La
cosa se complicó un poco más el día en que Genaro echó de menos una de sus
ovejas. Guardaba su modesto rebaño en una corrala que tenía en el camino que
llevaba del pueblo a la sierra de la Potocona. A los pocos días la encontraron
degollada y con una gran brecha en la barriga por donde se desparramaban las
vísceras. Los zorros no podían haber hecho aquel destrozo y los últimos lobos se
vieron hacía más de treinta años. Empezaba a ser preocupante. Las madres no
dejaban que sus hijos estuvieran en la calle después de la puesta de sol y no
había amenaza más eficaz que decirles: “¡Que va a venir el ‘ogro’ y ya verás, tú
mismo!” Los vecinos, que según ellos tenían otras cosas que atender antes que
formar batidas de caza, aunque alguna hubo, intentaban convencer al alcalde de
que para semejante asunto se requerían los servicios de la Guardia Civil. Que
a ver si vamos a tener una desgracia, decían.
El
doctor Jaime Guzmán también estaba intrigado con el asunto. Era la única
persona ilustrada en las cosas que no tuvieran que ver con el campo. Lo que él
decía era escuchado con atención e interés por los campesinos, que entendían
mucho de ciclos naturales, simientes, cosechas, cuáles eran las mejores tierras,
e incluso podían predecir el tiempo que iba a hacer con varios días de
antelación, pero también tenían una mente fácil para que el imaginario de
misterios y fantasías calase en ellas. Era terreno abonado.
El
doctor Guzmán, como hombre de ciencias, aunque algo asilvestrado, era de los
que sólo creían en lo que veían, lo que le costó varías reprimendas del cura
porque lo aplicaba a todos los ámbitos en los que la fe tuviera cabida. El
párroco le recriminaba que ya estaba bien de poner siempre la excusa de que
tenía que poner al día su botica de remedios naturales justamente los domingos
y días de misa sólo para no asistir a los oficios. Aunque el párroco, en el
asunto de la misteriosa criatura, reconocía que opinaba como el médico, es
decir, todo le resultaba bastante extraño y más teniendo en cuenta que, tanto
el año pasado como el presente, el bicho aparecía justo un mes antes de la
recogida de las aceitunas.
El
médico trataba de tranquilizar a la gente que asistía a su consulta o a los que
visitaba en sus casas diciéndoles que, a pesar de las batidas y del guarda que
rondaba por allí, nadie había visto nunca al “ogro”, y que seguramente después
de la recolección de la aceituna desaparecería de nuevo.
Sin
embargo, pensó que quizás podía sacar algún partido. Desde que llegó a la aldea,
procedente de la capital, Jaime Guzmán disfrutaba de pocos entretenimientos.
Odiaba la caza y la pesca, unas de las pocas actividades lúdicas que se podían
practicar en un sitio como aquel. Su única “diversión” consistía en salir al
campo a buscar hierbas y raíces para sus remedios, mucho de los cuales se los
enseñó Tía Paca. Siempre había confiado en la ciencia y en la investigación
médica y tenía ciertas reticencias a creer en los métodos de los sanadores y
curanderos rurales. Pero era una persona curiosa y de mente abierta y aquel fue
su primer contacto con la “medicina natural”. Enseguida se interesó por los
métodos de Tía Paca y comprobó que muchos de sus remedios tenían los mismos
principios básicos y, por consiguiente, los mismos efectos que las medicinas
que encargaba y que tardaba semanas en recibir. Se aficionó a salir al campo a
por suministros: hojas de fresno y corteza de bardaguera para el reuma. Flores
de carquesa, amapolas y ramas de jara para la tos. Frutos de hinojo, menta y
alcavea para estimular el apetito. Hojas de durillo, hojas de olivo y
siempreviva amarilla para la fiebre. Frutos del acebo, flores de gayomba y
corteza de espino negro como purgantes y un sinfín más de plantas para sus
respectivos remedios. Según la temporada, también solía salir a buscar
espárragos o setas para su sustento. Pero no es que tuviera muchas más cosas
con las que evadirse, incluso había días en los que se aburría enormemente,
puesto que la gente no solía enfermar a diario. Así que el doctor Guzmán
decidió que un poco de entretenimiento no le iría mal. Recordaba tener guardado
en algún sitio un ejemplar de la Enciclopedia de zoología mitológica y otras criaturas,
del investigador inglés Thomas Smith. Lo buscó y encontró lo que esperaba.
A
partir de aquel día, se dedicó a enseñarles a todos sus pacientes el dibujo de
una criatura a la que llamaban Bigfoot.
El médico lo tradujo literalmente y, dándole un toque local, lo bautizó como “Cachopié”.
La criatura tenía forma humana, pero estaba totalmente recubierta de pelo,
medía unos dos metros, era robusto y de cabeza pequeña, pero enormes pies. La
única pega era que en las manos en lugar de garras tenía unos enormes dedos,
pero el médico, con mucha habilidad, logró dibujárselas sin que apenas se
notase el añadido.
Cuando
les enseñaba a sus pacientes el dibujo de Cachopié, además les leía parte de la
descripción que lo acompañaba. Como estaba escrita en inglés, nadie podía
discutirle que lo que decía no era cierto, aunque si hubiera estado en
castellano tampoco. Les contaba que el bicho de la ilustración solía salir de
noche y los sonidos que emitía eran similares a agudos chillidos. Lo que no les
contaba era que su dieta era eminentemente vegetariana, que no comía carne, y
menos humana. También les dio un pormenorizado detalle de todos los sitios del
mundo donde fue avistado.
La
gente que veía el dibujo de Cachopié empezó a divulgar el descubrimiento del
médico y su consulta se llenó de pacientes que sólo iban a ver la lámina. Todo
el pueblo se puso enfermo de repente. Pronto Cachopié fue el tema de conversación
de las reuniones alrededor de la lumbre o de una botella de vino. Incluso se
acercó más de un curioso procedente de Zafra. Cachopié estaba trascendiendo el
ámbito local.
Hasta
que una de aquellas noches de noviembre se produjo el hecho que hizo que el
alcalde se decidiera a avisar a la Guardia Civil. Al principio era reacio a molestar
al teniente Vivancos por semejante asunto, suficiente tenía el oficial con sus
quehaceres cotidianos, “además, se gasta muy malas pulgas, cojones”, decía el
alcalde. Pero el episodio de la oveja degollada y el susto que se llevó una
cuadrilla de mineros de la mina de La Abundancia cuando volvían por el camino del cementerio
lo decidió.
El
susto en cuestión no fue más que eso: un susto. Pero, según contaron los mineros,
el que les salió de detrás de la pared del cementerio no fue otro que Cachopié
en persona. Estaban convencidos.
Todo
ocurrió una fría, ventosa y lluviosa noche en la que Cándido, que estaba cumpliendo
su papel de guarda, se cubría con un gran capote negro con capucha. Se acercó a
una pared del cementerio para resguardarse del viento y, de paso, echar una
meada. Por el camino, en dirección contraria a la pared, se acercaba una cuadrilla
de mineros que se dirigía al pueblo. Se alumbraban con una lámpara de carburo y
andaban con paso ligero. La mayoría de mineros de la mina de La Abundancia vivían en
las casas que construyeron en las instalaciones de la propia mina, pero esta
cuadrilla estaba compuesta por vecinos del pueblo que al acabar su jornada
regresaban a sus moradas. Estaban deseando llegar, por la tormenta y porque,
para evitar un gran rodeo, se aventuraron por el territorio de Cachopié. Andaban
en grupo compacto, ninguno quería quedarse atrás ni separarse más de un metro,
“porque así nos protegemos mejor de la lluvia”, pensaban. Al llegar a su
altura, al guarda no se le ocurrió otra cosa que surgir de improvisto de entre
las sombras envuelto en el capote y cubierto con la capucha. Con su voz grave y
potente preguntó apremiante y a bocajarro, “¿qué hora es?” Ni saludo previo ni
nada, así, de repente. Con el ruido de la fuerte lluvia las palabras de
Cándido quedaron ahogadas y a los mineros les pareció un gran rugido. Entre eso
y que no se esperaban la súbita aparición de la figura justo de detrás de la
pared del cementerio, lanzaron al unísono un grito y no pararon de correr hasta
que llegaron cada uno a su respectiva casa. Todos aseguraron que se les había
aparecido Cachopié y que su tamaño todavía era mayor que el del dibujo del
médico. Pero no sólo eso, sino que vieron sus terribles garras, su mirada
penetrante y asesina, olieron su apestoso aliento, tuvieron muy cerca sus
afilados colmillos, y sólo pudieron ponerse todos a salvo porque el ogro dudó
unos segundos de a quién echarle mano primero. Si huyeron despavoridos y
entraron en el pueblo dando alaridos, tenían que justificarlo. Cándido, el
guarda de los olivares de la marquesa de Mendoza, tampoco se empeñó mucho en
deshacer el equívoco.
Así
que el alcalde decidió que aquello empezaba a requerir la intervención de las
fuerzas del orden, cojones. Cachopié se había convertido en una evidencia y no
podía arriesgarse a que pasase de las ovejas a las personas, ya que nadie, ni
siquiera el médico, podía asegurar que al bicho no le gustase la carne humana.
El
teniente Vivancos ya estaba al corriente de todo. Los guardias que hacían las
correrías por aquella zona ya le habían informado de lo que se rumoreaba en la
cantina. Al principio no hizo mucho caso, sabía que la imaginación popular
podía ser desbordante, pero no podía negar que él también sentía cierta
intranquilidad por la cuestión de Cachopié. A ver cómo explicaba a sus
superiores, en el caso de que fuera cierto, que no hizo nada a pesar de los requerimientos
del alcalde si a Cachopié le daba por seguir sus sanguinarias correrías y pasar
a mayores . Ya le había ordenado a los guardias que hacían las rondas que se
dieran una vuelta de vez en cuando por la Potocona , pero tenía que hacer algo más.
Le
encargó la tarea al cabo mayor Nogales, un joven suboficial recién llegado de
las sierras de Cádiz, donde se ganó los galones a fuerza de batirse el cobre
con los maquis. El guardia estaba acostumbrado a la acción y a seguir rastros
por el monte, así que lo mismo la experiencia le podía valer para dar con
Cachopié y acabar con él, de ser cierta su existencia, claro está, y por lo que
decían los mineros parecía que era así. Incluso le ordenó que se llevase a dos
números y que si hacía falta se introdujeran en la antigua mina, pero sólo si
era estrictamente necesario. “Acabe de una puta vez con esas putas habladurías
de los putos cojones”, le ordenó.
Nogales
acató la orden con escepticismo. Venía de la sierra gaditana y sabía bien que
el único peligro proviene de las personas, ya que las criaturas del monte rara
vez son una amenaza para los humanos, más bien al contrario. Además, lo de la
figura semihumana de más de dos metros, recubierta de pelo y con unas grandes
garras, le sonaba a imaginario popular. Como el Entiznáu, el conjurador de
tormentas o el Lanú, el macho cabrío que andaba a dos patas. Además, en la
serranía gaditana también iban sobrados de seres fantásticos.
Los
civiles se alojaron en la casa del párroco, que aceptó de muy mala gana que los
tres hombres le importunaran en su retiro espiritual y sus oraciones, “así me
es muy difícil estar en paz con Dios”, pregonaba. Aunque más bien, lo que le
molestaba era que los guardias estuvieran delante cuando la señora Virtudes, la
beata viuda oficial del pueblo, iba a arreglarle la casa, prepararle la comida
y hacerle otras cosas menos materiales pero más gratificantes para la
espiritualidad y la paz interior del clérigo. La mujer era bastante fea (decían
las malas lenguas que el marido murió para no verle más la cara), pero tenía
las carnes prietas, labios carnosos y grandes pechos. Aunque el cura no lo
veía, según él, pues se fijaba en otro tipo de belleza. “Lo que importa es el
interior, hija”, le decía, y por eso, al principio, la señora Virtudes creía
que el sacerdote no dejaba de mirarle por el interior de la parte superior de
la blusa. Así que para el clérigo, por muy guardias civiles que fueran, eran un
engorro. Suerte que se iban a pasar la mayor parte del tiempo fuera.
Lo
primero que hizo Nogales fue inspeccionar la zona por donde decían que solía rondar
Cachopié. Vio las marcas de garra en los troncos de los olivos y se acercó a
ver el cadáver de la oveja degollada, de la que un zorro sólo dejó la piel
recubierta de lana y un montón de huesos. También fue a la entrada de la vieja
mina donde esparcieron la ceniza para tratar de conseguir las huellas del
bicho. La mayor parte de las marcas habían desaparecido a causa del agua y el
viento, pero en un recodo de la entrada, bajo una gran roca, todavía quedaba
algún rastro. El civil lo inspeccionó, sacó una libreta e hizo un dibujo a
tamaño natural de las huellas. Alumbró con su linterna en el interior de la
abertura y se introdujo unos pasos en ella, hasta que una pared de piedras y
tierra le impidió avanzar más. Nogales tomó buena nota de todo.
Al
día siguiente fue a visitar al doctor Guzmán para que le enseñase el dibujo de
Cachopié que descubrió en la enciclopedia. En cuanto lo vio, le dijo al médico
que si le parecía bien tomarle el pelo a la gente humilde aprovechándose de sus
supersticiones. El médico respondió que sólo fue por puro entretenimiento, que
no lo hizo con maldad ninguna.
En
la cantina le preguntaron al guardia civil si no tenía pensado hacer guardia
por la noche emboscados en la sierra para tratar de pillar desprevenido a
Cachopié. “Al aguardo”, según si lo decía un cazador. “A sembrar y recoger”, si
además era jornalero. “Una operación envolvente”, si lo decía el Cabo Toro, que
se pasó cuatro años de mili. “Pa darle con la garrota en toa la chorla”, si era
Tomás quién daba su opinión. Nogales se excusó diciendo que ya había puesto una
ronda, pero que no podían abarcar toda la extensión del terreno. También tenía
un hombre de guardia en la entrada de la mina, pero, por lo visto, Cachopié, o
tenía un sentido especial para saber cuando era vigilado y seguramente se había
hecho de provisiones para varios días o la mina tenía otra salida. Lo primero no
era cierto. No iba a mandar a nadie a que se pasara las noches al raso con un
frío que escarchaba los huesos. No lo creía necesario. Lo segundo lo ignoraba
completamente y le daba igual.
A
Nogales sólo le quedaba hablar con Cándido. El guarda le aseguró que vio las
marcas de las garras, las pisadas, los animales descuartizados. Juraba que
también vio una gran sombra correr veloz entre los olivos.
El
cabo mayor sacó el dibujo que hizo de las huellas de la entrada de la mina y le
pidió que le mostrase las palmas de las manos extendidas.
El
guardia civil, una vez hechas todas las comprobaciones, se lo dejó bien claro
desde el principio: “Cándido, una de dos, o deja de asustar a la gente o me lo
llevo ahora mismo al cuartelillo y le acuso de cuatrero y de propagar la alarma
entre la gente mediante el engaño. Aparte del paquete que le puede caer, no
creo que eso sea muy bien visto en el pueblo”. Cándido era muy creativo para
algunas cosas y le iba la broma, pero la amenaza de un guardia civil iba a misa
y no era para pasarla por alto, y menos si te lo decían mirando como miraba
Nogales.
Lo
confesó todo. Estaba harto de que robasen las aceitunas de la marquesa. Si la
cosa seguía así, se iba a quedar sin trabajo, por lo que tuvo que inventarse lo
de la criatura. Como el año anterior apenas nadie hizo caso, pensó que se tenía
que aplicar más a fondo. Empezó simplemente propagando el rumor del “ogro” que
vivía en la vieja mina y, para darle más realismo, se le ocurrió lo de salir
algunas noches a la sierra y aullar con su voz grave y potente. También lo de
dejar marcas en los olivos con su hocino. Ya metido en el papel, para dar más
credibilidad, dejó algunos animales muertos, pero reconoció que con lo de la
oveja se dejó llevar por el entusiasmo y que si hacía falta estaba dispuesto a
pagarla. Eso sí, lo del cementerio y la cuadrilla de mineros no lo hizo adrede,
él sólo quería saber qué hora era.
Nogales
entendió los motivos de Cándido y que no había maldad en ellos. Le hizo
prometer que nunca más volvería a usar a Cachopié para asustar a los ladrones
de aceitunas. A cambio no lo denunciaría, aunque como el guarda empezó el
asunto, le tenía que ayudar a acabarlo.
Aquella
noche los tres civiles entraron en el pueblo por el camino de la Potocona. En uno de
los caballos, que guiaba uno de ellos por la rienda, yacía inerme un gran cuerpo
con forma humana. Estaba medio tapado con una lona de las que usaban para recoger
las aceitunas. Por lo que se podía intuir, ya que la oscuridad sólo era rota
por las mortecinas luces de algunas farolas de aceite, y la tenaz neblina no
ayudaba mucho, el cuerpo estaba totalmente recubierto de pelo. De la lona
sobresalía una mano peluda en la que resaltaba una gran garra. Los perros
aullaban a su paso.
Los
vecinos que se atrevieron a asomarse a los postigos entornados de las puertas y
ventanas, se encargaron al día siguiente de esparcir la gran noticia de que la Guardia Civil , por
fin, había logrado acabar con Cachopié.
Durante
el trayecto, que duró justo el tiempo que tardaron en entrar por una parte del
pueblo y salir por la otra, Cándido, envuelto en pieles de cabra y asomando
bajo la lona tres hocinos que sujetaba con una mano para darle apariencia de
garra, dio por bueno el paseo. La gente nunca podría saber si Cachopié estaba
sólo o no. Al fin y al cabo, todo bicho viviente lo es porque ha sido parido.
No volvió a desaparecer ni una aceituna.