domingo, 29 de agosto de 2010

La historia de Hombre Payaso, Perro Payaso y Mujer Incordio con Perrita Cuqui

(Esta historia es verídica. Cualquier parecido con la realidad es cierto)

Estaban Hombre Payaso y Perro Payaso ofreciendo su show a los paseantes y turistas que aprovechaban la mañana de domingo para dar una vuelta por Las Ramblas de Barcelona. Lo hacían, evidentemente, para ganar un dinerillo que les permitiera llevarse algo a la boca. Hombre Payaso y Perro Payaso eran habituales del centro de Barcelona, era costumbre verlos por diferentes sitios turísticos haciendo más agradable el paseo de la gente.
Los paseantes se paraba más que nada porque encontraban a Perro Payaso muy “gracioso” vestido de payaso “Qué mono!!” decían....



Para Perro Payaso vestirse así no era lo más duro que tenía que hacer. Total, sólo se trataba de estar allí, plantado delante de Hombre Payaso, sin moverse, para que la gente les echara unos céntimos. Lo peor era tener como compañero a Impertubable que, por más que él lo intentaba, no respondía nunca a sus provocaciones. Siempre estaba quieto, sin moverse, incluso cuando Hombre Payaso lo metía en el carro. Necesitaba una compañía menos rígida.....



Hasta que llegó Mujer Incordio con Perrita Cuqui.
“¡Ay! Mira Cuqui, qué mono” “jejeje, qué gracioso” “ven, ven, mira”. Y plantó delante de Perro Payaso a Perrita Cuqui. Claro, Perrita Cuqui no estaba acostumbrada a eso, y al ver a Perro Payaso vestido de payaso, le empezó a ladrar y huyó despavorida. Perro Payaso se quedó asombrado, “¡ladra y se mueve!” pensó, "no como Impertubable". Y como además tenía gana de “guerra”, salió corriendo detrás de ella, perdiéndose entre la gente.
Hombre Payaso sabía que si perdía a Perro Payaso el show no sería lo mismo, era la estrella. Lanzó una maldición a Mujer Incordio y fue a buscar a a Perro Payaso.
Mujer Inciordio le estropeó el show. Ya no se respeta ni a los artistas callejeros.





NOTA: Esta historia no es de ahora, hace ya tiempo que la publiqué en mi página de Flickr.

sábado, 28 de agosto de 2010

El profesional

EL PROFESIONAL


Este trabajo no era como los demás, era especial. Nunca le habían encargado algo así. Normalmente se trataba de liquidar a miembros de bandas rivales a las de sus clientes: Ajustes de cuentas entre mafiosos o grupos de poder.

Era un profesional, se había formado en los cuerpos de élite del ejército soviético. Su primer fusil fue un SVD Dragunov de 7,62 mm., el estándar en aquella época. Con la disolución de la URSS y su posterior desmovilización, no sabía a qué dedicarse. Su formación militar le impedía ejercer cualquier actividad civil, no estaba preparado para nada, por lo que se dedicó a hacer aquello que mejor se le daba : matar. No sentía nada especial, sólo era un trabajo, seguro y muy bien pagado además. En los Balcanes cogió oficio. Empezó a hacerse un nombre entre los profesionales. Después fue reclutado por un grupo guerrillero chechen. Tenía que disparar y matar a miembros del ejército en el que se había formado, pero eso no le preocupaba, sabía separar muy bien el trabajo de los sentimientos.

Su primer trabajo civil se lo encargó un grupo mafioso georgiano. Se trataba de liquidar al jefe de una banda con la que tenían ciertas desavenencias sobre la distribución de heroína en la zona que controlaban. Fue un trabajo de una ejecución perfecta: blanco mortal con el primer disparo a una distancia de 700 metros. Aquello lo catapultó. Su nombre circuló entre las bandas mafiosas como uno de los mejores en su oficio. Muy pocos lo conocían personalmente, no era bueno tener amistades, nunca sabía en quién confiar. Lo mismo trabajaba para una banda que para otra y a ninguna le interesaba ir a por él, nunca sabían cuando podían precisar de sus servicios. Él simplemente era el ejecutor. A las bandas les interesaban los que mandaban, los que tomaban decisiones.

Pero ahora era diferente, ya no se trataba de liquidar a un mafioso cualquiera por el que la policía o los servicios secretos iban a perder ni un segundo en averiguar quién era el asesino. Un presidente de una República ya eran palabras mayores. Al principio dudó si aceptar el trabajo. Era arriesgado, pero lo que le ofrecieron le podía permitir estar fuera de la circulación por una buena temporada. Se podía retirar a un país lejano con una nueva identidad y una nueva vida. Se lo pensó mucho pero al final aceptó. Estuvo varios meses estudiando el objetivo: sus costumbres, sus desplazamientos, sus medidas de seguridad, sus discursos. Hasta que un día supo que el mandatario iba a presidir un acto inaugural de un gran complejo comercial en el centro de una ciudad. Era el sitio y el momento perfecto: un gran espacio abierto rodeado de edificios y grandes multitudes con la que mezclarse después del disparo.

Tenía una semana para preparar el golpe. Por medio de contactos se enteró dónde iba a estar la tribuna desde la que el presidente iba a dar el discurso. Estudió la zona y los edificios colindantes. Tenía que asegurar el disparo, no iba a disponer de una segunda oportunidad, por lo que no podía estar a más de 300 ó 400 metros del objetivo. Encontró el sitio perfecto: un quinto piso de un edificio de oficinas. Seguro que ese día estaría cerrado, por lo que tuvo que idear un plan para poder acceder a él y luego poder salir con seguridad. Una vez en la calle se mezclaría con la multitud para poder escabullirse.

Pero la banda mafiosa que lo había contratado se encargó de facilitarle las cosas: Casualmente esa banda era la que tenía contratado el servicio de seguridad de ese edificio. A través de su contacto en la banda, logró ser uno de los agentes que ese día iban a estar de guardia. Su compañero de vigilancia ya estaba avisado de los planes. Aunque los servicios de seguridad del Gobierno lograran averiguar desde dónde se hizo el disparo, les iba a ser muy difícil demostrar que esa empresa estaba implicada. Además, había por medio muchos intereses políticos y económicos. Sabía que el encargo procedía de la banda mafiosa, pero los instigadores principales ocupaban altos cargos políticos y empresariales. El actual mandatario era un escollo para sus planes y tenían que acabar con su poder de alguna manera poco democrática, pues era un presidente populista y sus votantes no lo iban a abandonar. Todo era perfecto, parecía imposible que nada pudiera fallar.

Un par de días antes de que los servicios de seguridad del presidente inspeccionaran todos los edificios colindantes a la plaza donde se iba a celebrar el acto, logró que la banda introdujera el fusil que iba a utilizar: Un SVD Dragunov Tiger calibre 7,62 mm. y un visor óptico de día SVD con la iluminación de retícula y telémetro de 1.300 metros. El proyectil sería un Sierra de alta precisión de 13 g, mortal de necesidad. Era el equipo que venía utilizando de un tiempo a esta parte. Ya se había encargado de calibrarlo haciendo pruebas durante una semana en un terreno privado que la banda le facilitó.

Un día antes del golpe, había quedado para cenar en un restaurante japonés con su contacto en la banda, tenían que ultimar los preparativos y asegurarse de que todo estaba planificado para no dejar ningún cabo suelto. Además, tenían que entregarle su nueva documentación y facilitarle una nueva dirección de correo electrónico con la que se pondrían en contacto. Ya se había asegurado de que la primera parte del pago estaba ingresada en una cuenta de la isla de Granada. Después del trabajo recibiría el resto dividido en varios ingresos en otras tantas cuentas en diferentes paraísos fiscales.

Llegó el momento señalado. Se vistió con la ropa de vigilante de seguridad y se dirigió bien temprano al edificio desde donde iba a perpetrar el magnicidio. Cuando llegó, la calle ya estaba vigilada por numerosos efectivos policiales. En todas las terrazas de los edificios que rodeaban la plaza, había tiradores de élite de las fuerzas especiales. Al entrar en el edificio lo registraron y le pidieron la documentación. Todo estaba en regla, la banda había hecho un gran trabajo previo.

Su compañero apenas cruzó la mirada con él. Era el único, aparte de su contacto, que lo conocía personalmente, pero suponía que la banda ya se encargaría de procurar que ese tipo no pudiera identificarlo nunca. Subió a la planta donde estaba escondido el fusil.

Poco a poco la plaza se iba llenando de gente. La multitud no quería perderse la oportunidad de ver al presidente de cerca. Era popular y lo admiraban por su lucha contra las mafias y los grupos de poder económico. Bajo su mandato se había detenido a importantes capos y desarticulado varias redes de corrupción urbanística. Estaba dispuesto a limpiar la República de mafiosos y vividores que se lucraban a costa del sufrimiento de la gente.

Faltaba una hora para el discurso y él ya lo tenía todo preparado. Ocupó el lugar que había elegido para efectuar el disparo. Era perfecto. Desde allí divisaba toda la tribuna sin nada que se interpusiera entre él y el objetivo: ningún árbol, ningún cable eléctrico, ningún elemento urbano. Era una trayectoria limpia. El sol estaba detrás del edificio donde él se encontraba y proyectaba sombra sobre la tribuna. Hubiera preferido un disparo frontal, pero para eso tenía que haber buscado una posición muy lejana y no podía arriesgarse. El ángulo de 45 grados desde donde iba a disparar no estaba mal. No era un blanco pleno, pero tampoco un perfil, donde el movimiento hacia delante y atrás del objetivo podía dificultar la acción. Se dedicó a enfocar la mira telescópica sobre los micrófonos de la tarima para tenerla calibrada correctamente.

Llegó el momento, el presidente ya había llegado y subido a la tribuna. La multitud vociferaba y agitaba las banderas y las fuerzas de seguridad entraron en acción. Los guardaespaldas personales del presidente no perdían detalle de las primeras filas. Los tiradores de élite apostados en los terrados, apoyados por compañeros con prismáticos, vigilaban todos los edificios de la plaza. Los agentes de policía controlaban todas las esquinas y calles adyacentes. La plaza estaba literalmente tomada.

Él, como buen profesional, ya había previsto que ese edificio iba a ser uno de los más vigilados. Un par de horas antes, unos agentes habían recorrido y registrado todas las oficinas cuyas ventanas daban a la plaza. Él, en su papel de guardia de seguridad, se había encargado de facilitarles el acceso. Los tiradores vigilaban especialmente esas ventanas, por lo que procuró buscar una posición adecuada para no ser visto. La ventana era corredera hacia la derecha y la dejó abierta apenas diez centímetros, lo suficiente para tener el ángulo de visión adecuado sobre el objetivo. Situó el cañón del fusil a un metro de la misma, apoyado con su bípode sobre una mesa y procuró que hubiera la máxima oscuridad en la estancia, de esa manera se aseguraba no se visto desde fuera.

El presidente se disponía a empezar el discurso. Él ya estaba preparado, su ojo derecho pegado a la mirilla; su dedo índice acariciando el gatillo; la respiración pausada, rítmica. Tenía enfilado el objetivo, era un blanco claro, diáfano, que además le facilitaba la puntería al no moverse apenas mientras hablaba. Previamente había estudiado sus discursos públicos y sabía que en las largas frases estaba totalmente estático, luego se echaba hacia atrás para coger aire, esperar el aplauso del público y continuar hablando. Sus peroratas tenían cierto ritmo: frases de dos a tres minutos, aplausos, coger aire, beber, frase larga de cinco minutos, más aplausos. Ya había decidido el momento. El presidente acababa de beber, por lo que sabía que a continuación iba a pronunciar una frase de cinco minutos. Había llegado el momento. Su dedo empezó a presionar suavemente el gatillo, sabía cual era el grado de presión exacto para que la bala saliera proyectada. Estaba llegando a él, un poco más y adiós al presidente de la República y hola a una nueva vida rodeada de lujos. En décimas de segundo esperaba oír la detonación. A la de tres: uno, dos…. Y en ese momento sintió como su barriga emitía un gruñido sordo y profundo y un agudo dolor se apoderó de su bajo vientre. No se podía concentrar en el disparo, necesitaba ir urgentemente al baño o se lo iba a hacer allí mismo. Intentó aguantar como pudo y concentrarse en su objetivo, pero no podía: el dolor se lo impedía, le obligaba a retorcerse. En ese momento, un apestoso líquido marrón se escurrió entre sus pantalones en medio de un intenso dolor de barriga. El dolor repentino y la mierda que le salió por la parte baja de lo pantalones, hizo que perdiera de vista el blanco. Se sintió un poco aliviado y relajado, tanto que durante unos segundos se olvidó completamente de su misión. Cuando recobró la entereza, volvió a mirar a través de la mirilla telescópica y ¡¡el objetivo ya no estaba!! ¡¡Me cago en todo lo que se menea!! exclamó. El presidente esta vez había hecho un discurso más corto de lo normal. Él no sabía que los servicios secretos estaban al tanto de que se podía producir algún tipo de atentado y procuraron que el acto fuera lo más corto posible.

A ver cómo le explicaba ahora a la banda que el presidente no estaba muerto porque él se había cagado encima. Adiós a su reputación. Sabía que el pescado crudo no le sentaba bien.

F. Antolín Hernández
Agosto de 2010

viernes, 27 de agosto de 2010

¡¡A LA PLAYA!!

Llevaba esperando ese momento todo el año. Después de estar once meses hecho un esclavo de los horarios, de su jefe, de la familia, se había ganado su dosis anual de descanso y relax. Bueno, de la familia no había podido desembarazarse, pero seguro que le daban menos el coñazo que estando en casa.

Iban a la costa, habían alquilado un apartamento en una céntrica zona turística llena de posibilidades: playa, parque acuático, zona de ocio, restaurantes, lugares para visitar. Se lo iban a pasar en grande.

Salió temprano para no coger caravana, pensó que a esa hora no habría mucho tráfico, pero seguramente pensaron lo mismo unas cuantas decenas de miles de conductores. Eran sólo 324 kilómetros y tardaron cinco horas en llegar. Deshidratados y de los nervios pero llegaron.

Se dirigieron al apartamento que estaba situado en pleno Paseo Marítimo. En primera línea de mar, le dijo el agente turístico al que se lo alquiló, pero lo que no le dijo es que el suyo daba a la parte de atrás del edificio, en plena zona de bares. En el folleto ponía que tenía salón, tres habitaciones exteriores, balcón y cocina y baño totalmente equipados. 3.500 €. por veinte días. Pensó que valía la pena y que había hecho bien reservándolo con cinco meses de antelación, seguro que ahora costaba mucho más.

Lo que tampoco le dijo, ni lo ponía en el folleto, es que era un cuarto piso y no había ascensor. Llegaron arriba reventados y además tuvo que hacer más de un viaje para subir todo el equipaje y las bicicletas. En el folleto, el apartamento, parecía más grande. En la habitación de matrimonio había una cama un armario de una puerta y una silla, no cabía nada más. En las otras dos habitaciones, una cama sencilla en cada una y un sinfonier de cinco cajones. El balcón media poco más de medio metro de ancho. En la cocina, si alguien quería entrar, tenía que esperar a que saliera la persona que había dentro y la “equipación” consistía en dos sartenes una olla y una cafetera. El fogón era de camping gas y la nevera medía un metro de alta. En el baño había que entrar pasando primero una pierna entre el lavabo y el water y la ducha era de plato de 1x1. Él dormiría en el sofá del salón, de skay, pues su suegra se acostaría en la cama con su mujer. Pues no está mal, pensó, por ese precio…

Dejaron las cosas y bajaron a comer algo, en el viaje no lo pudieron hacer y tenían hambre. Como no conocían nada, entraron en el primer restaurante que encontraron. El menú era ensalada verde, paella, pan, agua y postre. Cafés y otras bebidas aparte. Dieciocho euros por barba. Se sentaron y pidieron cinco menús. La ensalada consistía en cuatro hojas de lechuga, dos trozos de tomate y cuatro olivas. La paella llevaba horas hecha y el arroz estaba algo pasado, pero se podía comer. El agua de grifo, por supuesto. El pan eran trozos que por lo visto habían sobrado de otras mesas, pues había algunos que estaban mordidos. De postre plátanos, que seguro que eran de una variedad exótica, pues estaban todos negros, no había otra cosa.

Como se habían levantado temprano, decidieron dormir la siesta para estar frescos esa noche y poder recorrer el pueblo y hacerse una idea de cómo era el sitio. Cada uno se dirigió a su habitación. Hacía mucho calor y, como el apartamento daba sólo a una calle, no había corriente de aire y además no disponía de aire acondicionado, por lo que dejaron las ventanas abiertas. Entraron cinco familias enteras de mosquitos una para cada uno, estaban organizados, y cada familia constaba de varios miembros. Entre los mosquitos, el calor y el ruido de la calle, ninguno pudo dormir. Bueno, es cuestión de acostumbrarse, pensaron. Aquella noche cenaron en el mismo lugar pues, por lo visto, les había gustado y no era caro. Por ser clientes habituales, ya que nadie repetía, le pusieron cinco hojas de lechuga de las ensaladas que habían sobrado al mediodía, gentileza de la casa. Se acostaron pronto y no pudieron dormir mucho por los mosquitos, el calor y el ruido de la calle.

Ya llevaban una semana allí y estaban más acostumbrados. Quitando que apenas dormían; que la grúa se llevó el coche por aparcarlo en zona azul; que estaban acribillados por picaduras de mosquitos y tábanos; que no podía doblar la espalda a causa de dormir en el sofá; que se habían intoxicado por comer ensaladilla rusa en mal estado; que su suegra se quemó la espalda por dormirse de dos a cinco de la tarde en la playa; que tuvieron que hacerle la respiración boca a boca a su hijo porque le había dado por respirar debajo del agua; que su mujer ya llevaba tres picaduras de medusas; que le habían robado el móvil; que una masajista china que le iba a relajar la espalda se la dejó peor todavía; que un patín de pedales le había golpeado la cabeza; que un perro aprovechó que estaba tumbado boca abajo para mearse encima de él; que tenía que levantarse a las seis y media de la mañana para reservar sitio en la playa; que todas las mañanas le tenían que ayudar a despegarse del sofá; que había pisado un erizo de mar; que habían tenido un pequeño susto con el camping gas; que en el parque acuático, en el tobogán Kamikaze, le cayó encima el tipo que venía detrás pues al pesar 120 kilos bajó más deprisa que él, cuestión de física; que se había peleado con tres turistas ingleses borrachos que le dijeron “mi me voy a foullar a tu muggerr” y mientras los otros tres le daban palpelo, su mujer decía, “déjalos que son muy simpáticos”; que no tenían televisión ni Internet y se comían las uñas mirando el techo del apartamento; pues no les estaba yendo mal. Y lo bueno es que todavía les quedaban trece días. ¡¡Qué gozada!!

F. Antolín Hernández
Agosto de 2010

martes, 24 de agosto de 2010

Nunca pasa nada en agosto

Estaba convencido de que era el mejor mes del año. Ya se le había acabado las vacaciones, pero no le importaba, ahora tenía otro mes por delante para descansar a pesar de tener que acudir al trabajo. A efectos laborales, era un mes totalmente inhábil. Ni una llamada, nadie para hacer pedidos, nadie para recibirlos, ningún jefe, sólo en la oficina, nadie que le molestase. Tenía acceso a Internet, con algunas limitaciones eso sí, y ocho horas para estar tranquilo, relajado.

Luego estaba el hecho de que podía levantarse más de media hora más tarde que de costumbre. Al estar casi todo el mundo de vacaciones, se evitaba los clásicos atascos en la autopista de entrada a la ciudad. Era una maravilla.

Si había algún pero, por buscar alguno, es que en agosto nunca pasaba nada. Los diarios tenían que llenar las páginas con suplementos de verano hechos por becarios. Los telediarios no sabían como rellenar el tiempo de emisión, parecía como si el mundo se paralizase. Para un adicto al fútbol como él, era un coñazo tener que leer simplemente las actividades de pretemporada de su equipo o tener que tragarse esos infumables torneos de verano. Pero bueno, formaba parte del paquete y lo daba por bueno.

Aquella tarde, caía una de las típicas tormentas de verano. Salió de la oficina y cogió el coche para ir a casa. Iba pensando en la cita que tenía aquella noche con una amiga. Quizás mojaba, estaba muy buena y creía que él también le gustaba a ella. Todavía no había recorrido un par de kilómetros cuando el vehículo empezó a echar humo y se paró. Procuró acercarlo lo más posible al arcén para no entorpecer el tráfico, aunque no se veía un solo coche hacía tiempo. Pensó quedarse dentro de él y llamar al seguro. Cogió el móvil y se dio cuenta de que le quedaba poca batería: la noche anterior se le olvidó cargarlo. Pensó que para un par de llamadas le llegaba. Marcó el número de la compañía y oyó a la voz grabada que le decía. “Para hablar con el departamento comercial pulse 1” “Si quiere información sobre tipos de seguro pulse 2” “Si necesita saber su nº de póliza pulse 3” “Para hacer una incidencia pulse 4”. Así hasta diez opciones. Cuando pulsó el número que se ajustaba a lo que quería, le ofrecieron ocho posibilidades más. De estas ocho eligió la que le correspondía y le salieron cuatro más. Iba a pulsar el número que la voz dijo que era el de “si desea asistencia en carretera” cuando se le acabó la batería.

No supo qué hacer. Estaba en medio de la autopista y diluviaba. La salida más cercana estaba a tres kilómetros. Salió del vehículo cubriéndose con el chaleco reflectante para ver si venía algún conductor que lo pudiera auxiliar. Nadie. Vaya, esto se complica un poco, pensó. Cuando de repente, a lo lejos, vio las luces de un vehículo que se acerca. ¡Salvado! Tenía las luces del suyo encendidas y pensó que el otro, aunque las viera, quizás no le prestaría atención. Así que trató de que el conductor se fijase en él. Se puso casi en medio del carril por donde venía para hacerle señales para que se detuviera. Pero, para su sorpresa, vio que el vehículo no aminoraba la marcha, al contrarió, aceleró más. Cuando pasó por su lado tuvo que saltar hacia el arcén para no ser atropellado. Cayó en mala postura y se torció un tobillo. ¡La madre que lo parió!

Dolorido y mojado trató de no perder los nervios. No podía quedarse allí a esperar ayuda. Aparte del poco tráfico, era lógico que no parasen, con la lluvia apenas se distinguía nada y además la gente es muy desconfiada, hasta él mismo se plantearía parar o no. Así que decidió ir andando hasta la próxima salida, le sería más fácil encontrar a alguien.

Cerró el coche y cogió un plástico que tenía en el maletero del coche para refugiarse de la lluvia. Poco a poco anduvo el camino que le separaba de la salida. Le dolía el pie pero lo podía aguantar, peor era que estaba totalmente empapado y podía coger un resfriado.

No conocía el lugar donde salió, sabía que era la zona alta de la ciudad, había pasado por allí infinidad de veces, pero nunca la había visitado. Comenzó a andar sin rumbo fijo esperando poder encontrar algún sitio abierto para entrar y llamar por teléfono. Nada, en todos los establecimientos se encontraba el mismo cartel “Cerrado por vacaciones”. Por la calle tampoco había nadie, la lluvia no invitaba a salir. Ni un alma, ni un taxi. Encontró un parque donde un banco bajo una marquesina le ofrecía la posibilidad de descansar y refugiarse un poco del agua. Se sentó esperando a ver si escampaba y por suerte salía alguien de casa para poder preguntar por algún taller o sitio desde donde poder llamar a la grúa. Pasó casi tres horas allí sentado. El tobillo cada vez le dolía más y empezaba a sentir frío.

Estaba oscureciendo, tenía que hacer algo. La lluvia ya había remitido. Se dio cuenta de que las luces de las farolas no se encendían y que los semáforos no funcionaban. Pensó que la tormenta había dejado a aquella zona sin luz. Para ser una tormenta de verano fue demasiado larga y con muchos rayos, pensó. Se levantó y empezó a caminar como pudo. Se tapaba con el plástico, pues estaba empapado y cada vez tenía más frío. De pronto, a lo lejos, le pareció ver a alguien. Trató de aligerar el paso para ver si lo pillaba. Giró una esquina y allí estaba, paseando a un perro que se había detenido a cagar. El hombre, una persona mayor, llevaba un paraguas en la mano. ¡Eh, eh!, gritó. El dueño del perro se giró y cuando lo vio aligeró el paso. ¡Espere! Pero el hombre se dirigió a un portal que trataba de abrir. Él se acercó y trató de decirle algo. En ese momento el otro se giró y le soltó un paraguazo en la cabeza con el mango de madera del paraguas. Entre el golpe y que no podía aguantarse bien por el tobillo dolorido, cayó al suelo, momento que aprovechó el del perro para asestarle un par más de porrazos. El animal se abalanzó sobre él y le soltó una dentellada en la pantorrilla. El hombre gritaba mientras le arreaba ¡A mí, a mí! ¡Socorro un ladrón! Él no entendía nada y no podía hablar, suficiente tenía con protegerse de los golpes y del perro. Cuando el anciano creyó que el mangante ya tenía suficiente, aprovechó el momento para meterse rápidamente en la escalera a pesar de que el perro se resistía a soltar su presa.

Él se quedó en el suelo dolorido y sangrando. Tenía varios golpes en la cabeza por donde le salía un hilo de sangre. El perro le había mordido en las piernas y brazos y le había destrozado los pantalones y camisa. Se reincorporó y se apoyó en la pared. Sacó un pañuelo mojado del bolsillo del pantalón y se limpió como pudo la sangre que empezaba a cubrirle la cara.

A causa de los golpes había perdido algo la noción del tiempo y no supo cuánto rato estuvo allí apoyado, pero fue el suficiente para un par de jóvenes que pasaron por allí le quitaran el móvil y la cartera y de que el hombre del perro llamase a la policía y ésta se personase en el lugar. Cuando vio al coche patrulla pensó que menos mal, que ahora seguro que le echaban una mano. Efectivamente, le echaron una mano, pero no una sino cuatro. Los agentes bajaron rápidamente del coche y se abalanzaron sobre él tirándolo al suelo. ¡No te muevas o te rompo la cabeza!, le gritó uno de ellos. El sólo pudo decir que necesitaba una grúa, pues del golpe que le dio uno de ellos con la defensa de madera, perdió definitivamente el conocimiento.

Despertó en un calabozo oscuro. Tenía el tobillo y la cabeza a punto de estallar con varias heridas con sangre seca pegada a ellas. En las piernas y brazos varias señales de mordeduras de perro, alguna de ellas lo suficientemente profunda para que fuera preocupante. Al principio no entendía nada, tardó mucho en ser consciente de la situación, pero cuando recapituló sobre lo ocurrido se dio cuenta de que todo había sido una serie de malentendidos. De pronto pensó en su amiga ¡joder, adiós al polvo!

Cuando ya llevaba allí algunas horas, se acercó un guardia y le dijo, tienes suerte capullo, tu víctima no ha puesto denuncia, dice que no quiere líos de juicios y cosas de esas. Pero tendrás que decirnos porqué vas indocumentado. Él trató de explicarles todo lo ocurrido. Los municipales al principio no le creían, pero ante su insistencia, al final accedieron a comprobar si efectivamente había un coche parado a tres kilómetros de la salida de la autopista. Cuando comprobaron que era cierto y que la matrícula coincidía con la que él les había dicho, le dijeron que llamarían a una grúa para que lo retirase y a él lo llevaron al hospital más cercano.

Ya estaba en la cama del hospital. Tenía torcedura de tobillo, varios golpes en la cabeza que necesitaban una observación detallada porque podían haber causado una lesión neurológica, una mordedura en la espinilla que requirió varios puntos de sutura, una inyección antitetánica y otra contra la rabia y un principio de pulmonía. La ropa totalmente mojada y destrozada y el móvil y la cartera le habían desaparecido. Suerte que se sabía el número del móvil de su amiga de memoria. La llamó desde el teléfono del hospital y ésta le dijo que se fuera a la mierda, que a ella nadie le daba plantón y que encima se pensaba que era tan tonta como para creerse la historia que le acababa de contar, que qué excusa era esa.

Se tumbó en la cama, cogió el Marca y empezó a hojearlo. Mientras lo hacía pensaba, joder, qué mierda, nunca pasa nada en agosto.

F. Antolín Hernández

Agosto de 2010

jueves, 19 de agosto de 2010

Relato de un verano aburrido (Epílogo)

EPILOGO

¿Seguro que sólo le querías cortar las correas? Le preguntó Morticia a Mortimer. Conocía bien a su hijo y sabía que le gustaba, que disfrutaba cortando cosas, sobretodo cabezas. Siempre se había contentado con alguna que otra vaca enferma, gallina o algún animal salvaje que pillaba desprevenido, pero ella era una de las dos únicas personas que sabía que la Cova del Captallat, a la que antes llamaban simplemente La Cova, le debía el nombre a su hijo. La Guardia Civil tenía sospechas, también conocía su afición. Además, un corte tan perfecto como el que presentaba el pescuezo de la víctima, sólo se podía haber hecho con un objeto muy afilado y de un solo tajo: con una guadaña, por ejemplo. Era un corte oblicuo, de arriba a abajo, limpio, sin un solo desvío, de una ejecución perfecta. Estaban seguros de que, desde el suelo, el cerebro de la víctima pudo procesar durante unos segundos la información que los ojos le enviaban y pudo ver como se desplomaba su cuerpo sin cabeza.

Según el forense, la cabeza había sido seccionada hacía dos o tres semanas, pero no pudo concretar una fecha fija. Interrogaron a Mortimer, pero no pudieron sacarle más que un, yo no sé nada de eso. También interrogaron a la antigua novia de la víctima, que un día apareció en el pueblo con la ropa rasgada y llena de moratones y heridas. Según ella, había ido a coger setas y se cayó por una ladera. El caso se cerró sin un culpable, la víctima tampoco es que se mereciera que se perdiera mucho el tiempo intentando encontrar a su asesino. Toda la comarca lo conocía: era un conocido maltratador que hacía poco que había salido de la cárcel y se había ido a vivir de nuevo al pueblo, donde tenía a toda la gente acobardada. Por eso aquel día, cuando Mortimer vio en la orilla del río como él intentaba abusar de su antigua compañera, no pudo evitar hacer lo que hizo. Ni se lo pensó, simplemente levantó la guadaña y la dejó caer con un preciso movimiento de sus muñecas sobre el cuello del hombre. Cogió el cuerpo y la cabeza y enterró ambas cosas en el cementerio de la ermita. Pero dos semanas después, un zorro inoportuno sacó la cabeza y se la llevó a la cueva que había allí cerca. No pudo disfrutar de su festín, unos excursionistas se lo impidieron.

Morticia sabía lo que pasó, pero nunca se lo recriminó. Como tampoco lo hizo cuando su hijo le contó que se encontró en el monte con el huésped al que pilló con su guadaña. El tipo se hospedaba solo y se pasó dos días burlándose de ellos, de la foto de las gemelas, de las historias de paletos que contaban de la buhardilla, que si eran todos unos ignorantes, que si la vieja parecía la bruja de Blancanieves, que si Mortimer era el Dr. Muerte. Se lo encontró en la poza que había al lado del camino que subía a la ermita. Aquel día Mortimer no llevaba la guadaña. El tipo se burló de él y de su madre diciéndole que eran los dos personajes más raros que había visto nunca y que porqué no se iban a trabajar en la Casa del Terror del Tibidabo, que ellos tenían que estar en la feria, que seguro que la gente pagaba por verlos. Sólo se calló cuando Mortimer metió su cabeza bajo el agua y la aguantó ahí un buen rato. Según le dijo Morticia a la Guardia Civil, Mortimer estuvo todo ese día con ella ayudándole a limpiar la casa.

Sí, sólo quería cortarle las correas. El narigudo era un poco gilipollas, pero no me caía mal. ¿Has visto a las niñas?





AGRADECIMIENTOS

Gracias a las personas que han inspirado a los protagonistas de esta historia: Esther, Paco, Jorge, Paca, Martín, Alberto, Albert, Marisol, Toni, Pilar, Reyes, Julio y el impagable Jan. Sin ellos esto no hubiera sido posible. Espero que ninguno se sienta molesto por el perfil que se ha trazado de ellos. Evidentemente todo se ha exagerado e incluso inventado.

Gracias por estar ahí, por ser como sois y por ser mis amigos. Gracias también por animarme a seguir el día que os enseñé lo primero que escribí sin tener idea de cómo iba a seguir la historia. Esto no va a pasar de ser un pasatiempo, pero me ha ayudado a hacer más llevadero un verano un poco aburrido, me lo he pasado de puta madre y espero que vosotros también.

Y gracias también a todos los que os habéis pasado por aquí a leer esta historia. Espero que os haya gustado.

F. Antolín Hernández (El Jefe)

miércoles, 18 de agosto de 2010

Relato de un verano aburrido (15ª Entrega)

DÍA TRES

EL SÉPTIMO DE CABALLERÍA

Ahora oyeron ruido en la parte de abajo, parecía la puerta de entrada que se había abierto. ¿Qué leches será ahora?, pensaron. Enseguida les vino a la cabeza el cementerio contiguo. Oyeron pasos subir por la escalera y todos tenían los flashes preparados. Lo que vieron les impidió reaccionar. Ahora sí era un espectro con figura de hombre. Hombre sí, porque sin duda se trataba de eso, de un hombre. Alto, delgado, desgarbado, ligeramente encorvado hacia adelante. Su rostro huesudo, enjuto, con los pómulos, o lo que quedaba de ellos, tan metidos en su boca que casi se tocaban por la parte de dentro. Eso, junto con la capa con capucha con la que se cubría, le daba un aspecto verdaderamente siniestro. Aunque siniestro no era la palabra adecuada para definirlo. Era más bien irreal. Ese hombre, porque tenía apariencia de hombre, no parecía de este mundo ni del otro. ¡¡¡Mortimer!!! Gritaron todos. Nunca pensaron que se alegrarían tanto de verlo.

Mortimer había salido en su búsqueda antes de madrugada. Sabía que iban a la ermita y que no se moverían de allí. Les explicó que Morticia le había mandado a por ellos. El agua que había caído había desbordado el río y anegado el camino. A ellos solos les iba a ser imposible regresar. Llevaba una gran mochila sobre la espalda de la que sacó anoracs y ropa de abrigo para todos. Esa ropa era alguna de las cosas que los huéspedes se dejaban olvidadas, sobre todo los que salían corriendo debido al shock que les producía el contacto con la naturaleza y no volvían fuera lo que fuera lo olvidado. Mortimer también llevaba en la mochila algo de comida. Se quedaron perplejos, aquel hombre había caminado de noche él solo, cargado de aquel gran bulto sólo para ir a buscarlos y llevarlos de regreso a la masía.

Alguno estuvo a punto de abalanzarse sobre él para abrazarlo y besarle, pero su mirada avisó de que mejor no lo hiciera. Tienen que acompañarme, les dijo. Ellos no pusieron ninguna objeción, ahora mismo irían al final del mundo con él. Recogieron todas las cosas y salieron de la ermita. Martín y El Pitufo ayudaban a El Jefe. Mortimer le dio a Tano, que tenía algo de fiebre, su capa para que se abrigase. Tenemos que ir por otro camino, el que sigue el curso del río ya no existe. Todavía no acababa de clarear, se vislumbraba algo, pero había una media penumbra que era reforzada por la niebla que se había instalado en el bosque.

Mortimer abrió la verja que daba al cementerio y se adentró en él. Todos se quedaron parados. Le dio el cayado que llevaba a El Jefe para que lo usase de bastón y les dijo, síganme, tenemos que cruzar el cementerio. Todos obedecieron, con Mortimer a su lado no creían que ningún espectro ni espíritu se atreviera con ellos.

Iban en fila india detrás de su salvador. La tierra que pisaban estaba blanda, el agua había sido absorbida por completo. No pisen las tumbas, les advirtió Mortimer. Todos se quedaron parados. Cuando reanudaron la marcha parecía que estaban atravesando un campo de minas, ponían los pies exactamente en el mismo sitio que los ponía su predecesor. Albertojendrix, ante la vista de aquellas cruces y lápidas en medio de aquella bruma, no pudo evitar parar para hacer una foto. Se desvió unos pasos del grupo. Enfocó a sus amigos y buscó el mejor encuadre. La composición no podía ser más oscura: una fila de personas que se perdía en la niebla rodeada de cruces. Dio un par de pasos hacia atrás para encuadrar mejor y de pronto sintió que algo le agarraba el pie, dio un respigo y perdió el equilibrio. Cayo de bruces sobre el barro con su cara a dos centímetros de una calavera que lo miraba fijamente. ¡Aaah! El grito alarmó al grupo que se dio la vuelta y fueron hacia donde se encontraba Albertojendrix. Estaba tendido en el suelo, inmóvil, no se atrevía a moverse. Su pie derecho era agarrado por una esquelética mano. Todos se quedaron paralizados. Mortimer fue el único que se acercó y le ayudó a levantarse. Le soltó los huesos del pantalón donde se habían enganchado y les dijo, tengan cuidado, la lluvia ha removido la tierra. Hacía mucho tiempo que no llovía tanto. Efectivamente, el agua caída había hecho que algunas tumbas perdieran la tierra que había sobre ella. Los monjes no gastaban en ataúdes y eran enterrados simplemente con unas paladas de tierra por encima.

Hasta que no salieron del cementerio, todos fueron agarrados unos a otros como en una conga, sin desviarse un milímetro del camino que marcaba Mortimer.

Empezaron a descender la montaña por el lado opuesto por donde habían subido. Era menos empinado pero más largo. Se adentraban más en el bosque. Aunque estaba amaneciendo, la luz apenas se filtraba entre la niebla. Iban despacio, ninguno quería perder de vista al que tenía delante. La marcha era lenta, muy lenta. Atravesaremos el río por el puente que hay en el camino por el que llegaron ustedes con los coches, les dijo Mortimer, es mucho más largo pero es el único sitio por donde se puede pasar. Pararon varias veces a descansar y comer algo. Entre eso y que El Jefe apenas podía apoyar el pie, tardaron varias horas en llegar. Exhaustos, rendidos, mojados, derrotados. Cuando salieron del bosque y vieron el valle despejado de niebla y con una intensa luz que lo alumbraba, parecía que habían llegado al Paraíso y se hicieron una idea de lo que tuvieron que sentir los pasajeros del avión que se perdió en los Andes cuando los recataron. Ya se ha dicho que eran muy peliculeros.

Ante ellos, a lo lejos, estaba la masía y veían a Morticia en la puerta con las manos encima de los ojos en forma de visera. Estaba esperando a que llegaran. Se acercaron poco a poco y cuando por fin llegaron, la vieja les dijo, entren, en un tono entre apremiante y preocupado.

Entraron al salón y lo que vieron les dejó parados. En la chimenea un gran fuego calentaba la estancia. En medio, en la gran mesa, había preparado un gran banquete, había de todo: grandes rebanadas de pan, botellas de vino, embutido de toda clase, fruta, jarras con leche, café, zumos de fruta, agua. Siéntense y coman algo, les dijo mientras se dirigía a la cocina. Ellos no se lo pensaron dos veces. Se sentaron en la mesa y empezaron a comer, parecía que llevaban dos semanas perdidos en la montaña. Morticia regresó con una gran perola. Dentro había un caliente y oloroso cocido que acababa de hacer. Mi hijo mató un par de gallinas ayer. Coman, les sentará bien. Eran el mejor cocido que habían comido en su vida.

Una vez saciado el estómago y calentado el cuerpo, subieron a ducharse, no más de cinco minutos cada uno, y cambiarse de ropa. Morticia le preparó a Tano un brebaje de hierbas para que le bajase la fiebre y se le pasase el resfriado. Le preparó una botella llena y le dijo que se lo bebiera tres veces al día. Dentro de un par de días ya estaría bien. Al Jefe le puso una cataplasma en el tobillo, no se la tenía que quitar hasta que se fuera a dormir.

A medida que acababan de ducharse iban bajando al salón. Estaban relajados y contentos. Casi ninguno quería hablar de los acontecimientos de esa noche, era un episodio que preferían olvidar. Se pusieron a hablar sobre la partida. Tenían que preparar las cosas para regresar a casa. Según las normas del hostal, tenían que abandonarlo antes del mediodía, pero Morticia les dijo que no tuvieran prisa, que descansasen y ya se irían por la tarde. En sus planes iniciales ese último día se levantarían temprano y se prepararían para irse pronto y pasar la jornada en el pueblo. Comerían allí y luego partirían de vuelta. Pero prefirieron hacer lo que les propuso Morticia.

Es lo que hicieron, se reunieron todos en el salón y alguno se echó un sueñecito. Morticia les volvió a preparar algo de comer. Esta vez hizo una escalibada y chuletas de cerdo que había asado en la parrilla. Esta mujer era sorprendente.

LA PARTIDA

Ya habían descansado, comido y preparado todo para la marcha. Cargaron los equipajes en los coches. Morticia y Mortimer los observaban desde la puerta. Los amigos los miraron y todos, sin ponerse de acuerdo, se dirigieron hacia ellos. Uno a uno estrecharon la mano de Mortimer y abrazaron y besaron a Morticia, que se quedó un tanto desconcertada. Definitivamente esta gente era tonta y patética, pero sí, les caía bien.

Martín no podía irse sin antes hacer una última cosa. Les propuso a todos que se reunieran para una foto. Morticia y Mortimer no sabían muy bien para qué leches quería aquel una foto de ellos, pero accedieron. Mortimer dijo, espere un momento. Se fue y al poco regresó con la guadaña. Se juntaron todos con la masía de fondo. Martín montó la cámara en el trípode, puso el disparador automático y se reincorporó al grupo. La cámara disparó. Todos estaban sonrientes, menos Morticia y Mortimer, que salieron serios, muy serios. Ella bajita, de negro, encorvada. Él esta vez se había puesto tieso. Estaba detrás del grupo agarrando la guadañan con las dos manos. Ésta sobresalía amenazante por encima de la cabeza del grupo, pero ahora ninguno encogía el cuello.

Los amigos se besaron y se abrazaron. Quedaron en que ya prepararían una quedada para hablar sobre la experiencia. Esta no es que les hubiera dejado muy buen sabor de boca, el parte de guerra era desolador: una cabeza de vaca putrefacta, un desmayo de un susto, un estómago hecho polvo por un sorbo de queimada, una picadura de abeja en la picha, una caída en el río, un remojón general, unas piernas arañadas y acribilladas a picotazos, un tobillo torcido, un conato de pulmonía, una noche entera en vela muertos de hambre, frío y acojonados, una travesía de varias horas por un bosque húmedo y sombrío.

Pues no ha estado mal del todo, tenemos que repetir, dijo Esther. El Jefe no lo dijo, pero sí lo pensó. Una y no más Santo Tomás.

FIN

lunes, 16 de agosto de 2010

Relato de un verano aburrido (14ª Entrega)

LA CAMPANA

Entre el cansancio, el calor del fuego y Van der Graf, algunos empezaron a adormilarse. El primero en dormirse fue Jan, a él todo aquello de la tormenta, rayos, truenos, campanas, monjes y cementerios, no le afectaba nada. Más de uno lo envidiaba. Otros, como El Jefe, preferían mantenerse despiertos, querían estar preparados para lo que se pudiera presentar. Martín le propuso subir al campanario, aunque fuera ya de noche tenía que ser chulo estar allí arriba. El Jefe accedió, lo que fuera con tal de no dormirse, Subieron y arriba, aparte de mucho aire, agua y frío, no había nada ni se veía nada. Los rodeaba una oscuridad total, las nubes no permitían mostrarse a la luna llena. Un poco decepcionado, El Jefe decidió irse y empezó a bajar los escalones de madera. Apenas veía donde ponía el pie, porque si lo hubiera visto no habría perdido el equilibro y caído rodando hasta el piso de abajo. El último golpe se lo dio en la cabeza.

Al oír los golpes y el grito que lanzó, todos fueron corriendo a ver qué había pasado. Se lo encontraron en la escalera con los pies hacia arriba y la cabeza en el primer escalón. ¡Joder chaval! El Pitufo fue el primero que llegó a él, se agachó y vio que tenía los ojos cerrados. ¡¡No te vayas!!, le gritó ¡¡Quédate conmigo, no vayas hacia la luz!! Los demás estaban paralizados. El Pitufo, que en el fondo, muy en el fondo, lo apreciaba, trató de reanimar a El Jefe. Le apretó varias veces el pecho y le arrimó la boca para hacerle la respiración artificial. El Pitufo también había visto muchas películas. Cuando ya tenía su boca casi pegada a la de El Jefe, éste despertó. ¡¡Pero qué coño haces, quita de ahí!! El Pitufo lo soltó en el acto y dio un respingo hacia atrás. ¡¡¡Ayyyyy, mi tobillo!!!, se quejó El Jefe. Se lo había torcido. Fue la única consecuencia de la caída, el golpe en la cabeza sólo le había producido un leve desmayo. Alguno aprovechó para hacer algunas fotos con flash. Le ayudaron a levantarse e ir hacia la chimenea. ¡Me cago en Satanás!, soltó. Tío, que estamos en una ermita, le dijo alguien. ¡Pues me cago en Satanás y en su puta madre! A El Jefe todo aquello ya empezaba a superarle, estaba hasta los cojones del monte y de aventuras.

Pilar trató de darle unos masajes que había aprendido en una clase de Masajes Relajantes Orientales, por si le servía de algo, pero en vez de relajarlo cada vez que le tocaba el tobillo le entraba ganas de cogerla del cuello y estrangularla, encima que ella lo hacía con toda la buena intención. Reyes sacó una de sus camisetas de repuesto por una ventana y la mojó con el agua fría de la lluvia, aquello pareció relajarlo un poco. Jan ni se había enterado, ya estaba en la fase REM.

Ya tenía que ser cerca de la medianoche y el agua no cesaba. La mayoría se habían quedado medio dormidos. En eso que oyeron tan, tan, tan. ¡La campana! El grito de Reyes los despertó. Marysun apretó el brazo de Albertojendrix. Jorge apretó el de Paca, Esther y Reyes se abrazaron, Pilar dijo, ¡anda!, la campana. Martín siguió durmiendo. El Pitufo y El Jefe estaban mudos. ¿Estáis seguros que era la campana?, dijo Esther y de nuevo, tan, tan, tan, tres toques más. Se arremolinaron en un rincón y todos miraban hacía la abertura de la escalera que subía al campanario. Oyeron pasos. La respiración y el latido del corazón de algunos, no dejaba oír la lluvia. Más pasos. Alguien descendía por la escalera. Estaban todos abrazados, menos Albertojendrix que había cogido la cámara para estar preparado, aquello podía ser la hostia. Una sombra que se hacía cada vez más grande se iba vislumbrando en el hueco de la escalera. ¿Tenemos ajo?, preguntó Pilar. ¿Ajo?, para qué quieres ajo, le preguntó tembloroso El Pitufo. Pues para ahuyentar a los espíritus. Eso es para los vampiros, le espetó El Jefe, que en esos momentos se acordaba de la queimada y el conjuro de Morticia.

La sombra cada vez era más grande y los pasos se oían más fuerte. ¡Ya sé!, dijo Jorge, cojamos los flashes y cuando el espectro entre los empezamos a disparar, lo mismo lo ahuyentamos. Por supuesto todos daban por hecho que lo que iba a entrar sería un espectro. ¡Cómo mola, nen!, Albertojendrix y su inconsciencia. Algunos lo tenían montados en la cámara, otros lo cogieron en la mano y pusieron el dedo en el botón de destello. Esperaron apuntando todos hacía la abertura de la escalera. Temblorosos, sudando y no de calor, rezando. Despertaron a Martín, su flash era profesional y necesitaban todo el arsenal disponible.

La sombra ya no era etérea, una figura se recortó en el hueco y todos dispararon la cámara y los flashes, lo hicieron compulsivamente mientras algunos gritaban, esperaban que el espectro de las tinieblas reaccionara a la luz de día que el destello de los flashes les arrojaba. Cuando dejaron de disparar y de gritar, vieron que el espectro había adoptado la forma de Tano y Superjulio que se estaban descojonando. Todos se quedaron boquiabiertos y sorprendidos. Hasta que se dieron cuenta. ¡Me cago en vuestra estampa! ¡Sois unos capullos! ¡Gilipollas! ¡La madre que os parió! Ellos ahora estaban llorando de la risa, no podían hablar. Habían subido a fumarse un canuto y de paso se les ocurrió lo de la campana. A los demás no les hizo puta gracia. Más de uno ya se veía acompañando a las tinieblas al espectro que había venido a reclamarlos.

Una vez recobrados del susto unos y del descojone otros, se calmaron y decidieron que nadie saldría de allí sin decírselo a los demás, ya estaba bien de bromas que sólo hacía gracia a quien las hacía pero que a quienes las recibía podían producirle un ataque de funestas consecuencias.

Se acababa la madera que habían traído para el fuego. Alguien tenía que bajar a por más. Albert El Artista se ofreció voluntario si alguien le acompañaba. Reyes y Esther fueron con él.

Albert estaba acostumbrado a vivir en el campo, pasaba largas temporadas en una casa en un pueblo de Lérida. Su aspecto era de un ex-hippie campestre. Era un creativo, su mente era una máquina para el diseño gráfico, pero le había declarado la guerra al tipo de letra Arial, no la soportaba, le daba grima, la detestaba incluso más que a la Comic Sans MS. Se negaba a utilizarla. Si algún cliente le pedía un diseño que incluyera ese tipo de letra, se negaba en redondo a hacer el trabajo, incluso prefería perderlo. Antes eso que renegar de sus principios. Él, que había estado en Ibiza, que había viajado en una furgoneta Volkswagen amarilla adornada con flores por toda Europa, que había tocado la guitarra en una playa a la luz de la luna y alrededor de una hoguera, que había fomentado el amor libre y la paz entre las personas, que se había declarado insumiso, no estaba dispuesto a utilizar la letra Arial por nada del mundo.

Bajaron a por más madera alumbrados por uno de los cirios que habían cogido Paca y Jorge. La planta de abajo, con las columnas el altar y las figuras de San Sarasa y sus colegas, tenía un aspecto sobrecogedor. Fueron directamente a donde Jorge les había dicho que estaba el banco roto. Como pudieron cogieron varios trozos de madera y subieron echando leches a la seguridad, relativa, del grupo.

La hoguera se reavivó y eso los animó un poco, cuando otro gran trueno los volvió a sobresaltar. Aquella noche no ganaban para sustos y eso que sólo era la una de la madrugada. Qué noche más larga se les estaba haciendo.

Pasó una hora y todo parecía que volvía a estar en calma, excepto la tormenta. Albertojendrix, como no se había traído otro cedé porque se los había olvidado, volvió a poner a Van der Graf Generator, para coger el sueño, dijo. Se fueron relajando y se dejaron vencer por Morfeo, incluso El Jefe, al que cada vez le dolía más el tobillo. Los ronquidos empezaron a dejarse oír.

Pasaba la noche, la tormenta ya se había convertido en llovizna, la lumbre era apenas unas ascuas. Había pasado un par de horas más. Tan, tan, tan, la campana volvió a repiquetear. Nadie reaccionó. Tan, tan, tan. Ahora sonó algo más fuerte. Jorge, que era el que tenía el sueño menos profundo, abrió los ojos y aguzó el oído. Tan, tan, tan. Al principio no sabía si estaba soñando, pero ahora estaba seguro. Tan, tan, tan, despertó a los que tenía más cerca. Me cago en la puta, ya están otra vez estos dos gilipollas con la broma, dijo El Jefe, que se había despertado. ¿Quiénes?, preguntó Tano. Superjulio también se despertó. ¡Hostias!, entonces quién hay arriba. El Jefe despertó a todos para comprobar si faltaba alguien. Estaban todos ahí abajo. Entonces quien…. no acabó la frase. Ninguno volvió a dormirse. Se pasaron el resto de la noche con los flashes apuntando hacia el hueco de la escalera.

El búho que solía rondar por allí, hacía tiempo que consideró que aquel campanario era un buen punto de observación para acechar a sus presas. Lo malo era el ruido que hacía aquella cosa cuando la tocaba o rozaba con las alas o cuando se posaba en la cruceta que la aguantaba. Aquella noche, al escampar un poco la tormenta, decidió salir a ver qué pillaba por allí.

El grupo se pasó el resto de la noche en vela, con las manos puesta en los disparadores de las cámaras o del flash. Había dejado de llover y por las ventanas empezaba a filtrarse una tímida luz. La lumbre estaba consumida, nadie más se atrevió a bajar a por más madera. Estaban hambrientos, ateridos de frío, de los nervios, acojonados, muertos de sueño. Tano estornudaba, su aventura nocturna le había hecho coger frío y a El Jefe el tobillo le dolía horrores. Estaban agrupados, abrazados unos a otros, deseando que fuera totalmente de día para poder salir de allí.