lunes, 22 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega IX)

Sabían dónde podían encontrar a Gitano, siempre hacía el mismo recorrido. Tenía una ruta de bares definida y podía variar el itinerario y el tiempo que estaba en cada uno de ellos, pero no la acababa hasta que no los visitase todos.

A Omar lo acompañaban los leones Yani y Milus. Tres hombres llamaban menos la atención que cinco. Ya habían comprobado que las miradas se les clavaban en las espaldas al paso de la cuadrilla completa, y no sabían a cuántos confidentes de la policía les había llegado ya la noticia de que cinco musulmanes sombríos, uno de ellos con un aspecto sobrecogedor, iban haciendo muchas preguntas y ofreciendo dinero por cualquier información sobre cierta persona. Seguro que más de uno a los que entrevistaron se ganaban el perdón de sus pequeños o grandes delitos colaborando con los que imponían la ley. Los musulmanes querían tratar de pasar lo más desapercibidos posible antes de que algún comisario de policía se interesase por ellos. Si es que no lo había hecho ya.

Siempre actuaban igual: Yani y Milus entraban en un local y trataban de localizar al gitano entre la clientela. Omar los esperaba fuera, agazapado entre las sombras. Si el viejo no estaba, visitaban el siguiente garito. Las callejuelas no eran tan estrechas y serpenteantes como las de la medina de Tánger, pero estaban igual de mal alumbradas y las sombras eran iguales de inquietantes. El único inconveniente era que estaban fuera de su territorio, en terreno ajeno, desconocido para ellos. Todo les era hostil.

Los jóvenes leones entraron en un oscuro antro, en cuya puerta de entrada una bombilla roja ya anunciaba lo que se podían encontrar dentro. Estaba lleno de prostitutas baratas y soldados ebrios de alcohol y sexo con todo un fin de semana por delante para dar rienda suelta a su ardor. En un oscuro rincón, un hombre enjuto y de poca estatura, casi tapado por la guitarra que rasgaba, trataba de poner un poco de ambiente tocando por bulerías, pero nadie le prestaba la más mínima atención.

Yani y Milus, tuvieron que acostumbrar a sus ojos a la luz interior, escasa, tenue y difuminada por el denso humo. Era evidente que cuanto menos se les viera las caras a las mujeres, menos remilgos tendrían los hombres para irse con ellas. El olor era insoportable, una mezcla de sudor, tabaco barato, kifi, orines, moho, grasa y aceite requemado. Todos los antros olían a aceite negruzco quemado por mil usos. Los zapatos se les quedaban enganchados en el grasiento suelo lleno de colillas, escupitajos, papeles, algún que otro condón usado y más de un vaso roto. Aparentemente nadie les prestó atención.

El gitano siempre se acomodaba en la barra de los locales que visitaba, se tomaba sus vasos de vino, alternaba un poco según la compañía, y se iba, pero allí no estaba. Mientras Yani recorría el interior del local por si al viejo le había dado por sentarse al lado de una mesa, Milus se acodó en una esquina de la barra, en la más próxima a la salida. No bebía alcohol, por lo que, con un gesto de la mano, rechazó al camarero cuando se le acercó con un asqueroso trapo en la mano, con el que empezó a limpiar la barra delante del joven león. El hombre, gordo y sudoroso, miró con gesto despectivo al musulmán y se alejó farfullando entre dientes. El atractivo Milus también atrajo a una mujer. Era de mediana edad y carnes opulentas, le faltaba uno de cada dos dientes y apestaba a sexo sucio y sudor rancio, mezclado con perfume barato. Al león esta vez le bastó una mirada que lo dijo todo, y la mujer, zorra vieja, enseguida lo entendió y se dio media vuelta en busca de otra presa más accesible.

Cuando Yani se reunió de nuevo con Milus, se dirigieron hacia la puerta de salida, pero un hombre corpulento, de peludo pecho descubierto y tatuajes en los fuertes brazos, les cerró el paso. Vestía el uniforme de la legión con galones de sargento, y el aliento le olía a vino y hachís. El gallardo soldado se plantó delante de ellos con las piernas abiertas y los brazos cruzados en el pecho. “Amor de madre” se leía en un antebrazo, y un gran y deforme escudo de la Legión le adornaba el otro. Los leones miraron alrededor, sabían que por muy fuerte y bizarro que fuera, el legionario no estaría solo. Lo comprobaron cuando un legionario más se colocó al lado del primero y dos a sus espaldas. Los soldados estaban borrachos y envalentonados. El alcohol y la superioridad numérica los convertían en audaces y peligrosos. El sargento empezó a decir algo sobre sus compañeros caídos en Ifni y de moros hijos de puta. Los Ahmed no querían verse envueltos en una pelea de taberna, en la que seguramente correría la sangre, pero no se iban a dejar intimidar. Era evidente que los soldados querían pelea o, al menos, humillarlos y reírse de ello, que no los iban a dejar salir sin más. Y un león no lo podía consentir. Sólo eran cuatro contrincantes, y además borrachos, no les sería difícil deshacerse de ellos. Los dos leones se miraron y decidieron quién se encargaba de quienes: Yani de los dos de delante y Milus de los de atrás. Movimientos rápidos, heridas no graves, pero sí intimidatorias, y salir deprisa. Ya estaban abriendo sus tabardos para dejar al descubierto el acero, cuando vieron como una afilada y curva hoja, salida de la nada, se posaba en el cuello del primer legionario que les cerró el paso, el más gallito. Incluso Yani y Milus se sorprendieron, ni siquiera ellos vieron aparecer a la sombra de Omar, ni mucho menos a su forma corpórea. También sacaron las armas. Se hizo un silencio sepulcral. Hasta las prostitutas dejaron de reír y engatusar a sus posibles clientes. La guitarra también calló. Los que estaban más cerca dieron unos pasos hacia atrás. El grasiento camarero trató de escabullirse, pero una mirada felina de Yani y la visión del puntiagudo final de la gumia, lo hizo desistir. Un escalofrío recorrió el cuerpo de todos y cada uno de los presentes cuando una voz profunda anunció: “Si alguien mueve un músculo, primero le rajo la garganta a este y luego la barriga al que se ha movido”. La amenaza surgió de todos lo rincones y de ninguno. Algunos, incluso miraron sorprendidos tras ellos y una mujer emitió un pequeño gritito. Como el humo, las palabras se extendieron por todo el local y se hizo verbo en la boca del león. De repente todos se convirtieron en estatuas de piedra. Yani y Milus simplemente enfundaron las gumias, se volvieron a abrochar los abrigos y salieron al exterior sin ni siquiera mirar atrás ni preocuparse lo más mínimo por dejar a Omar solo, sabían que no corría peligro. El león apartó poco a poco el acero del cuello del espantado soldado y le empujó con una sola mano, pero lo suficientemente fuerte para que el hombre acabara en el suelo a pesar de su corpulencia. Una pequeña línea roja se le quedó marcada en la garganta y una mancha de orines adornaba su pantalón. Omar se reunió en el exterior con Yani y Milus, y giraron la primera esquina escabulléndose rápidamente entre las sombras.

 El ambiente interior del prostíbulo tardó varias horas en volver a la normalidad, pero enseguida empezó a correr la voz de que unos cuantos moros traidores habían atacado a un legionario, por la espalda, por supuesto.

Tenían que encontrar pronto al gitano.

Cuando Omar regresó de Madrid, Milus y Munatas, le esperaban con buenas noticias. El león, en cuanto vio las expresiones de sus caras, pensó que Gitano se acordó por fin del nombre del joven perdedor, que tendrían un rastro nuevo qué seguir. Del nombre del hombre con mala suerte que salió de la timba acompañando a Alfredo Reijó, que llevaba en los bolsillos mucho dinero y un pasaje a Tánger, a la vida.

Antes de partir hacia Madrid, el viejo gitano les dio algunos datos nuevos. El dinero que le ofrecía Omar era un importante aliciente para que su memoria hiciera un esfuerzo. Les dijo que mientras el ganador acabó bastante borracho, el otro parecía sobrio. Por eso se ofreció a acompañarlo. La salida fue tensa, dejar a deber mucho dinero imposibilitaba una despedida amigable, y algunas navajas sacaron sus hojas amenazantes. Solo la intervención del dueño del local y sus secuaces, impidió que corriera la sangre. Al perdedor se le dejó ir, pero con una semana de plazo para saldar la deuda. Vigilarían todos sus movimientos, y pobre de él si intentaba abandonar la ciudad. El viejo trató de recordar a los otros asistentes, y les puso rostro, pero no nombre. Sabía seguro que uno de ellos estaba muerto y dos más en la cárcel. Del resto no tenía ni idea.

Omar se podía imaginar lo que pasó después de que los dos falangistas abandonaran el local. Un educado y borracho joven, con los bolsillos llenos de dinero y de un futuro prometedor, acompañado de alguien con el alma negra y siete días como futuro. Seguro que antes de salir, el Reijó que él conoció, ya lo tenía todo planeado, que ya sabía cómo podía evitar acabar cosido a puñaladas. Omar ignoraba cómo lo hizo y cómo se deshizo del cuerpo. Quizás lo asesinó en un callejón oscuro y lo lanzó al río después de vaciarle los bolsillos, o quizás fue un accidente, pero no le cabía ninguna duda de que el hombre con el que hacía negocios en Tánger, era muy capaz de hacer algo así. Tampoco tenía idea de cómo le había dado esquinazo a sus acreedores. Lo que estaba claro es que abandonó Sevilla aquella misma noche. Por medio de las fotos, él mismo había comprobado que los dos hombres se parecían mucho físicamente. No le tuvo que resultar difícil al falso Reijó viajar con documentación ajena, y menos si le dio tiempo a ir a recoger su uniforme falangista y viajar enfundado en él. El Alfredo Reijó que él conoció en Tánger, era espabilado, astuto, se desenvolvía bien en según qué ambientes. Durante un tiempo se hizo pasar por comerciante cuando su verdadera misión era vigilar a los republicanos españoles exiliados en Tánger, que tenían el Zoco Chico como centro de operaciones. Le resultaba fácil hacerse pasar por quién no era.

Sí, el viejo borracho tenía una memoria prodigiosa, pero solo para los detalles. Estaba seguro de que el joven dijo una y mil veces: “Soy un…, y tengo capital suficiente para pagar la deuda varias veces”. ¿Soy un qué? Lo dijo una y mil veces veinte años atrás, pero aunque lo hubiera dicho la noche anterior no se acordaría. De lo que sí se acordaba era de que no tenía acento andaluz.

No, no recordaba el nombre, malditos nombres, pero tenía algo mejor, mucho mejor: conocía a alguien que decía saber a ciencia cierta dónde estaba el hombre que buscaban.

Baraka.

Gitano se estaba ganando algo más que cincuenta mil pesetas.

Omar enseguida quiso ir a verlo. En ningún momento dudó de nada de lo que le dijo el gitano. En cuanto lo miró a los ojos la primera vez, supo que era de fiar. Adeun le expresó sus dudas con respecto a todo lo que decía el viejo. ¿Cómo podían saber que todo aquello no era más que una serie de patrañas inventadas con el único fin de sacarles el dinero? Era imposible que se acordase tan bien de algo que ocurrió hacía tanto tiempo y que no fue más que una partida entre cientos. Además, en el caso de ser cierto, era evidente que el verdadero Alfredo Reijó había muerto y no había ningún hilo más del que tirar. Estaban más perdidos que al principio. Sí, Adeun tenía muchas dudas, pero Omar simplemente le dijo que un león nunca abandonaba la caza, y menos cuando tenía a la presa al alcance de sus garras, si el zorro quería abandonar, podía regresar a Tánger. Adeun simplemente guardó la gumia entre los pliegues de su gabardina y se dispuso a acompañarlo, pero Omar prefirió que se quedase.

Tenían que encontrar a Gitano. Por suerte no tardaron en hacerlo. Estaba en un viejo bar casi vacio, él solo en la barra y varios parroquianos sentados en las mesas. Eran pocos y ninguno levantó la vista cuando entraron. Por lo visto el viejo sabía que lo buscaban y esperó en el local más discreto y con poca clientela de los que visitaba.

Omar entró cuando Milus le avisó de que estaba allí.

El gitano sonrió al verlo. Era evidente que en vez de ver a un moro inquietante, veía un montón de billetes de mil pesetas. Iba a ganar mucho dinero con lo que tenía que contarle al de la cara quemada.

Omar acercó un taburete al lado del viejo y se sentó en él. Yani y Milus lo hicieron uno en cada extremo de la barra. Vigilando tanto lo que había dentro como lo que podía entrar.

El león estaba impaciente y sabía el procedimiento. Sacó un billete de mil pesetas que desapareció de sus manos sin darse cuenta. El viejo tampoco quería hacerse esperar, por eso se lo soltó todo enseguida y de carrerilla. Él también sabía cuándo alguien era de fiar, y sabía que Omar era una de aquellas personas que cumplía lo prometido. Le contó que apenas dos días atrás, cerró un trato de venta de tres burros catalanes a un hombre con el que hacía negocios muy a menudo. Cuando cerraron el acuerdo, Gitano sacó la cartera para guardar el dinero de la venta y se le resbaló la fotografía del joven falangista. El hombre se sorprendió al verla. El viejo, al ver su expresión, le preguntó si lo conocía de algo, pero el otro le respondió con otra pregunta ¿Porqué tenía una fotografía de aquel hombre? Se conocían desde hacía mucho tiempo, y no tardaron en llegar a un acuerdo. Era evidente que el falso Reijó tenía una facilidad especial para ganarse enemigos.

Omar se había convertido de nuevo en una estatua de bronce.

Lo único que el viejo no le dijo fue el nombre ni la procedencia de la persona que los conduciría hasta el falso Alfredo Reijó. Ni siquiera si era de Sevilla o forastero. Gitano sabía que el musulmán no lo iba a obligar a decírselo bajo amenaza, a pesar de que para él lo más fácil sería hacerlo e ir directamente en busca de aquella persona, pero estaba seguro de que no lo iba a hacer.

Cuando acabó de contárselo, igual que Genoveva, Gitano esperó un cambio de reacción en el semblante de Omar, pero era mucho esperar. El león aceptó la condición que le propuso el gitano. Estaba en territorio ajeno, y en Sevilla, en Tánger y en cualquier otro sitio, formaba parte del juego: sería él el que los pondría en contacto.

Omar, por supuesto, aceptó una cita con la persona que les iba a conducir hasta su presa. Pero otra de las condiciones era que aquel hombre sería el que pondría las suyas. Demasiadas imposiciones por el medio, pero si eran asumibles al león no le importaba lo más mínimo plegarse a ellas. Si lo que quería el que les iba a servir en bandeja la cabeza del traidor, era parte de la recompensa, no le importaba doblar la cantidad.

Ya lo tenía. Ya era suyo. Era lo único que le importaba.

Pensaba que le iba a ser mucho más difícil. A pesar de estar convencido de que acabaría encontrándolo, creía que el camino sería largo y lleno de trampas y recovecos. Estaba buscando a alguien que podía haber muerto, que podía haber cambiado de apariencia, que podía haber elegido cualquier país para esconderse, con lo que el rastro sería tan liviano, que sería casi imposible olfatear. A alguien que estaba acostumbrado a cambiar de identidad tan fácilmente, que suplantó a una persona en una sola noche y se hizo pasar por ella durante veinte años. Lo que menos se imaginaba era que, gracias a un viejo gitano desdentado y de memoria prodigiosa, iba a poder cortarle la cabeza al causante de la muerte de su hijo, hermano y varios parientes. De paso, iba a cumplir la promesa que le hizo a su padre.

Baraka, azar, casualidad, bendición divina, destino, fe. A Omar le daba absolutamente igual de lo que se tratase, todo aquello también formaba parte del juego, y lo importante era llegar al final, no el camino utilizado.

Una simple fotografía que por azar llega a los ojos de alguien que conoce al retratado. ¿Una posibilidad entre un millón?

El instinto del cazador.

lunes, 15 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega VIII)

Según constaba en su hoja de afiliación de la Falange, Reijó estuvo domiciliado en la calle Velázquez del barrio de Salamanca. Mal lugar para que tres musulmanes patibularios, uno de ellos con media cara quemada, pasaran desapercibos. El león Milud y el halcón Munatas se quedaron en Sevilla a la espera de que la memoria del viejo gitano mejorase aún más. Necesitaban el nombre del joven perdedor, del que abandonó la timba con una semana de plazo para saldar una deuda imposible.
Si Cádiz y Sevilla les parecieron ciudades sin vida, Madrid les pareció un cadáver en putrefacción. En las ciudades andaluzas al menos el cielo era azul y limpio, el aroma de mar o de río, de rosa o de clavel. En la capital todo era gris, y estaba habitada por multitudes de hombres grises. El cielo era gris, los edificios eran grises, los coches, los policías, los monumentos, el río. Todo era gris y triste.
La primera vez que visitaron el barrio, se dieron cuenta de que allí no podían ir preguntado sin más con aquellas pintas. Yani, hijo del león Sifaks  y Adeun, hijo del zorro Saden, eran jóvenes y apuestos. Se cortaron el pelo rizado, se rasuraron la barba y esbozaron una especie de sonrisa, lo que no era nada habitual. Se hospedaron en el hotel más lujoso de la zona, se hicieron confeccionar trajes a medida y visitaron los mejores salones de peluquería masculinos. Lograron parecer auténticos, bellos y acaudalados hombres de negocios. Las miradas desconfiadas y torvas que recibieron nada más pisar España, se convirtieron en sonrisas, amabilidad y puertas abiertas.
Preguntaron a vecinos y falangistas locales. Querían contactar con Alfredo Reijó, al que conocieron en Tánger, para proponerles un negocio de venta de productos de exportación marroquíes. El país, recién independizado, quería abrir mercado. En la ciudad africana, Reijó les dijo que iba a volver a España, pero no les dio su nueva dirección. Necesitaban saber si el tío abuelo del comerciante aún vivía y, de ser así, dónde.
El depredador Omar no perdía la fe, olía la presa. Sabía que cada paso lo acercaba más a ella. Aquel era el motivo por el que continuaba adelante a pesar de los malos presentimientos que le causaron las palabras del viejo gitano. Sólo quería cerciorarse para abandonar definitivamente aquel rastro y empezar con el siguiente.
De nuevo, como en Sevilla, el tesón dio sus frutos y la fortuna se puso del lado de los cazadores. El tío abuelo de Reijó aún vivía y sabían su dirección.  
Omar, acompañado de sus dos sobrinos, fueron a visitar al anciano. Vivía muy cerca de la antigua dirección de su sobrino nieto, y los Ahmed le hicieron una visita cuando la luz ya empezaba a declinar.
Les abrió la puerta una mujer madura, que sonrió al ver a dos jóvenes morenos, de grandes ojos negros y labios carnosos, pero que se estremeció cuando tras ellos apareció el rostro de Omar.
La mujer resultó ser una vecina que cuidaba por horas a Esteban Reijó, el anciano hermano del abuelo de Alfredo Reijó. No sin reticencias, dejó pasar a los tres hombres. El aspecto de Karim era estremecedor, pero el de sus dos acompañantes le dio cierta seguridad, aunque ignoraba que podían llegar a ser casi tan peligrosos como el de la cara quemada.
La vecina les hizo pasar al amplío recibidor, adornado con la bandera falangista y un gran cuadro de cuerpo entero de José Antonio Primo de Rivera. En el aparador de puertas de cristal, un montón de fotos enmarcadas mostraban a jóvenes soldados con el uniforme de los regulares. También habían retratos de primer plano de quién tenía que ser Esteban Reijó en diferentes etapas de su vida. En la pared, un gran reloj de carrillón mantenía una cadencia monótona en medio del silencio general que reinaba en la casa. Una escena de Jesús rodeado de sus apóstoles remataba la decoración de la estancia. A Omar, el ambiente que se respiraba en aquella casa, al menos en la pieza en la que se encontraba, le pareció el más triste y desolador en el que había estado nunca. Ni siquiera las humildes casas de los más desfavorecidos de Tánger eran tan agobiantes y claustrofóbicas. Parecía que el tiempo que marcaba el compás del reloj se había detenido en una época lejana y amarga. Hasta costaba respirar.
La mujer tardó unos minutos en regresar. Por lo visto había tenido que convencer al aciano de que era cierto que tenía visita. No acababa de creérselo, hacía muchos años que nadie se acordaba de él. Atravesaron el comedor, con las ventanas cerradas y aún más recargado de fotos antiguas, insignias, diplomas e imágenes de santos que el recibidor. Abrió una puerta a la que accedieron a un gran salón. El olor a viejo, cerrado, cera quemada y orines era abrumador. La pared de la derecha estaba totalmente tapada por una librería llena de libros amontonados, más fotos antiguas, infinidad de figuritas de porcelana y polvo, mucho polvo. Por lo visto, limpiarla no entraba en las funciones de la vecina. Omar sabía que el anciano estaba soltero cuando Reijó salió de Madrid, y en aquella época ya era un hombre mayor, por eso no esperó encontrar ningún rastro de una esposa lejana o cercana.
 En un rincón de la estancia, los musulmanes vieron ante sí a un pequeño ser encogido y demacrado, con aspecto de estar cerca de sus últimos días. Omar recordó a su padre y la promesa hecha. El anciano Reijó estaba sentado en un butacón de piel tan desgastada como la suya. Se tapaba las piernas con una deshilachada manta con rastros de comida y orines. A su lado, una silla de ruedas indicaba que tenía problemas de movilidad. Se cubría con una boina roja y una bufanda azul daba varias vueltas a su cuello tapándole la barbilla y la boca. En la casa hacía más frio que en la calle, y los tres hombres decidieron no quitarse las gabardinas. El anciano los miró como el que mira nada con ojos acuosos, casi transparentes. Seguramente solo veía tres bultos grandes y negros. Apenas se inmutó al ver o notar la presencia de tres hombres en su casa, lo que era toda una novedad. No dijo nada, ni siquiera les ofreció asiento, simplemente se limitó a mover la cabeza acompañando el movimiento de los tres hombres. Fue la mujer la que les ofreció asiento en el sofá que estaba justo delante de Esteban Reijó, pero Omar, sin ni siquiera mirarla, cogió una silla y se sentó junto al hombre. Quería estar cerca de él. Seguro que su voz era tan débil como su cuerpo y su vista, y quería oír bien todo lo que tenía que decirle.
El león creyó que el hombre les iba a servir de poca ayuda, pero se sorprendió cuando giró la cabeza y miró directamente su desfigurado lado derecho del rostro. El anciano esbozó lo que pareció una mueca de desagrado, lo que a Omar no incomodó, al contrario, pues era una señal de que veía mejor de lo que aparentaba en un principio.
La mujer, con la excusa de que no quería dejar sólo al anciano por si necesitaba algo, se acomodó en otro sillón de cuero, junto al que había una pequeña mesita con útiles de labores de lana, pero en realidad lo que quería era enterarse de todo lo que pudiera. Algo que la podía sacar de su aburrida rutina diaria. A Omar no le importó, quizás también podía servir de ayuda.
Fue Adeun, el que con muy buenos modales y la mejor de sus sonrisas, les explicó el motivo de la visita. Querían encontrar a Alfredo Reijó, que partió de Tánger rumbo a España, para proponerles un prometedor negocio. Ellos eran miembros de una familia noble marroquí muy importante, que incluso tenían contacto directo con el rey alauita. Necesitaban que les ayudase a abrir mercado en España a cambio de una parte importante de las ganancias.
El anciano apenas recordaba el nombre de su sobrino nieto, el que se fue hacía mucho tiempo, antes de que los milicianos republicanos asaltaran su casa y se llevaran a toda su familia.
Si un cazador necesita una virtud, es la paciencia. Saber esperar el momento adecuado para dar el zarpazo, y los Ahmed sabían que tendrían que armase de ella para sacarle algo al viejo Reijó.
Para Omar era evidente que el que se hacía llamar Alfredo Reijó no tenía pensado visitar a ningún pariente, real o no, en España. Si estaban allí sólo era para intentar confirmar una terrible sospecha y no quiso esperar más. Extrajo de un bolsillo de su gabardina varias fotos del Alfredo Reijó que conoció en Tánger  y se las mostró al anciano con la esperanza de que su vista fuera lo suficientemente buena como para distinguir bien las facciones. No lo era. El viejo se acercaba la imagen tanto que casi se tocaba la nariz con ella, pero no lograba enfocarla. Si la alejaba la veía algo mejor, y entonces fue cuando dijo que sí, que parecía ser su sobrino nieto.
Omar le pidió que la mirara mejor y se asegurase, pero Esteban Reijó se reafirmaba cada vez más categóricamente.
Hasta que la mujer, que miraba nerviosamente el dorso de la foto, no pudo más y casi la arrancó de las manos del viejo. Le dio la vuelta a la imagen mientras empezaba a esbozar una ligera sonrisa que se le heló en cuanto giró completamente la fotografía. Indudablemente, había sufrido una gran desilusión cuando vio al hombre del retrato. No era al que esperaba ver.
 Era de mediana edad. No atractiva, pero tampoco desagradable a la vista. Se recogía el pelo en un moño tras la nuca cogido con horquillas. Aunque había perdido frescura y las arrugas empezaban a adueñarse de su rostro, si se soltaba el pelo y se vestía con ropa que realzara más su figura, aún podría tener algunos pretendientes que buscaran una mujer madura que no luciera anillo de esposa en el dedo. Devolvió la foto a Omar y dejó las agujas de lana encima de la mesita. Sólo les dijo una cosa: “esperen un momento”. Salió del salón cerrando la puerta tras ella, como con miedo a que el ambiente lúgubre se extendiera aún más al resto de la casa. El anciano Reijó se recostó en su sillón y entrecerró los ojos, parecía que se iba a quedar dormido de un momento a otro.
A los pocos minutos regresó la mujer con lo que parecía varios álbumes de fotos y algunas carpetas llenas de papeles. Por lo visto conocía muy bien la casa y todo lo que se guardaba en ella. Arrimó una silla a la mesita de centro, se sentó en ella y lo colocó todo encima. Los dos jóvenes, expectantes aún a pesar de las sospechas, inclinaron sus cuerpos hacia adelante, acercándose a la mesa. Esteban Reijó ya se había quedado dormido y un hilillo de baba colgaba de su boca extremadamente abierta.
Omar no se movió, ya sabía lo que les iba a enseñar.
La vecina, que se llamaba Genoveva, escogió uno de los álbumes y lo abrió. Eran fotos familiares pulcramente colocadas sobre fondo negro, sujetas por las esquinas y protegidas con fino papel blanco. Buscó una concretamente y se la enseñó a los Ahmed. Era también el retrato de un joven uniformado con el pelo engominado y fino bigote. Se parecía al de la otra foto, pero no eran el mismo. Genoveva les dijo: “Este es Alfredo Reijo, no el de su fotografía”. Los Ahmed jóvenes, que por lo visto aún mantenían una leve esperanza, se recostaron desilusionados en el respaldo del gran sofá. Omar siguió en la misma postura, él se estaba fijando en una foto del álbum en la que se veía a dos jóvenes y sonrientes adolescentes agarrados de la mano. Eran chico y chica. El león se dio cuenta de que la mujer también la observaba con mirada triste.
Como si supiera que los Ahmed podían pensar que el joven de la foto que les enseñó podía ser tanto Alfredo Reijó como cualquier otro, la mujer cogió una carpeta, la abrió y rebuscó en ella. Cuando encontró lo que buscaba lo sacó y se lo enseñó a Omar. Era una especie de diploma orlado en la que debajo de un retrato figuraba el nombre del joven falangista que salió de Madrid, pero que nunca pisó Tánger. Del verdadero Alfredo Reijó.    
La mujer esperaba algún tipo de reacción por parte de Omar, pero no la hubo, simplemente se limitó a darle las gracias por la información y se disculpó por el equivoco. Por lo visto ella también tenía ganas de ver de nuevo a Alfredo Reijó, al que ella conoció, pero por motivos muy distintos. Estaba desconcertada, ¿cómo era posible que ellos hubieran conocido al falangista y la foto que enseñaban era de otra persona? Quería saber muchas cosas, “Ustedes no lo buscan por negocios ”, les dijo. El gesto imperturbable de la media cara de Omar, se ensombreció aún más y ella lo comprendió enseguida “Alfredo Reijó, el verdadero, está muerto ¿verdad?”, preguntó.
Esteban Reijó ya tenía un charquito de baba en el pecho que le resbalaba por la bufanda. Estaba profundamente dormido y ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, pero de haber estado despierto tampoco hubiera sido muy consciente de la situación.  
 Yani y Adeun miraron a Omar, que les hizo un leve gesto. Los tres se levantaron y fue el primero el que le reitero a la mujer que era una lamentable equivocación, y que todo indicaba que se trataba de otra persona que, por casualidades de la vida, se llamaba igual. Ella les dijo: “Soy una mujer que se ha dedicado toda la vida a cuidar a los demás. Quizás no parezca muy espabilada, pero les ruego que no me tomen por tonta”.
El león se lo dijo directamente, sin rodeos: “Sí, Alfredo Reijó está muerto, y el que ha suplantado su identidad, el que lo asesinó, lo estará dentro de poco”. Con aquella voz cavernosa, las palabras sonaron como si hubiera salido de cualquier recóndito lugar de la casa, de cualquier armario lleno de cacharros y recuerdos acumulados durante toda una vida. La mujer, incluso, miró alrededor como sorprendida por el efecto del eco. Se estremeció, y con la voz aún temblando por el efecto y sonido de las palabras del musulmán, le dijo: “Alfredo era un buen chico”.
Los dos jóvenes Ahmed se despidieron de la mujer y se dirigieron hacía la puerta de salida. Omar simplemente la miró a los ojos y ella le devolvió y aguantó la mirada. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien miraba en su interior y no se estremecía de pavor. Se aguantaron la mirada unos segundos hasta que al fin ella le dijo: “Hágalo también por mí”. Omar relajó el medio rostro y esbozó lo que pareció una mueca de complicidad mientras hacia un leve movimiento de asentimiento con la cabeza.
Cuando salieron al exterior, ya era de noche. Las amplías avenidas estaban iluminadas por cientos de farolas, de luces de escaparates, de faros del interminable tráfico. Cogieron un taxi e indicaron una dirección, querían salir de allí cuanto antes. Ya lo habían corroborado, y por primera vez tuvieron la certeza absoluta de que buscaban a un fantasma.
El Afredo Reijó que conocieron en Tánger quiso volver a España porque no era Alfredo Reijó.


martes, 9 de julio de 2013

Los Cien Hijos (Entrega VII)



Todo les resultaba muy extraño.
Les parecía haber retrocedido en el tiempo. Acostumbrados al bullicio, la energía, la libertad, el color de Tánger, las ciudades españolas les parecían grises, aburridas, monótonas, sumidas en la miseria y tristeza. Si en la parte nueva de su ciudad se sentían extraños, en una ciudad europea sentían que eran de otro mundo. Al menos, a la luz del día. De noche todas las ciudades son iguales y todas están pobladas por la misma especie.
El viejo gitano desdentado, de hirsuta barba y pelo blanco, apenas podía tenerse en pie, pero conservaba una vista privilegiada.
En su mano aguantaba una vieja fotografía de diez por quince. Era el retrato de un joven de pelo engominado, repeinado hacia atrás y de fino bigote. La foto era en blanco y negro, pero indudablemente el joven vestía el azul de la Falange. Encima de la barra había un par de ellas más que mostraban al mismo personaje, pero con su aspecto actual de hombre maduro de unos cuarenta y pocos años. El gitano acercaba y alejaba de sus ojos la imagen que tenía en la mano, la que le interesaba. Ni pestañeaba. Parecía que estaba enfocando la antigua foto para hacerle otra de nuevo. Estaba procesando la información.
A su lado derecho, un hombre vestido totalmente de negro y tapado con un sombrero negro de fieltro de ala ancha, lo miraba fija y pacientemente. A su lado izquierdo, dos jóvenes lo miraban fija, pero no tan pacientemente. Detrás, sentados en una mesa, otro dos miraban fijamente la única puerta de entrada y salida. Todos eran moros, y todos tenían un aspecto que imponía, como menos, respeto. El que más, el que estaba a su derecha, el líder; el de más edad. Al menos era lo que reflejaba el lado izquierdo de su rostro, porque en el derecho la oreja había desaparecido; los párpados estaban soldados; la boca contraída en un rictus de dolor perenne; la piel cuarteada, llena de cicatrices y tensa, tanto que parecía que de un momento a otro se iba a resquebrajar. Se cubría con un sombrero, se subía el cuello del abrigo y siempre se colocaba de espalda a los focos de luz. Quería disimular su deformidad. Pero la voz no la podía disimular. Una voz profunda, de ultratumba, que helaba la sangre. Parecía que las palabras, pese a mover los labios, no eran emitidas por su garganta, sino por algo que habitaba dentro de él y usaba su boca para hablar.
El gitano seguía mirando la foto y bebiendo vasos de vino. Sabía que cuanto más tardase en recordar, más vasos bebería, pero tampoco podía abusar. No cuando quienes querían saber eran cinco moros patibularios, adustos, con caras de pocos amigos y fuertes. No estaba nervioso ni temía por su integridad física, eran muchos años pateando las calles de Sevilla y no pocas veces tuvo que echar mano de la faca, pero tenía que reconocer que se sentía un poco incómodo.
En el bar sólo quedaba el dueño, un hombre bajito de mediana edad, medio calvo, con el delantal tan sucio que no se sabía cuál fue su color original, que se dedicaba a barrer nerviosamente y con ganas de cerrar pronto. Estaba incómodo con la presencia de los musulmanes a pesar de estar acostumbrado a servir copas a carteristas, putas, delincuentes, timadores, confidentes de la policía, y a los mismos policías, que solían ser los más chulos, los más prepotentes y los que siempre se iban sin pagar. En las paredes de pintura desconchada y color indefinido, colgaban innumerable fotografías de toreros, casi todos muertos. La puerta de la calle estaba cerrada, y el denso humo acumulado por miles de cigarrillos, formaba parte del local tanto como el olor a aceite requemado y la barra de madera maciza, donde se acumulaban las tapas que alguna vez estuvieron recién hechas, pero ya no.
Omar dejaba que el viejo se tomase su tiempo. Llevaban casi dos semanas en Sevilla y era la última posibilidad que les quedaba.
Realmente le parecía estar buscando a un fantasma.
Los Cien Hijos lo sabían todo del Alfredo Reijó que conocieron en Tánger, pero nada del que partió de España.
Tuvieron que recurrir de nuevo a Casimiro Páez, el antiguo camarada de Reijó. El gallego seboso y sudoroso, eternamente borracho y meado en los pantalones, colaboró solícito con ellos y les dio toda la información que sabía del joven que llegó a la ciudad veinte años atrás. La acompañó de fotografías, fichas de la Falange y algunos papeles irrelevantes sobre los servicios prestados por el falangista Reijó.
Procedía de Madrid. Era hijo único y sus padres, miembros de la burguesía madrileña, murieron durante la guerra. Se afilió al Frente de Juventudes a los dieciocho años. Cuando salió de la capital aún vivía el hermano de su abuelo, el único familiar vivo que le quedaba. Estuvo en Sevilla un año a cargo de una pequeña empresa de exportación de productos ultramarinos. Aquello le dio cierta experiencia mercantil que le sirvió para su tapadera como agente de la Falange en Tánger.
Era todo lo que se sabía del joven Alfredo Reijó que dejó España. No era mucho, en realidad no era nada, pero Omar, con cada paso que daba, acrecentaba su fe en dar con él. Con aquellas pistas tan débiles cualquier otro se hubiera rendido hacía tiempo. Era como buscar la aguja en el pajar, pero el león se reafirmaba en su convicción. Su instinto depredador le indicaba que cada vez estaba más cerca de su presa. La seguía oliendo.
Sí, realmente a Omar le parecía estar buscando a un fantasma. Pero a los fantasmas también se les puede atrapar.
En aquellos días en Sevilla, los jóvenes Ahmed que acompañaban a Caraquemada, habían indagado en la Cámara de Comercio, en el Registro Mercantil, en las oficinas municipales, en las de Hacienda, y en ningún sitio había el más mínimo rastro de Alfredo Reijó. Nadie llamado así había regentado un negocio en la ciudad durante la época que supuestamente lo hizo el falangista. No había ningún rastro que poder seguir. Ni socios, ni direcciones, ni antiguos amigos. Estaban estancados.
Pero Omar sí conoció al Alfredo Reijó con el que hizo negocios en Tánger, y sabía que se desenvolvía mejor en los bajos fondos que en las oficinas mercantiles. Lo suyo era más de taberna que de café, y aquella experiencia la llevaba en el equipaje cuando salió de España. Era chulo en los modales, arrogante con los que intuía más débiles, pendenciero si se sentía seguro. Era un gallito de pelea, pero de corral chico. Su manera de expresarse, de moverse, de gesticular, se aprendía en los tugurios, no en los despachos.
Ya habían probado la pista oficial, la del Reijó comerciante, pero en vano. A aquellas alturas no estaban ni siquiera seguros de que hubiera estado alguna vez en Sevilla, pero tenían que seguir intentándolo.
Y como la noche, los bajos fondos son iguales en todas las ciudades.
Omar se había mantenido al margen de las pesquisas previas, pues se hicieron a plena luz del día. Dejó que los Segundos Hijos que lo acompañaban se encargaran de recabar información. Pero cuando se trataba de moverse por las callejuelas mal alumbradas y tugurios sombríos, él era el más adecuado.
Recorrieron todos los antros, tabernas, garitos y prostíbulos de la Sevilla oscura. Enseñaban las fotos del joven Reijó y nadie lo reconocía. Habían pasado veinte años, demasiados para que nadie recordase a un joven engominado con fino bigote. En aquella época los había a miles. Las del Reijó maduro tampoco les decía nada a nadie a pesar de la promesa de una gratificación más que jugosa. Con Omar todos colaboraban sin pestañar, pero algunos buscavidas creyeron que sería fácil engañar a los Ahmed más jóvenes por el simple hecho de ser moros, pero la visión del mango de las gumias, ocultas tras los tabardos, hacía desistir a los aventureros estafadores que se creían más hábiles y cuyas navajas de muelles albaceteñas se veían raquíticas al lado del acero curvo bereber.    
Pero el azar, la casualidad, la suerte también forman parte del juego, y hubo algo que sí supieron por medio de algunas contestaciones, más bien consejos, de algunos de los que vieron las fotos. Casi todos venían a decir: “Eso seguro que lo sabe el Gitano”. Y buscaron al Gitano.
El Gitano seguía mirando la foto.
Veinte años, veinte malditos años. ¿Cómo iba un viejo borracho a acordarse de alguien veinte años después si ni siquiera recordaba qué hizo el día anterior?
Pero el Gitano sí se acordaba.
Los jóvenes leones estuvieron a punto de saltar de sus taburetes, el halcón abrió desmesuradamente los ojos y el zorro arqueó las cejas. Pero Omar ni se inmutó. Primero quería oír al viejo. Todo producto tiene su precio. El Gitano, además de gitano, era tratante de ganado, viejo y borracho. Sabía como funcionaban aquellas cosas. Los Ahmed estaban fuera de su territorio de caza, por lo que no podían ir cortando cuellos, ni abriendo estómagos. En algunos momentos el dinero era más adecuado que el afilado filo de una gumia, y aquel era uno de ellos. Omar le ofreció al viejo cincuenta mil pesetas, que cobraría si el producto era de calidad. El gitano, tratante de mulos y asnos, nunca había visto tanto dinero junto en su vida y se esmeró aún más en el empeño.  
  El viejo se secaba el sudor con el pañuelo negro que llevaba atado al cuello. Encendía un cigarro tras otro y lo apuraba hasta que la brasa le quemaba los dedos. Sí, recordaba vagamente al joven de la foto. Tenía que hacer memoria si quería ganar mucho dinero fácilmente. No preguntó para qué o porqué lo buscaban, no era de su incumbencia, pero fuera lo que fuera, no querría estar en la piel del hombre de la foto.
Según el moro de la cara quemada, el individuo salió de Sevilla en el año treinta y ocho para embarcar en Cádiz rumbo a Tánger.
Gitano miraba la foto como si la estuviera traspasando con la mirada. En la otra mano, entre los dedos índice y medio, aguantaba un cigarro recién encendido.
El cigarro se consumió entero y el gitano seguía mirando la foto.
El dueño del bar ya había medio bajado la persiana metálica, en una clara invitación a abandonar el local. Pero cuando los únicos clientes eran cinco musulmanes sombríos, uno de ellos con una apariencia aterradora, mejor tener paciencia.
Por fin Gitano se acordó. Cerró los ojos y visionó el momento. Tardó en llegar, tuvo que rebuscar entre muchas noches pasadas, pero cuando lo hizo le pareció estar viviéndolo de nuevo. Se acordó de una timba ilegal en la que, entre otros, participaron dos jóvenes con el pelo engominado y fino bigote. Uno de ellos tenía la suerte de cara y ganó bastante dinero. El otro lo perdió todo y más. El afortunado no paraba de decir que el dinero le iba a ir muy bien para empezar un nuevo negocio en Tánger, incluso enseñó el billete del barco en el que iba a embarcar al día siguiente desde Cádiz. Era la primera vez que veía a aquel joven, no era un asiduo de las partidas ilegales. Pero al otro, al desafortunado, sí lo había visto más veces en tugurios con contrincantes poco recomendables, e incluso en la sala superior del casino con competidores de traje, corbata y pelo engominado. Pero cuando de deudas de juego se trataba, tan peligrosos eran unos como otros. Los dos jóvenes salieron juntos, uno con los bolsillos llenos y el otro, vacíos. Uno con un billete a Tánger, el otro, con una deuda casi imposible de pagar. Dejar a deber dinero en una timba ilegal era algo muy feo, y muy malo. Uno se fue con un futuro prometedor, el otro, con una pistola apuntándole a la cabeza. Sí, la memoria del gitano era un prodigio fuera de lo común para los detalles, lo malo era que no estaba seguro de cuál de los dos jóvenes era el de la imagen que tenía delante de él. Se parecían tanto que podían pasar por hermanos. Eran más o menos de la misma edad, lo único que los diferenciaba era los modales y la forma de desenvolverse durante la partida. El ganador era alegre, jovial, parecía fuera de lugar. El perdedor era taciturno, menos educado y algo chulo. La facilidad que tenía el gitano de memoria prodigiosa para recordar situaciones pasadas, era inversamente proporcional a la que tenía para recordar los nombres. Estaba seguro de que los dos jóvenes mencionaron los suyos, pero no los recordaba. Maldita memoria.  
        Omar, ahora sí, estaba sorprendido y algo desconcertado. Delante de él tenía a un viejo borracho decrépito y desdentado con una memoria sorprendente, pero lo que oyó no le tranquilizó mucho, al contrario. Había sido un golpe de suerte dar con aquel hombre, pero cuando creía que posiblemente la senda salía por fin a terreno despejado, veía que el camino se introducía de nuevo en la espesura.
Caraquemada, que estaba de pie, no sentado en el taburete, le dio al gitano un billete de mil pesetas, que el viejo cogió casi al vuelo y al instante lo hizo desaparecer en un bolsillo de su chaleco. El león le prometió que habría más si su memoria hacía un esfuerzo por recordar más detalles de aquella noche. Una más de miles, pero que el anciano recordaba casi fotográficamente. Los nombres, Omar necesitaba los nombres, sobre todo el del joven perdedor.
El dueño del bar, que limpiaba frenéticamente la grasienta barra, al ver que la reunión había acabado, corrió solícito a subir la persiana metálica para que salieran los musulmanes. Por fin podría irse a dormir. Nunca se había sentido tan cohibido ante la presencia de una persona como con el moro de la cara quemada, y había vivido situaciones de todos los colores.
Los Ahmed salieron al frescor del exterior. La calle apenas estaba alumbrada por las pocas farolas que mantenían la bombilla intacta. Sin decir nada, comenzaron a andar escabulléndose entre las sombras de los callejones. Una cuadrilla siniestra a cuyo paso todos se apartaban a un lado o se escondían en los portales. Ni las prostitutas se les acercaban para ofrecerles su cuerpo. 
Omar iba pensando en todo lo que les dijo Gitano. Ya tenía claro lo que había pasado, pero tenía que corroborarlo. Era necesario ver a alguien que hubiera conocido realmente a Alfredo Reijó. Tenían que ir a Madrid y visitar al único pariente que aún vivía cuando el falangista abandonó la capital. Si seguía vivo.
Su instinto depredador le decía que, a pesar de que la presa se camuflara bajo otro nombre y otra apariencia, la tenía muy cerca. Casi la podía oler. 
 

lunes, 8 de julio de 2013

Diario de un miliciano I

Introducción

Gabriel Guerrero Pérez , fue un miliciano de la CNT que luchó desde el primer día en la guerra civil española. Fue al frente voluntariamente, su única motivación era “defender el gobierno legítimo de la República”. Luchó en Barcelona, Madrid y Aragón contra un ejército mucho mejor preparado. Fue herido varias veces y vio morir a muchos camaradas. Fue hecho prisionero por el ejército de la República y condenado a treinta años de trabajos forzosos junto a otros compañeros. En un traslado fue abandonado por sus guardianes y en un gesto de heroísmo inexplicable, en vez de huir volvió al frente, totalmente desarmado, sólo con lo que llevaba puesto.
Al acabar la guerra vivió en el exilio. Atravesó la frontera francesa y fue confinado en varios campos de concentración. Se alistó en la Compañía de Trabajadores Extranjeros Voluntarios. Vivió en Francia diez años. De allí se trasladó a Sao Paulo, Brasil, donde aún vivía, con noventa y seis años, cuando su manuscrito cayó en mis manos hace ocho años.
Lo que sigue a continuación es una transcripción casi literal de un texto manuscrito de su puño y letra. Lo que me dejaron eran fotocopias, pero eso no le resta ni un ápice de valor documental. El único inconveniente es que, al ser fotocopia, en algunas hojas faltan una o dos líneas tanto al principio como al final. Se ha suplido con este símbolo (…)
Debido a que Gabriel perdió la costumbre de expresarse y escribir en español, su ortografía, su léxico y su sintaxis no son muy correctos. El texto está escrito en una mezcla de español y portugués muy difícil de entender a veces, por lo que la labor de transcripción no ha sido fácil, aún así, se ha procurado ser lo más fiel posible al original. No se ha intentado darle un aire literario, entre otras cosas, porque hubiera perdido su autenticidad. Sólo se ha intentado hacerlo lo más legible posible, traduciendo algunas palabras y dándole un mínimo sentido sintáctico. Tampoco se ha intentado corregir los datos que él expone (sólo los topónimos y con la única intención de escribirlos correctamente), por lo que si algunos de ellos son inexactos, se ha de interpretar como una mala pasada de su memoria. Lo único que se pretende con esta transcripción es dar a conocer un texto con un gran valor documental, pues nos enseña las vivencias en primera persona de alguien que arriesgó todo lo que tenía , incluso su vida, por defender un gobierno legítimo, y lo único que se llevó cuando cruzó la frontera el 7 de febrero de 1939, tal como él dice, fue “una camisa casi rota y unos pantalones en el mismo estado”.
La historia de Gabriel es una más de las muchas que vivieron miles de combatientes y exiliados republicanos a los que nunca podremos agradecerles y, aún menos, compensar su sacrificio. Sirvan estas líneas como homenaje a todos ellos.


1ª Parte: La Guerra Civil (1936 – 1939)

El comienzo

Las principales causas de la sublevación: Las Juventudes Falangistas y los Carlistas de Navarra contra la República. El asesinato en Madrid del teniente Castillo de la Guardia de Asalto. La venganza de la misma contra el jefe de la Falange, Calvo Sotelo, también asesinado en Madrid pocos días después. Después de unos días de sublevó el general Francisco Franco, gobernador militar de las islas Canarias. El 18 de julio de 1936. La noticia se dio en España la noche del día 18 que era sábado. En aquel momento yo estaba en el teatro. Sería las diez y media de la noche cuando los sindicatos se lanzaron a la calle a buscar armas. La lucha comenzó el día 19. Muchos cuarteles se sublevaron tanto en Barcelona, donde yo estaba, como en otros lugares del territorio español. Quien mandaba en los cuarteles (…)
(…) Barcelona, la revolución en acción. Hubo enfrentamientos del ejército, policía, carabineros y, la mayor parte, voluntarios del pueblo. Los principales combates fueron en la Plaza de Cataluña, Plaza de Colón, cuarteles de Atarazanas, Paralelo, puerto, Plaza de España, Diagonal y Paseo de Gracia. Estos fueron los principales focos de resistencia, donde quedaron centenares de cadáveres por todas partes. Francisco Ascaso también cayó en el cuartel de Atarazanas, próximo a Colón. Yo fui herido el día 22, tres días después de comenzar, en el ojo derecho. Reventó el fusil. Continué en la lucha con el ojo tapado, sin operar, a base de agua oxigenada. Era más curativo, pero la metralla continuaba clavada en el cristal del ojo. Después de Barcelona fueron pueblos como Granollers, Badalona y otros muchos de la provincia: Sabadell, Tarrasa, Manresa, Molins de Rei, Mataró, Suria, Vic, Cardona.
(…) la revolución, en un principio, fue voluntaria, para defender el gobierno legítimo de la República. Fui uno de tantos miles de voluntarios que se lanzaron a las calles de Barcelona y el resto de España. Casi todos los soldados del ejército habían sido desmovilizado, mandados para sus casas. Todo era a base de voluntarios, guardias de asalto y carabineros de la Guardia Civil. La mayoría apoyaba a Franco.

viernes, 5 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega VI)





Cuando Marcel Perrin despertó, lo hizo atado de manos y pies a una pesada y desvencijada cama de estructura de hierro colado. El jergón sobre el que estaba tumbado era tan blando que los muelles del somier se le clavaban en la espalda. Estaba desnudo.
Lo habían adormilado con cloroformo, y ni sabía las horas que llevaba allí, ni si era de noche o de día. El habitáculo en el que estaba encerrado no tenía ninguna abertura al exterior por la que pudiera entrar luz natural, sólo había una puerta y estaba cerrada. Una pequeña bombilla, que colgaba de un cable, era lo único que rompía la desnudez del techo y paredes, pero Perrin no la veía porque estaba apagada y la oscuridad era total. Trató de estirar de las ataduras. Durante un momento mantuvo una frenética lucha contra ellas, pero se tuvo que dar por vencido. Eran sólidas.  
Cuando acabó de resistirse, se encendió la luz, y Omar apareció junto a él.
Ni siquiera había notado su presencia.
Perrin enseguida comprendió lo que le esperaba. De hecho empezó a saberlo desde el momento en que vio entrar a los dos hombres en su habitación. No era difícil saber quienes eran. En aquellos momentos los Ahmed eran lo únicos enemigos que tenían en la ciudad . Empezó a sudar copiosamente y a maldecir en su idioma, a negar en su idioma, a implorar en su idioma. Omar, que vestía una chilaba negra y se cubría con la capucha, no lo interrumpió, pero estaba algo desconcertado por la actitud del francés. Su apariencia exterior indicaba que era una persona frágil y gris, pero que sin embargo era un agente del servicio secreto francés, más cerebro que guerrero, aunque la manera cómo se enfrentó a Airam y Pelinor lo desmentía. Omar no se esperaba que en cuanto abriera los ojos se pusiera a parlotear atropelladamente. Pero nada de lo que decía le interesaba al león.
A Omar sólo le interesaba saber dónde habían enviado a Reijó.
Primero tuvo que convencer a Perrin de que admitiera que era un agente secreto. A pesar de su verborrea inicial y de ser consciente de su situación, el francés era reacio a admitirlo. Ya se había meado varias veces, y el jergón empezaba a empaparse de orín y oler mal.
Omar todavía ni lo había tocado, pero su fama era tan negra como su sombra. Se había convertido en el objetivo principal de los agentes franceses, pero desde que regresó a Tánger nadie lo había visto a la luz del día, ni nadie sabía dónde estaba. Sólo existían rumores nada fiables. Lo que sí era seguro era que no salía de la medina. Un tipo con el aspecto que decían que tenía, sería fácilmente reconocible. Todo eran rumores de tabernas llenas de humo y envueltas de oscuridad, murmullos casi imperceptibles en conversaciones acompañadas del titilar de las velas. Silencios repentinos cuando alguien no fiable o conocido se acercaba a los conversadores. Miradas torvas y desconfiadas. Todo lo que se oía y decía sobre Omar en la medina, se quedaba en la medina, nada traspasaba sus murallas. Ningún europeo o no nativo tenía acceso a aquella información. Los franceses, a pesar de no querer una guerra abierta con los Cien Hijos, hubieran agradecido cualquier dato sobre el león, pero conseguirlo era un objetivo imposible.       
En la emboscada murieron nueve Ahmed y el único superviviente tenía el rostro desfigurado por las quemaduras sufridas. Ya habían muerto o desaparecido nueve ciudadanos franceses. Había que equilibrar la balanza, por eso Omar dio un golpe en la pesada puerta de madera. Segundos después entraban Airam y Pelinor, ya con la herida curada. El primero portaba un pesado maletín de metal.
El león estaba impaciente y no quería perder más tiempo.
Airam, el que portaba el maletín, lo abrió y sacó de él un soplete de mano. Perrin abrió los ojos desmesuradamente, horrorizado. Empezó a gritar y estirar de sus ataduras, se convulsionaba, y sus muñecas y tobillos estaban en carne viva. Piedad, era la palabra que más salía de su boca, pero aquello tampoco era lo que quería oír Omar.
El león sólo quería saber dónde estaba Reijó, y Marcel Perrin lo sabía. Al menos, era lo que el confidente que les pasó la información les aseguró. La fuente no era contrastable, y los Cien Hijos necesitaban disponer de datos convincentes. Lo que les llegó en forma de extenso dosier con las andanzas del francés. Datos, fechas, fotos, fichas. Perrin podría ser un agente, pero por lo visto era poco secreto. Aquellos papeles acabaron convenciendo a los Ahmed.
Omar cogió el soplete que le ofreció Airam, y lo encendió. Sólo le dijo una cosa a Perrin: “Si mueves la cabeza, te quemaré toda la cara”.
La bombilla eléctrica se apagó. Todo quedó a oscuras, pero una pequeña llama de una cerilla prendió una vela que sacó Airam del maletín y la colocó con mucho cuidado a los pies de la cama, en el suelo, vertiendo un poco de cera derretida para que se aguantase bien.  Encendió dos más y repitió la acción, pero éstas las colocó a los lados de la cabecera. Perrin seguía batiéndose contra sus ataduras y seguía emitiendo espantosos alaridos. Se asemejaba a un puerco antes de la matanza.
Sólo tenía que decirles dónde estaba el español que les dio la información sobre la entrega de armas. Sólo eso. Estaba convencido de que acabarían matándolo. Dependía de él sufrir más o menos. De nada serviría negarlo una y otra vez, sólo para que el demente de la cara quemada se ensañase e hiciera lo mismo con él. Podría engañarles, decirles algo que sonara convincente, pero que no fuera cierto, como que se deshicieron de Reijó aquella misma noche. Pero ¿de qué serviría? Los Ahmed querrían pruebas, no iban a aceptar que todo acabase de aquella manera sin más. Lo podrían mantener con vida entre atroces sufrimientos hasta que la probabilidad se convirtiera en certeza. ¿Qué necesidad tenía de seguir negándolo todo? Durante más de veinte años había servido a su país con abnegación a cambio de una vida gris, monótona y aburrida. Había llegado a Tánger como empleado de banca y la misión de servir de recadero de órdenes y contraordenes a los verdaderos agentes. Conforme estos eran descubiertos, reemplazados o desaparecían en acto de servicio, logró subir de categoría. Los agentes alemanes eran su principal objetivo, y logró capturar al varón Stein, el falso aristócrata que cambiaba de identidad y apariencia física con la misma facilidad con la que se cambiaba de ropa. Además, qué le importaba a él Reijó. Ellos habían cumplido el trato, aún si tener necesidad de hacerlo. Desde el momento en que trasladaron al español al lugar que eligió, dejaron de tener un compromiso con él. Lo que le pasase a partir de entonces ya no les incumbía. No estaba dispuesto a sufrir una horrible tortura. Podía estar preparado para muchas cosas, pero no para que le quemasen lentamente con un soplete de mano. Para aquello no, para aquello no estaba preparado. Era inhumano, cruel, despiadado, más de lo que cualquier ser humano pudiera aguantar. Notó cómo evacuaba un viscoso líquido y un horrible olor inundó la pequeña sala.    
Los tres leones permanecían en silencio. El tufo nauseabundo de los excrementos del francés se mezclaba con el de la gasolina quemada por el soplete y la cera quemada de las velas. No había ningún respiradero por donde la cada vez más densa pestilencia pudiera escapar. No se respiraba aire, sino humo de gasolina y de cera quemada mezclado con efluvios repugnantes.  Aquello podía afectar a Airam y Pelinor, que no pudieron evitar un par de arcadas de puro asco, pero no a Omar, que impertérrito miraba fijamente al francés. Había regulado la llama del soplete al mínimo, lo suficiente como para mantenerlo encendido, y el pequeño resplandor apenas ayudaba a las velas a alumbrar la estancia. Se colocó a la izquierda de Perrin, de modo que el prisionero sólo le veía el lado derecho del rostro, el quemado. Quería que viera lo que le esperaba, quería que viera los efectos del fuego en la carne humana. Quería que se imaginara lo que tenía que sentirse al ser un monstruo desfigurado para el resto de su vida, el no poder mirarse al espejo nunca más, y tener que soportar que nadie le volviera a mirar a los ojos.
Perrin no quería acabar así. Por eso lo contó todo.
Atropelladamente, entre sollozos, ruegos de compasión y gemidos lastimeros.
Contó que efectivamente él fue el encargado del dispositivo de seguimiento a Reijó. Sabían que era uno de los principales suministradores de armas a la guerrilla argelina. Armas que se usaban contra ciudadanos franceses y tenían que hacer algo. No les fue difícil dar con él, era algo casi público. También contó que al principio la operación se tenía que ceñir al descabezamiento de la red de contrabando y la captura del alijo de armas, pero que recibieron instrucciones de que a los Cien Hijos había que darles un escarmiento para que desistieran de seguir por aquel camino. Contó que cuando le propusieron el trato, el español aceptó al instante, sin el más mínimo titubeo. Contó que a cambio de la información le ofrecieron inmunidad, identidad nueva y un billete al país que eligiera. Sabían que la jugada les podía salir cara, pero las victimas francesas posteriores se consideraban los peones a sacrificar para ganar la partida.  
 Pero aquello no era lo que quería oír Omar. Todo aquello ya lo sabía.
Al león sólo le interesaba saber dónde estaba Reijó. Por eso abrió un poco la válvula del soplete, que empezó a emitir un siniestro siseo mientras la llama crecía en intensidad.
Perrin no se lo pensó dos veces y se lo dijo.
Alfredo Reijó había vuelto a España. Rechazó la nueva identidad y un nuevo pasaporte. Sólo pidió transporte seguro a Cádiz, de lo demás ya se encargaría él. No les dijo qué iba a hacer, ni a dónde iba a ir. Perrin vio con sus propios ojos como subió  al carguero que se dirigía al puerto español, y por el capitán del buque supo que desembarcó. A partir de entonces Reijó dejó de existir para ellos.
Era todo lo que el asustado Marcel podía ofrecerles, no se guardó nada y esperaba que fuera suficiente para que la llama del soplete se apagara definitivamente. Iba a morir, estaba convencido, pero con su confesión se había ganado una muerte rápida e indolora. El juego tenía sus reglas.
Omar parecía una estatua de bronce. Su sombra, al ser proyectada por las velas al ras del suelo, se encaramaba por la pared situada a su espalda y parte del bajo techo. Si Perrin no hubiera estado en estado de shock, habría percibido que a pesar de haber tres velas encendidas, el león sólo tenía una sombra, la de detrás de él. Parecía que tenía vida propia. Danzaba inquieta, amenazante, impaciente, como apremiando a su parte material a que hiciera ya lo que tenía que hacer.
El león ni pestañeaba con el único parpado que le quedaba. Airam y Pelinor se miraban extrañados. ¿Sería cierto que el español fue tan necio como para volver a su país con la misma identidad? ¿Tan confiado estaba? ¿Tan seguro se sentía en su país? Reijó conocía perfectamente a los Cien Hijos, y sabía que una traición semejante no la iban a olvidar. Sabía que lo perseguirían al fin del mundo. ¿Los subestimaba? No, seguro que no. No podía ser cierto. Seguramente, en aquellos instantes, Alfredo Reijó estaba en cualquier país sudamericano o muerto. Otra posibilidad era que, justamente por ser el último sitio donde pensarían que iría, lo consideraba el más seguro.
Entre los Cien Hijos mucho ya empezaban a opinar que buscaban a un fantasma, pero Omar no estaba dispuesto a abandonar la búsqueda. Sabía que lo iba a encontrar. No se trataba de un deseo, de un ansía de venganza ciega que le imposibilitaba ver la realidad, sino de una certeza absoluta. Iba a encontrar a Reijó.   
Omar ya había decidido que la información de Perrin era tan poco verosímil, tan estúpida, que era cierta. El francés estaba realmente aterrado, y alguien en ese estado no puede inventarse y contar una historia falsa, aunque la tuviera preparada de antemano. En ese estado de terror, la mente sólo procesa la verdad, la que puede evitar un sufrimiento inhumano, atroz, tanto como para morir de puro dolor. Una muerte horrible. 
 El león sabía que era todo lo que le iban a sacar al francés, por lo que decidió acabar con la partida. Marcel Perrin estaba en lo cierto cuando pensaba que el juego tenía sus reglas.
Pero Omar jugaba con las suyas.
Caraquemada abrió la válvula del soplete hasta su máxima potencia y lo arrimó al rostro del francés.
Entonces sí, Airam y Pelinor no pudieron evitar que las arcadas se convirtieran en un torrente de vómito al oler la carne quemada y ver los efectos del fuego en el rostro del francés.