domingo, 8 de agosto de 2010

Relato de un verano aburrido (6ª Entrega)

MORTICIA Y MORTIMER

Con todo lo que había vivido y tener que verse así. De tener criados a su servicio a tener que ser ella la que le sirviera ahora la comida a los demás. Había nacido en Venezuela, en un pueblo de la región de Los Llanos. Su padre la obligó a casarse a los dieciséis años con un americano que tenía pinta de ganadero potentado. En realidad era un cowboy de Virginia que había huido de los Estados Unidos porque le querían colgar por cuatrero. Andrew Killerman se llamaba. Con el dinero que logró sacar de sus fechorías en su país, compró un rancho en una zona casi deshabitada y se instaló allí. Se hizo con unas cuantas reses de raza Carora y pronto empezó a prosperar. Conocía muy bien el oficio. Alrededor del suyo, a varias jornadas de distancia, había otros ranchos. El pueblo más cercano se encontraba a cinco días a caballo. La ley brillaba por su ausencia. Eso fue una ventaja para Andrew: se dedicó a robar reses a sus vecinos. Al principio no muchas para no levantar sospechas, pero cuando se hizo el ganadero más importante e influyente de los Llanos, ya no disimulaba. Tenía comprado hasta al gobernador. Morticia sólo se encargaba de llevar la casa. Bueno, ni eso, lo que hacía en realidad era mandar a los criados. Ella nunca limpió y nunca cocinó. No había ido al colegio y pasó toda su niñez y su juventud en el campo. Dio a luz cinco veces. El primer parto se complicó y perdió al niño. La segunda en nacer fue una niña, el tercero también era otro niño y volvió a perderlo, la cuarta en nacer de nuevo fue niña. Por fin en el último nació un niño. Era lo que su padre quería, un heredero que se hiciera cargo de su imperio. Le pusieron el nombre de su abuelo estadounidense. Mortimer Killerman se llamó el niño.

Mortimer nunca estudió, su padre pensaba que todo lo que tenía que aprender del negocio se lo podía enseñar él y ya de pequeño empezó a cultivar su verdadera afición. Cuando tenía cuatro años lo encontraron escondido en el granero con una pequeña hacha en la mano y una sonrisa de satisfacción en el rostro. Todos los pollos estaban decapitados. Nadie pensó que lo hubiera hecho él, era imposible que un niño tan pequeño pudiera usar la herramienta con tal precisión. Siempre estaba jugando con cosas cortantes. Tuvieron que dejar fuera de su alcance todo lo que tuviera filo, se va a hacer daño, decían. Pero él siempre se apañaba para encontrar algo.

Su padre se empeñó en que el chico tenía que ayudarle con el ganado para que fuera cogiendo oficio. Cuando cumplió los doce años su labor básicamente consistía en modificar las marcas de fuego de las reses para disimular algo los asaltos a otros ganaderos. Disfrutaba con ese trabajo. Sentía algo especial cuando arrimaba el hierro candente al lomo de las reses y éstas mugían de dolor. Nadie se extraño que, de vez en cuando, apareciese un becerro decapitado. La rivalidad entre rancheros hacía pensar que todo era fruto de la misma.

Pero si había un día especial en la vida de Mortimer, fue cuando su padre le dio su primera guadaña. Él ya había hecho sus pinitos a escondidas, pero ahora era de forma oficial. Aquel instrumento le parecía una obra de ingeniera suprema. Su diseño era perfecto. Esa larga hoja curva le fascinaba. Prefería las de mango recto a las de mango curvo, decía que eran más manejables. Llegó a tal dominio que era capaz de contar la flor de una margarita sin que el tallo se moviera un milímetro.

Pero hubo un momento que los ganaderos vecinos estaban hartos de las fechorías de Andrew Killerman y se tomaron la justicia por su mano. Montaron un pequeño ejército y una noche arrasaron el rancho con todos sus habitantes dentro. A Andrew lo colgaron de un árbol y Morticia escapó gracias a que un vaquero pudo sacarla a tiempo en un carromato. Se llevó con ella a Mortimer. Sus hijas estaban en Caracas, donde se habían ido a vivir en cuanto tuvieron edad de casarse.

Como sus padres no querían hacerse cargo de ella por temor a las represalias y su marido sólo se había ganado enemigos, Morticia y Mortimer salieron del país rumbo a España. Acabaron en la aldea de sus abuelos en las montañas gallegas.

Mortimer siguió cuidando vacas y cortando forraje con la guadaña. También trabajó un tiempo como matarife en el matadero municipal de Lugo, pero cuando el oficio se modernizó con técnicas indoloras, a él dejó de interesarle. Las reses morían sin decir ni mu.

Con veinticinco años se trasladaron a Cataluña. Un tratante de ganado catalán les ofreció a su madre y a él, hacerse cargo de una masía en medio de la montaña. Al principio no entendió por qué se lo ofrecieron a ellos. Más tarde, una vez instalados, se enteró que ningún vecino de la zona quiso hacerse cargo de aquella casa.

A él desde el principio le gustó el sitio. No sabía bien por qué, pero notaba algo especial allí, era como una especie de conexión mística que le hacía sentirse bien. Apenas tenía relación con los payeses de la zona, casi nadie pasaba por allí, no les gustaba aquel sitio y menos desde que unos excursionistas encontraron la cabeza de un vecino del pueblo en la cueva que había cerca de la ermita.

Cuando los dueños de la masía decidieron convertirla en albergue rural, a él no le importó lo más mínimo mientras le dejasen su guadaña. Un día descubrió a un huésped con ella en la mano. Al día siguiente lo encontraron ahogado en el río, en un sitio que los excursionistas solían usar para bañarse. La Guardia Civil llegó a la conclusión de que había sido un desgraciado accidente fruto de la imprudencia de la gente de ciudad.

A LA CAMA

La fiesta ya estaba de bajada. El día había sido intenso y el alcohol había hecho mella en la mayoría, aunque estaban en diferentes fases de la cogorza. Unos iban por la 3, la de la exaltación de la amistad: Albert le decía a Albertojendrix, eres un tío de puta madre, me caes cantidad de bien. Superjulio iba por la 4, la de los cánticos y bailes regionales: intentaba bailar una sardana. Paca andaba por la 5, la de decir las verdades: estaba poniendo a parir a todos. Marysun había logrado llegar a la 6, la del aumento de la temperatura sexual: no paraba de darse piquitos con los hombres y hablar de sexo. El Jefe y Martín, como no habían bebido, miraban a todos con cara de decir, vaya pandilla con la que nos hemos juntado. Y lo decían ellos, que habían perdido por el camino unas cuantas neuronas a causa de las juegas que se habían corrido. A Martín, con todo lo tranquilo que parecía, había que verlo encima de un escenario tocando el bajo. En sus buenos tiempos de rockero, siguió todo el protocolo que exige el guión de “toco en un grupo de rock o sea que me meto de todo”. Jan, que tampoco había bebido ni gota, estaba rendido durmiendo encima de la mesa, su batería se había agotado, todo tiene un límite.

El Jefe ya tenía ganas de meterse a la cama, pero no quería irse él solo. No es que quisiera acostarse con nadie, es que le daba cangueli subir a las habitaciones hasta que no subieran los demás. Y ahora que se daba cuenta, hacía rato que no veía a su compañero de habitación. Dónde se habrá metido El Pitufo, hace tiempo que no lo veo, le dijo a Martín. ¿Alguien ha visto a El Pitufo?, preguntó a los demás. Esther, Reyes y Pilar ya estaban medio dormidas en el sofá, por lo que no contestaron. Albertojendrix, Albert y Tano, estaba despiertos pero como si no estuvieran. Superjulio intentaba quitar el pie derecho de atrás y situarlo por delante del izquierdo y marcar el punto tocando el suelo con la punta, pero se había liado. Jorge fue el único que contestó, pues es verdad, yo también hace tiempo que no lo veo por aquí. Lo mismo se ha ido al catre. Seguramente, afirmó El Jefe.

Morticia esperaba pacientemente en la cocina, pero ya no podía más y apareció en el salón diciendo, es tarde, es hora de dormir. Su sola presencia actuó como un antídoto contra la borrachera, todos se quedaron mirándola y, aún en su estado, tuvieron la lucidez suficiente para pensar que era mejor hacerle caso. Era la encargada de ponerles la comida y no querían hacerla enfadar, por si acaso.

En eso que apareció Mortimer por la puerta. Su presencia acabó de golpe con el poco rastro de juerga que les quedaba. Trastrabillando más o menos, todos se pusieron de pie. A algunos les costaba mantener la vertical y no acababan de comprender bien porqué se movía todo. Mortimer simplemente dijo con esa voz de ultratumba que nadie iba a olvidar nunca, hay un problema. ¿Qué pasa?, le preguntó su madre. Era la única que se atrevía a hablarle, a los demás, aunque quisieran, no les salía la voz. Su amigo, el alto de nariz grande, ha sufrido un accidente. ¿Un accidente?, logró decir con voz temblorosa El Jefe. Sí, síganme.

Todos salieron de la casa y fueron tras Mortimer que se dirigió al garaje. Al entrar en él encendió una luz y en el suelo estaba tirado El Pitufo. ¡¡Cojones!!, exclamó Tano. ¿Qué ha pasado?, preguntó Morticia. Mortimer les explicó que fue al garaje a coger un saco de pienso para las vacas alumbrándose con una linterna. Estaba en el rincón donde los guardaba cuando sintió que había entrado alguien, fue a ver quién era y se encontró con el tipo alto y narigudo. Éste se giró, dio un paso atrás y se lió con los correajes del carro, trastrabilló y se cayó. Él, que llevaba la guadaña, la levantó para cortarle las correas, en eso que el alto lanzó un grito y se desmayó. Pero qué manía con la guadaña, ¿no podías quitárselas con las manos?, le recriminó su madre. Tampoco era para tanto, se excusó Mortimer.

El Pitufo se había desmayado del susto. Morticia dijo que lo llevaran a la casa que le prepararía algo para que se recuperase. Lo metieron dentro y lo subieron, entre cinco, a la habitación. Una vez en su cama, poco a poco, empezó a volver en sí. Abrió un poco los ojos y lo primero que vio fue el rostro enjuto y mortecino de Mortimer. ¡¡¡Noooo!!!!, gritó de nuevo. Todos dieron un respingo y alguna chica un grito todavía más fuerte. Tranquilo colega, que no pasa nada, le dijo Tano. El Jefe no lo dijo pero se le notaba que estaba disfrutando con aquella situación. Morticia subió con un tazón de una infusión de hierbas. Le dijo que se la tomase que le iría bien. Ella había visto a gente rara por aquella casa, pero como aquellos ninguno.

El Pitufo ya estaba recuperado y trataba de explicar su versión. No, si es que como estaba oscuro no vi las correas del carro y me lié y se ve que del golpe que me di en la cabeza perdí el conocimiento. ¿Golpe, qué golpe?, en la cabeza no tienes ningún golpe, dijo con cierto retintín El Jefe. Pobrecillo, que susto nos has dado. Esther y su manía de preocuparse por todos.

Para El Pitufo no era grata la situación, pero cuando lo contase en casa lo mismo podía sacar algún provecho. Como aquella vez que, después de acabar el cubo de Rubik, para que se le pasase la depresión y como la clínica de rehabilitación parecía que no acababa de funcionar, para su cumpleaños su mujer le regaló un año de sexo diario. A él le fue de maravillas. Lo malo es que cuando se acabó el plazo del regalo tuvo que apuntarse a un grupo de apoyo para adictos al sexo.

Aunque algo tocados aún por los efectos de la fiesta, el grupo fue recuperando un poco la lucidez. Morticia, Mortimer y el susto que les dio El Pitufo, les hicieron el efecto contrario al de las botellas de orujo y güisqui. Ya era tarde y había sido un día muy intenso. El cambio de estar esa mañana en la ciudad, en su ambiente, rodeado de cosas cotidianas: coches, ruido, gente, humo, contaminación, agobio, estrés y esas cosas, a encontrarse en medio de la nada, rodeados de árboles, naturaleza, tranquilidad, aire puro y, sobre todo, en la compañía de esos dos personajes sacados de un relato de Lovercraft, fue demasiado para sus cuerpos y mente. Estaban agotados y querían descansar. En esa que Esther miró hacia la escalera que subía a la buhardilla y con toda la buena intención del mundo le preguntó a Morticia que porqué les dijo que a la buhardilla no tenían que acercarse. A Morticia Esther no le caía mal. Su manera de dirigirse a ella y cómo la miraba, era diferente a la del resto. La trataba con amabilidad y la miraba a los ojos, no como los demás, que apenas le dirigían la palabra y le rehusaban la mirada. Y no entendía por qué, aunque ella lo achacaba a la poca amabilidad en general de los que vivían en la ciudad y su forma prepotente de tratar a la gente de campo.

Morticia dudó un momento, Pocas veces contaba la historia de lo que había ocurrido en aquella casa y en aquella buhardilla. En la comarca se contaba alrededor de las hogueras de las casas en las largas y frías noches de invierno. Sabían que parte de los hechos eran ciertos, pero con el paso del tiempo se mezcló con la leyenda y el imaginario popular, aunque algunos ancianos del lugar contaban que sus abuelos eran unos críos cuando ocurrieron los hechos que dio nombre a la masía y que así es cómo ocurrió. La historia pasó de generación en generación y ese era uno de los motivos de por qué la gente de los alrededores evitaba aquel valle y aquella casa y nadie aceptó la oferta de hacerse cargo de ella cuando la compraron los nuevos dueños. Tuvieron que buscar a alguien fuera del lugar, que no conociera lo que allí había pasado y encontraron a Morticia y Mortimer.

Morticia no le dio mucha importancia a la historia. Había vivido mucho tiempo en las montañas gallegas y se había acostumbrado a las leyendas de noches de invierno y luna llena. Ella había visto cómo asesinaban a todos los habitantes de su rancho en Venezuela y cómo colgaban a su marido, por lo que lo ocurrido en esa casa no le afectaba lo más mínimo. Además, se había acostumbrado a convivir con ello.

Aquello se había convertido en la “historia oficial” y ella lo contaba tal como se lo habían contado a ella, pero lo hacía como el que narra cualquier otro acontecimiento cotidiano, con naturalidad, sin darle para nada un toque melodramático ni tratar de impresionar a nadie, entre otras cosas, porque ella lo veía así: algo que pasa y ya está. No solía contar la historia, pero principalmente porque nadie le preguntaba, pero ya que aquella mujer con cara de felicidad se había interesado y se lo preguntó de una forma tan dulce y amable, no pudo negarse. Además, a ella tampoco le iba mal mantener la leyenda. Se trata de las gemelas de la fotografía del zaguán, dijo. Estaba en el pasillo, y cuando los demás oyeron “gemelas” se acercaron, les interesaba la historia. El daguerrotipo de la entrada les había causado una gran impresión y tenían curiosidad, aunque más de uno tenía algo más que eso por conocer la historia de las niñas del retrato. Incluso El Pitufo, haciendo un poco de esfuerzo y mucho teatro, se levantó de la cama y se acercó.

10 comentarios:

  1. jajajajaja, y el Pitufo.... se cagó jajajajajajajajaja

    Muy buena esta parte Antolín.

    Sigo enganchado :-))))))))))))))))

    ResponderEliminar
  2. Ahora, creo que deberías ilustrar un poquito las entradas, porque fotos de todo tienes y de tod@s :-)))))))))))))))

    ResponderEliminar
  3. Gracias Antonio por tus comentarios y a todos los que seguís la historia. Pero os advierto que puede que conforme se desarrolla la misma, baje el interés. Me imagino que es lo que tiene escribir sobre la marcha, sin una planificación previa.

    ResponderEliminar
  4. Antonio, eso de ilustrar las entradas ya lo pensé y quizás lo haga. De moomento aquí Esther ya lo está haciendo

    http://esther-moran.blogspot.com/

    ResponderEliminar
  5. Joder no puedo parar de leerlo machote, me tienes enganchado ¿Te habia dicho ya que te admiro?

    Un abrazo Antolin

    ResponderEliminar
  6. Les estoy poniendo fotos a las entregas. Estoy aprovechando lo que tengo de archivo, buscando las que más se pueden ajustar. Algunas no es que sean muy adecuadas, pero eso es lo que hay.

    Eso sí, el parecido de los protagonistas con personajes reales es pura coincidencia.

    ResponderEliminar
  7. sé que pones a gente desconocida en las fotos para no delatar a los auténticos protagonistas.....
    algunos no lo resistirian
    sigue asi, Jefe,.... estoooo.... Antolín

    ResponderEliminar
  8. Quien iba a decirlo, el pitufi con esa planta que tiene !!! Jajajaja, es que me lo estoy imaginando ;-)

    ResponderEliminar
  9. ¡¡¡ Menudo nivelazo !!! Y ahora con el relato ilustrado y todo.
    Ese tal Andrés Asesinodehombres ( Andrew Killerman ) podría haber durado más porque prometía mucho. Menos mal que su hijo va a honrar a su apellido.

    Mañana más, ¿ vale ?
    Salu2 X To2 los seguidores.

    ResponderEliminar
  10. Bua, yo tambien me tengo que ir a la cama... y no quiero dejarlo...

    ResponderEliminar