lunes, 22 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega IX)

Sabían dónde podían encontrar a Gitano, siempre hacía el mismo recorrido. Tenía una ruta de bares definida y podía variar el itinerario y el tiempo que estaba en cada uno de ellos, pero no la acababa hasta que no los visitase todos.

A Omar lo acompañaban los leones Yani y Milus. Tres hombres llamaban menos la atención que cinco. Ya habían comprobado que las miradas se les clavaban en las espaldas al paso de la cuadrilla completa, y no sabían a cuántos confidentes de la policía les había llegado ya la noticia de que cinco musulmanes sombríos, uno de ellos con un aspecto sobrecogedor, iban haciendo muchas preguntas y ofreciendo dinero por cualquier información sobre cierta persona. Seguro que más de uno a los que entrevistaron se ganaban el perdón de sus pequeños o grandes delitos colaborando con los que imponían la ley. Los musulmanes querían tratar de pasar lo más desapercibidos posible antes de que algún comisario de policía se interesase por ellos. Si es que no lo había hecho ya.

Siempre actuaban igual: Yani y Milus entraban en un local y trataban de localizar al gitano entre la clientela. Omar los esperaba fuera, agazapado entre las sombras. Si el viejo no estaba, visitaban el siguiente garito. Las callejuelas no eran tan estrechas y serpenteantes como las de la medina de Tánger, pero estaban igual de mal alumbradas y las sombras eran iguales de inquietantes. El único inconveniente era que estaban fuera de su territorio, en terreno ajeno, desconocido para ellos. Todo les era hostil.

Los jóvenes leones entraron en un oscuro antro, en cuya puerta de entrada una bombilla roja ya anunciaba lo que se podían encontrar dentro. Estaba lleno de prostitutas baratas y soldados ebrios de alcohol y sexo con todo un fin de semana por delante para dar rienda suelta a su ardor. En un oscuro rincón, un hombre enjuto y de poca estatura, casi tapado por la guitarra que rasgaba, trataba de poner un poco de ambiente tocando por bulerías, pero nadie le prestaba la más mínima atención.

Yani y Milus, tuvieron que acostumbrar a sus ojos a la luz interior, escasa, tenue y difuminada por el denso humo. Era evidente que cuanto menos se les viera las caras a las mujeres, menos remilgos tendrían los hombres para irse con ellas. El olor era insoportable, una mezcla de sudor, tabaco barato, kifi, orines, moho, grasa y aceite requemado. Todos los antros olían a aceite negruzco quemado por mil usos. Los zapatos se les quedaban enganchados en el grasiento suelo lleno de colillas, escupitajos, papeles, algún que otro condón usado y más de un vaso roto. Aparentemente nadie les prestó atención.

El gitano siempre se acomodaba en la barra de los locales que visitaba, se tomaba sus vasos de vino, alternaba un poco según la compañía, y se iba, pero allí no estaba. Mientras Yani recorría el interior del local por si al viejo le había dado por sentarse al lado de una mesa, Milus se acodó en una esquina de la barra, en la más próxima a la salida. No bebía alcohol, por lo que, con un gesto de la mano, rechazó al camarero cuando se le acercó con un asqueroso trapo en la mano, con el que empezó a limpiar la barra delante del joven león. El hombre, gordo y sudoroso, miró con gesto despectivo al musulmán y se alejó farfullando entre dientes. El atractivo Milus también atrajo a una mujer. Era de mediana edad y carnes opulentas, le faltaba uno de cada dos dientes y apestaba a sexo sucio y sudor rancio, mezclado con perfume barato. Al león esta vez le bastó una mirada que lo dijo todo, y la mujer, zorra vieja, enseguida lo entendió y se dio media vuelta en busca de otra presa más accesible.

Cuando Yani se reunió de nuevo con Milus, se dirigieron hacia la puerta de salida, pero un hombre corpulento, de peludo pecho descubierto y tatuajes en los fuertes brazos, les cerró el paso. Vestía el uniforme de la legión con galones de sargento, y el aliento le olía a vino y hachís. El gallardo soldado se plantó delante de ellos con las piernas abiertas y los brazos cruzados en el pecho. “Amor de madre” se leía en un antebrazo, y un gran y deforme escudo de la Legión le adornaba el otro. Los leones miraron alrededor, sabían que por muy fuerte y bizarro que fuera, el legionario no estaría solo. Lo comprobaron cuando un legionario más se colocó al lado del primero y dos a sus espaldas. Los soldados estaban borrachos y envalentonados. El alcohol y la superioridad numérica los convertían en audaces y peligrosos. El sargento empezó a decir algo sobre sus compañeros caídos en Ifni y de moros hijos de puta. Los Ahmed no querían verse envueltos en una pelea de taberna, en la que seguramente correría la sangre, pero no se iban a dejar intimidar. Era evidente que los soldados querían pelea o, al menos, humillarlos y reírse de ello, que no los iban a dejar salir sin más. Y un león no lo podía consentir. Sólo eran cuatro contrincantes, y además borrachos, no les sería difícil deshacerse de ellos. Los dos leones se miraron y decidieron quién se encargaba de quienes: Yani de los dos de delante y Milus de los de atrás. Movimientos rápidos, heridas no graves, pero sí intimidatorias, y salir deprisa. Ya estaban abriendo sus tabardos para dejar al descubierto el acero, cuando vieron como una afilada y curva hoja, salida de la nada, se posaba en el cuello del primer legionario que les cerró el paso, el más gallito. Incluso Yani y Milus se sorprendieron, ni siquiera ellos vieron aparecer a la sombra de Omar, ni mucho menos a su forma corpórea. También sacaron las armas. Se hizo un silencio sepulcral. Hasta las prostitutas dejaron de reír y engatusar a sus posibles clientes. La guitarra también calló. Los que estaban más cerca dieron unos pasos hacia atrás. El grasiento camarero trató de escabullirse, pero una mirada felina de Yani y la visión del puntiagudo final de la gumia, lo hizo desistir. Un escalofrío recorrió el cuerpo de todos y cada uno de los presentes cuando una voz profunda anunció: “Si alguien mueve un músculo, primero le rajo la garganta a este y luego la barriga al que se ha movido”. La amenaza surgió de todos lo rincones y de ninguno. Algunos, incluso miraron sorprendidos tras ellos y una mujer emitió un pequeño gritito. Como el humo, las palabras se extendieron por todo el local y se hizo verbo en la boca del león. De repente todos se convirtieron en estatuas de piedra. Yani y Milus simplemente enfundaron las gumias, se volvieron a abrochar los abrigos y salieron al exterior sin ni siquiera mirar atrás ni preocuparse lo más mínimo por dejar a Omar solo, sabían que no corría peligro. El león apartó poco a poco el acero del cuello del espantado soldado y le empujó con una sola mano, pero lo suficientemente fuerte para que el hombre acabara en el suelo a pesar de su corpulencia. Una pequeña línea roja se le quedó marcada en la garganta y una mancha de orines adornaba su pantalón. Omar se reunió en el exterior con Yani y Milus, y giraron la primera esquina escabulléndose rápidamente entre las sombras.

 El ambiente interior del prostíbulo tardó varias horas en volver a la normalidad, pero enseguida empezó a correr la voz de que unos cuantos moros traidores habían atacado a un legionario, por la espalda, por supuesto.

Tenían que encontrar pronto al gitano.

Cuando Omar regresó de Madrid, Milus y Munatas, le esperaban con buenas noticias. El león, en cuanto vio las expresiones de sus caras, pensó que Gitano se acordó por fin del nombre del joven perdedor, que tendrían un rastro nuevo qué seguir. Del nombre del hombre con mala suerte que salió de la timba acompañando a Alfredo Reijó, que llevaba en los bolsillos mucho dinero y un pasaje a Tánger, a la vida.

Antes de partir hacia Madrid, el viejo gitano les dio algunos datos nuevos. El dinero que le ofrecía Omar era un importante aliciente para que su memoria hiciera un esfuerzo. Les dijo que mientras el ganador acabó bastante borracho, el otro parecía sobrio. Por eso se ofreció a acompañarlo. La salida fue tensa, dejar a deber mucho dinero imposibilitaba una despedida amigable, y algunas navajas sacaron sus hojas amenazantes. Solo la intervención del dueño del local y sus secuaces, impidió que corriera la sangre. Al perdedor se le dejó ir, pero con una semana de plazo para saldar la deuda. Vigilarían todos sus movimientos, y pobre de él si intentaba abandonar la ciudad. El viejo trató de recordar a los otros asistentes, y les puso rostro, pero no nombre. Sabía seguro que uno de ellos estaba muerto y dos más en la cárcel. Del resto no tenía ni idea.

Omar se podía imaginar lo que pasó después de que los dos falangistas abandonaran el local. Un educado y borracho joven, con los bolsillos llenos de dinero y de un futuro prometedor, acompañado de alguien con el alma negra y siete días como futuro. Seguro que antes de salir, el Reijó que él conoció, ya lo tenía todo planeado, que ya sabía cómo podía evitar acabar cosido a puñaladas. Omar ignoraba cómo lo hizo y cómo se deshizo del cuerpo. Quizás lo asesinó en un callejón oscuro y lo lanzó al río después de vaciarle los bolsillos, o quizás fue un accidente, pero no le cabía ninguna duda de que el hombre con el que hacía negocios en Tánger, era muy capaz de hacer algo así. Tampoco tenía idea de cómo le había dado esquinazo a sus acreedores. Lo que estaba claro es que abandonó Sevilla aquella misma noche. Por medio de las fotos, él mismo había comprobado que los dos hombres se parecían mucho físicamente. No le tuvo que resultar difícil al falso Reijó viajar con documentación ajena, y menos si le dio tiempo a ir a recoger su uniforme falangista y viajar enfundado en él. El Alfredo Reijó que él conoció en Tánger, era espabilado, astuto, se desenvolvía bien en según qué ambientes. Durante un tiempo se hizo pasar por comerciante cuando su verdadera misión era vigilar a los republicanos españoles exiliados en Tánger, que tenían el Zoco Chico como centro de operaciones. Le resultaba fácil hacerse pasar por quién no era.

Sí, el viejo borracho tenía una memoria prodigiosa, pero solo para los detalles. Estaba seguro de que el joven dijo una y mil veces: “Soy un…, y tengo capital suficiente para pagar la deuda varias veces”. ¿Soy un qué? Lo dijo una y mil veces veinte años atrás, pero aunque lo hubiera dicho la noche anterior no se acordaría. De lo que sí se acordaba era de que no tenía acento andaluz.

No, no recordaba el nombre, malditos nombres, pero tenía algo mejor, mucho mejor: conocía a alguien que decía saber a ciencia cierta dónde estaba el hombre que buscaban.

Baraka.

Gitano se estaba ganando algo más que cincuenta mil pesetas.

Omar enseguida quiso ir a verlo. En ningún momento dudó de nada de lo que le dijo el gitano. En cuanto lo miró a los ojos la primera vez, supo que era de fiar. Adeun le expresó sus dudas con respecto a todo lo que decía el viejo. ¿Cómo podían saber que todo aquello no era más que una serie de patrañas inventadas con el único fin de sacarles el dinero? Era imposible que se acordase tan bien de algo que ocurrió hacía tanto tiempo y que no fue más que una partida entre cientos. Además, en el caso de ser cierto, era evidente que el verdadero Alfredo Reijó había muerto y no había ningún hilo más del que tirar. Estaban más perdidos que al principio. Sí, Adeun tenía muchas dudas, pero Omar simplemente le dijo que un león nunca abandonaba la caza, y menos cuando tenía a la presa al alcance de sus garras, si el zorro quería abandonar, podía regresar a Tánger. Adeun simplemente guardó la gumia entre los pliegues de su gabardina y se dispuso a acompañarlo, pero Omar prefirió que se quedase.

Tenían que encontrar a Gitano. Por suerte no tardaron en hacerlo. Estaba en un viejo bar casi vacio, él solo en la barra y varios parroquianos sentados en las mesas. Eran pocos y ninguno levantó la vista cuando entraron. Por lo visto el viejo sabía que lo buscaban y esperó en el local más discreto y con poca clientela de los que visitaba.

Omar entró cuando Milus le avisó de que estaba allí.

El gitano sonrió al verlo. Era evidente que en vez de ver a un moro inquietante, veía un montón de billetes de mil pesetas. Iba a ganar mucho dinero con lo que tenía que contarle al de la cara quemada.

Omar acercó un taburete al lado del viejo y se sentó en él. Yani y Milus lo hicieron uno en cada extremo de la barra. Vigilando tanto lo que había dentro como lo que podía entrar.

El león estaba impaciente y sabía el procedimiento. Sacó un billete de mil pesetas que desapareció de sus manos sin darse cuenta. El viejo tampoco quería hacerse esperar, por eso se lo soltó todo enseguida y de carrerilla. Él también sabía cuándo alguien era de fiar, y sabía que Omar era una de aquellas personas que cumplía lo prometido. Le contó que apenas dos días atrás, cerró un trato de venta de tres burros catalanes a un hombre con el que hacía negocios muy a menudo. Cuando cerraron el acuerdo, Gitano sacó la cartera para guardar el dinero de la venta y se le resbaló la fotografía del joven falangista. El hombre se sorprendió al verla. El viejo, al ver su expresión, le preguntó si lo conocía de algo, pero el otro le respondió con otra pregunta ¿Porqué tenía una fotografía de aquel hombre? Se conocían desde hacía mucho tiempo, y no tardaron en llegar a un acuerdo. Era evidente que el falso Reijó tenía una facilidad especial para ganarse enemigos.

Omar se había convertido de nuevo en una estatua de bronce.

Lo único que el viejo no le dijo fue el nombre ni la procedencia de la persona que los conduciría hasta el falso Alfredo Reijó. Ni siquiera si era de Sevilla o forastero. Gitano sabía que el musulmán no lo iba a obligar a decírselo bajo amenaza, a pesar de que para él lo más fácil sería hacerlo e ir directamente en busca de aquella persona, pero estaba seguro de que no lo iba a hacer.

Cuando acabó de contárselo, igual que Genoveva, Gitano esperó un cambio de reacción en el semblante de Omar, pero era mucho esperar. El león aceptó la condición que le propuso el gitano. Estaba en territorio ajeno, y en Sevilla, en Tánger y en cualquier otro sitio, formaba parte del juego: sería él el que los pondría en contacto.

Omar, por supuesto, aceptó una cita con la persona que les iba a conducir hasta su presa. Pero otra de las condiciones era que aquel hombre sería el que pondría las suyas. Demasiadas imposiciones por el medio, pero si eran asumibles al león no le importaba lo más mínimo plegarse a ellas. Si lo que quería el que les iba a servir en bandeja la cabeza del traidor, era parte de la recompensa, no le importaba doblar la cantidad.

Ya lo tenía. Ya era suyo. Era lo único que le importaba.

Pensaba que le iba a ser mucho más difícil. A pesar de estar convencido de que acabaría encontrándolo, creía que el camino sería largo y lleno de trampas y recovecos. Estaba buscando a alguien que podía haber muerto, que podía haber cambiado de apariencia, que podía haber elegido cualquier país para esconderse, con lo que el rastro sería tan liviano, que sería casi imposible olfatear. A alguien que estaba acostumbrado a cambiar de identidad tan fácilmente, que suplantó a una persona en una sola noche y se hizo pasar por ella durante veinte años. Lo que menos se imaginaba era que, gracias a un viejo gitano desdentado y de memoria prodigiosa, iba a poder cortarle la cabeza al causante de la muerte de su hijo, hermano y varios parientes. De paso, iba a cumplir la promesa que le hizo a su padre.

Baraka, azar, casualidad, bendición divina, destino, fe. A Omar le daba absolutamente igual de lo que se tratase, todo aquello también formaba parte del juego, y lo importante era llegar al final, no el camino utilizado.

Una simple fotografía que por azar llega a los ojos de alguien que conoce al retratado. ¿Una posibilidad entre un millón?

El instinto del cazador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario