliera las noches de San Juan a devorar ovejas, lo bautizó con ese nombre aunque no le gustaba nada. Prefirió eso antes que tener que hacerle una sangría en su pata derecha una de las noches en las que perdiera su condición humana. Claro, con esos antecedentes era fácil que Antonio, el Perdigón, llamara la atención de sus boquiabiertos oyentes.
(Continuará...)

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