sábado, 12 de enero de 2013

La Historia de Cachopié (continuación)


La cosa se complicó un poco más el día en que Genaro echó de menos una de sus ovejas. Guardaba su modesto rebaño en una corrala que tenía en el camino que llevaba del pueblo a la sierra de la Potocona. A los pocos días la encontraron degollada y con una gran brecha en la barriga por donde se desparramaban las vísceras. Los zorros no podían haber hecho aquel destrozo y los últimos lobos se vieron hacía más de treinta años. Empezaba a ser preocupante. Las madres no dejaban que sus hijos estuvieran en la calle después de la puesta de sol y no había amenaza más eficaz que decirles: “¡Que va a venir el ‘ogro’ y ya verás, tú mismo!” Los vecinos, que según ellos tenían otras cosas que atender antes que formar batidas de caza, aunque alguna hubo, intentaban convencer al alcalde de que para semejante asunto se requerían los servicios de la Guardia Civil. Que a ver si vamos a tener una desgracia, decían.
El doctor Jaime Guzmán también estaba intrigado con el asunto. Era la única persona ilustrada en las cosas que no tuvieran que ver con el campo. Lo que él decía era escuchado con atención e interés por los campesinos, que entendían mucho de ciclos naturales, simientes, cosechas, cuáles eran las mejores tierras, e incluso podían predecir el tiempo que iba a hacer con varios días de antelación, pero también tenían una mente fácil para que el imaginario de misterios y fantasías calase en ellas. Era terreno abonado.
El doctor Guzmán, como hombre de ciencias, aunque algo asilvestrado, era de los que sólo creían en lo que veían, lo que le costó varías reprimendas del cura porque lo aplicaba a todos los ámbitos en los que la fe tuviera cabida. El párroco le recriminaba que ya estaba bien de poner siempre la excusa de que tenía que poner al día su botica de remedios naturales justamente los domingos y días de misa sólo para no asistir a los oficios. Aunque el párroco, en el asunto de la misteriosa criatura, reconocía que opinaba como el médico, es decir, todo le resultaba bastante extraño y más teniendo en cuenta que, tanto el año pasado como el presente, el bicho aparecía justo un mes antes de la recogida de las aceitunas.
El médico trataba de tranquilizar a la gente que asistía a su consulta o a los que visitaba en sus casas diciéndoles que, a pesar de las batidas y del guarda que rondaba por allí, nadie había visto nunca al “ogro”, y que seguramente después de la recolección de la aceituna desaparecería de nuevo.
Sin embargo, pensó que quizás podía sacar algún partido. Desde que llegó a la aldea, procedente de la capital, Jaime Guzmán disfrutaba de pocos entretenimientos. Odiaba la caza y la pesca, unas de las pocas actividades lúdicas que se podían practicar en un sitio como aquel. Su única “diversión” consistía en salir al campo a buscar hierbas y raíces para sus remedios, mucho de los cuales se los enseñó Tía Paca. Siempre había confiado en la ciencia y en la investigación médica y tenía ciertas reticencias a creer en los métodos de los sanadores y curanderos rurales. Pero era una persona curiosa y de mente abierta y aquel fue su primer contacto con la “medicina natural”. Enseguida se interesó por los métodos de Tía Paca y comprobó que muchos de sus remedios tenían los mismos principios básicos y, por consiguiente, los mismos efectos que las medicinas que encargaba y que tardaba semanas en recibir. Se aficionó a salir al campo a por suministros: hojas de fresno y corteza de bardaguera para el reuma. Flores de carquesa, amapolas y ramas de jara para la tos. Frutos de hinojo, menta y alcavea para estimular el apetito. Hojas de durillo, hojas de olivo y siempreviva amarilla para la fiebre. Frutos del acebo, flores de gayomba y corteza de espino negro como purgantes y un sinfín más de plantas para sus respectivos remedios. Según la temporada, también solía salir a buscar espárragos o setas para su sustento. Pero no es que tuviera muchas más cosas con las que evadirse, incluso había días en los que se aburría enormemente, puesto que la gente no solía enfermar a diario. Así que el doctor Guzmán decidió que un poco de entretenimiento no le iría mal. Recordaba tener guardado en algún sitio un ejemplar de la Enciclopedia de zoología mitológica y otras criaturas, del investigador inglés Thomas Smith. Lo buscó y encontró lo que esperaba.
A partir de aquel día, se dedicó a enseñarles a todos sus pacientes el dibujo de una criatura a la que llamaban Bigfoot. El médico lo tradujo literalmente y, dándole un toque local, lo bautizó como “Cachopié”. La criatura tenía forma humana, pero estaba totalmente recubierta de pelo, medía unos dos metros, era robusto y de cabeza pequeña, pero enormes pies. La única pega era que en las manos en lugar de garras tenía unos enormes dedos, pero el médico, con mucha habilidad, logró dibujárselas sin que apenas se notase el añadido.
Cuando les enseñaba a sus pacientes el dibujo de Cachopié, además les leía parte de la descripción que lo acompañaba. Como estaba escrita en inglés, nadie podía discutirle que lo que decía no era cierto, aunque si hubiera estado en castellano tampoco. Les contaba que el bicho de la ilustración solía salir de noche y los sonidos que emitía eran similares a agudos chillidos. Lo que no les contaba era que su dieta era eminentemente vegetariana, que no comía carne, y menos humana. También les dio un pormenorizado detalle de todos los sitios del mundo donde fue avistado.
La gente que veía el dibujo de Cachopié empezó a divulgar el descubrimiento del médico y su consulta se llenó de pacientes que sólo iban a ver la lámina. Todo el pueblo se puso enfermo de repente. Pronto Cachopié fue el tema de conversación de las reuniones alrededor de la lumbre o de una botella de vino. Incluso se acercó más de un curioso procedente de Zafra. Cachopié estaba trascendiendo el ámbito local.
Hasta que una de aquellas noches de noviembre se produjo el hecho que hizo que el alcalde se decidiera a avisar a la Guardia Civil. Al principio era reacio a molestar al teniente Vivancos por semejante asunto, suficiente tenía el oficial con sus quehaceres cotidianos, “además, se gasta muy malas pulgas, cojones”, decía el alcalde. Pero el episodio de la oveja degollada y el susto que se llevó una cuadrilla de mineros de la mina de La Abundancia cuando volvían por el camino del cementerio lo decidió.
El susto en cuestión no fue más que eso: un susto. Pero, según contaron los mineros, el que les salió de detrás de la pared del cementerio no fue otro que Cachopié en persona. Estaban convencidos.
Todo ocurrió una fría, ventosa y lluviosa noche en la que Cándido, que estaba cumpliendo su papel de guarda, se cubría con un gran capote negro con capucha. Se acercó a una pared del cementerio para resguardarse del viento y, de paso, echar una meada. Por el camino, en dirección contraria a la pared, se acercaba una cuadrilla de mineros que se dirigía al pueblo. Se alumbraban con una lámpara de carburo y andaban con paso ligero. La mayoría de mineros de la mina de La Abundancia vivían en las casas que construyeron en las instalaciones de la propia mina, pero esta cuadrilla estaba compuesta por vecinos del pueblo que al acabar su jornada regresaban a sus moradas. Estaban deseando llegar, por la tormenta y porque, para evitar un gran rodeo, se aventuraron por el territorio de Cachopié. Andaban en grupo compacto, ninguno quería quedarse atrás ni separarse más de un metro, “porque así nos protegemos mejor de la lluvia”, pensaban. Al llegar a su altura, al guarda no se le ocurrió otra cosa que surgir de improvisto de entre las sombras envuelto en el capote y cubierto con la capucha. Con su voz grave y potente preguntó apremiante y a bocajarro, “¿qué hora es?” Ni saludo previo ni nada, así, de repente. Con el ruido de la fuerte lluvia las palabras de Cándido quedaron ahogadas y a los mineros les pareció un gran rugido. Entre eso y que no se esperaban la súbita aparición de la figura justo de detrás de la pared del cementerio, lanzaron al unísono un grito y no pararon de correr hasta que llegaron cada uno a su respectiva casa. Todos aseguraron que se les había aparecido Cachopié y que su tamaño todavía era mayor que el del dibujo del médico. Pero no sólo eso, sino que vieron sus terribles garras, su mirada penetrante y asesina, olieron su apestoso aliento, tuvieron muy cerca sus afilados colmillos, y sólo pudieron ponerse todos a salvo porque el ogro dudó unos segundos de a quién echarle mano primero. Si huyeron despavoridos y entraron en el pueblo dando alaridos, tenían que justificarlo. Cándido, el guarda de los olivares de la marquesa de Mendoza, tampoco se empeñó mucho en deshacer el equívoco.
Así que el alcalde decidió que aquello empezaba a requerir la intervención de las fuerzas del orden, cojones. Cachopié se había convertido en una evidencia y no podía arriesgarse a que pasase de las ovejas a las personas, ya que nadie, ni siquiera el médico, podía asegurar que al bicho no le gustase la carne humana.
El teniente Vivancos ya estaba al corriente de todo. Los guardias que hacían las correrías por aquella zona ya le habían informado de lo que se rumoreaba en la cantina. Al principio no hizo mucho caso, sabía que la imaginación popular podía ser desbordante, pero no podía negar que él también sentía cierta intranquilidad por la cuestión de Cachopié. A ver cómo explicaba a sus superiores, en el caso de que fuera cierto, que no hizo nada a pesar de los requerimientos del alcalde si a Cachopié le daba por seguir sus sanguinarias correrías y pasar a mayores . Ya le había ordenado a los guardias que hacían las rondas que se dieran una vuelta de vez en cuando por la Potocona, pero tenía que hacer algo más.
Le encargó la tarea al cabo mayor Nogales, un joven suboficial recién llegado de las sierras de Cádiz, donde se ganó los galones a fuerza de batirse el cobre con los maquis. El guardia estaba acostumbrado a la acción y a seguir rastros por el monte, así que lo mismo la experiencia le podía valer para dar con Cachopié y acabar con él, de ser cierta su existencia, claro está, y por lo que decían los mineros parecía que era así. Incluso le ordenó que se llevase a dos números y que si hacía falta se introdujeran en la antigua mina, pero sólo si era estrictamente necesario. “Acabe de una puta vez con esas putas habladurías de los putos cojones”, le ordenó.
Nogales acató la orden con escepticismo. Venía de la sierra gaditana y sabía bien que el único peligro proviene de las personas, ya que las criaturas del monte rara vez son una amenaza para los humanos, más bien al contrario. Además, lo de la figura semihumana de más de dos metros, recubierta de pelo y con unas grandes garras, le sonaba a imaginario popular. Como el Entiznáu, el conjurador de tormentas o el Lanú, el macho cabrío que andaba a dos patas. Además, en la serranía gaditana también iban sobrados de seres fantásticos.
Los civiles se alojaron en la casa del párroco, que aceptó de muy mala gana que los tres hombres le importunaran en su retiro espiritual y sus oraciones, “así me es muy difícil estar en paz con Dios”, pregonaba. Aunque más bien, lo que le molestaba era que los guardias estuvieran delante cuando la señora Virtudes, la beata viuda oficial del pueblo, iba a arreglarle la casa, prepararle la comida y hacerle otras cosas menos materiales pero más gratificantes para la espiritualidad y la paz interior del clérigo. La mujer era bastante fea (decían las malas lenguas que el marido murió para no verle más la cara), pero tenía las carnes prietas, labios carnosos y grandes pechos. Aunque el cura no lo veía, según él, pues se fijaba en otro tipo de belleza. “Lo que importa es el interior, hija”, le decía, y por eso, al principio, la señora Virtudes creía que el sacerdote no dejaba de mirarle por el interior de la parte superior de la blusa. Así que para el clérigo, por muy guardias civiles que fueran, eran un engorro. Suerte que se iban a pasar la mayor parte del tiempo fuera.
Lo primero que hizo Nogales fue inspeccionar la zona por donde decían que solía rondar Cachopié. Vio las marcas de garra en los troncos de los olivos y se acercó a ver el cadáver de la oveja degollada, de la que un zorro sólo dejó la piel recubierta de lana y un montón de huesos. También fue a la entrada de la vieja mina donde esparcieron la ceniza para tratar de conseguir las huellas del bicho. La mayor parte de las marcas habían desaparecido a causa del agua y el viento, pero en un recodo de la entrada, bajo una gran roca, todavía quedaba algún rastro. El civil lo inspeccionó, sacó una libreta e hizo un dibujo a tamaño natural de las huellas. Alumbró con su linterna en el interior de la abertura y se introdujo unos pasos en ella, hasta que una pared de piedras y tierra le impidió avanzar más. Nogales tomó buena nota de todo.
Al día siguiente fue a visitar al doctor Guzmán para que le enseñase el dibujo de Cachopié que descubrió en la enciclopedia. En cuanto lo vio, le dijo al médico que si le parecía bien tomarle el pelo a la gente humilde aprovechándose de sus supersticiones. El médico respondió que sólo fue por puro entretenimiento, que no lo hizo con maldad ninguna.
En la cantina le preguntaron al guardia civil si no tenía pensado hacer guardia por la noche emboscados en la sierra para tratar de pillar desprevenido a Cachopié. “Al aguardo”, según si lo decía un cazador. “A sembrar y recoger”, si además era jornalero. “Una operación envolvente”, si lo decía el Cabo Toro, que se pasó cuatro años de mili. “Pa darle con la garrota en toa la chorla”, si era Tomás quién daba su opinión. Nogales se excusó diciendo que ya había puesto una ronda, pero que no podían abarcar toda la extensión del terreno. También tenía un hombre de guardia en la entrada de la mina, pero, por lo visto, Cachopié, o tenía un sentido especial para saber cuando era vigilado y seguramente se había hecho de provisiones para varios días o la mina tenía otra salida. Lo primero no era cierto. No iba a mandar a nadie a que se pasara las noches al raso con un frío que escarchaba los huesos. No lo creía necesario. Lo segundo lo ignoraba completamente y le daba igual.
A Nogales sólo le quedaba hablar con Cándido. El guarda le aseguró que vio las marcas de las garras, las pisadas, los animales descuartizados. Juraba que también vio una gran sombra correr veloz entre los olivos.
El cabo mayor sacó el dibujo que hizo de las huellas de la entrada de la mina y le pidió que le mostrase las palmas de las manos extendidas.
El guardia civil, una vez hechas todas las comprobaciones, se lo dejó bien claro desde el principio: “Cándido, una de dos, o deja de asustar a la gente o me lo llevo ahora mismo al cuartelillo y le acuso de cuatrero y de propagar la alarma entre la gente mediante el engaño. Aparte del paquete que le puede caer, no creo que eso sea muy bien visto en el pueblo”. Cándido era muy creativo para algunas cosas y le iba la broma, pero la amenaza de un guardia civil iba a misa y no era para pasarla por alto, y menos si te lo decían mirando como miraba Nogales.
Lo confesó todo. Estaba harto de que robasen las aceitunas de la marquesa. Si la cosa seguía así, se iba a quedar sin trabajo, por lo que tuvo que inventarse lo de la criatura. Como el año anterior apenas nadie hizo caso, pensó que se tenía que aplicar más a fondo. Empezó simplemente propagando el rumor del “ogro” que vivía en la vieja mina y, para darle más realismo, se le ocurrió lo de salir algunas noches a la sierra y aullar con su voz grave y potente. También lo de dejar marcas en los olivos con su hocino. Ya metido en el papel, para dar más credibilidad, dejó algunos animales muertos, pero reconoció que con lo de la oveja se dejó llevar por el entusiasmo y que si hacía falta estaba dispuesto a pagarla. Eso sí, lo del cementerio y la cuadrilla de mineros no lo hizo adrede, él sólo quería saber qué hora era.
Nogales entendió los motivos de Cándido y que no había maldad en ellos. Le hizo prometer que nunca más volvería a usar a Cachopié para asustar a los ladrones de aceitunas. A cambio no lo denunciaría, aunque como el guarda empezó el asunto, le tenía que ayudar a acabarlo.
Aquella noche los tres civiles entraron en el pueblo por el camino de la Potocona. En uno de los caballos, que guiaba uno de ellos por la rienda, yacía inerme un gran cuerpo con forma humana. Estaba medio tapado con una lona de las que usaban para recoger las aceitunas. Por lo que se podía intuir, ya que la oscuridad sólo era rota por las mortecinas luces de algunas farolas de aceite, y la tenaz neblina no ayudaba mucho, el cuerpo estaba totalmente recubierto de pelo. De la lona sobresalía una mano peluda en la que resaltaba una gran garra. Los perros aullaban a su paso.
Los vecinos que se atrevieron a asomarse a los postigos entornados de las puertas y ventanas, se encargaron al día siguiente de esparcir la gran noticia de que la Guardia Civil, por fin, había logrado acabar con Cachopié.
Durante el trayecto, que duró justo el tiempo que tardaron en entrar por una parte del pueblo y salir por la otra, Cándido, envuelto en pieles de cabra y asomando bajo la lona tres hocinos que sujetaba con una mano para darle apariencia de garra, dio por bueno el paseo. La gente nunca podría saber si Cachopié estaba sólo o no. Al fin y al cabo, todo bicho viviente lo es porque ha sido parido.
 No volvió a desaparecer ni una aceituna.

martes, 8 de enero de 2013

La Historia de Cachopié

Uno de los primeros casos que tuvo que afrontar el cabo mayor Nogales cuando lo destinaron al Puesto Principal de Zafra, fue el de la extraña criatura que por las noches rondaba por la sierra de la Potocona de La Lapa.
Desde principios de otoño, igual que el año anterior, algunas noches se oían unos extraños rugidos que procedían de la sierra, y algunas mañanas se encontraron cadáveres de animales despedazados. Al principio sólo fueron algunos conejos. La gente pensó que lo normal era que hubieran sido los zorros que solían merodear por allí, pero cuando encontraron el cadáver de un perro, ya les extrañó un poco. Los raposos huían de los perros, no los mataban.
Un día, en la cantina del pueblo, Cándido, el guarda de aquellas tierras, aseguró que una fría y oscura noche le pareció haber visto una gran figura negra que corría veloz entre los olivos. Como era natural, no la siguió ni se quedó a averiguar de qué bicho se trataba. Fuera lo que fuere, se desplazaba a dos patas y era más alto que Patalarga. El bicho, o lo que fuera, medía más de dos metros. Por lo que contó, le pareció que la extraña criatura se dirigía al único sitio donde se podía esconder: la vieja mina.
La mina era una antigua explotación fuera de uso. Sus galerías estaban inutilizadas, pero una de sus entradas todavía era accesible. No es que todos se tomaran al pie de la letra o le dieran mucha importancia a lo que decía Cándido, a la mayoría le sonaba a tomadura de pelo. Pero no se fiaban, y una noche de vino y bravuconadas, un grupo de hombres armados de escopetas salieron decididos a dar caza a la criatura. Se apostaron en la entrada y esperaron toda la noche, ya que ninguno tenía intención de entrar allí. Es sabido que bajo los efectos del alcohol uno se vuelve más aguerrido, pero por mucho vino que tuvieran en el estómago y plomo en las manos, no era lo suficiente como para adentrarse en un negro agujero en que la luz de los candiles apenas servía de nada. Evidentemente el bicho, si lo había, no salió. Quizás es que no era de costumbres fijas. Los cazadores encendieron una hoguera para calentarse, y el Chato, sin saber cómo, antes de dejar el lugar tuvo la brillante idea de esparcir las cenizas por la vieja entrada de la mina con el propósito de que cuando dejara allí sus marcas, averiguar de qué animal se trataba.
Todos hacían chascarrillos y se reían de Cándido, del bicho y de los que temerariamente fueron a intentar darle caza. Pero todos sentían curiosidad y, por si las moscas, nadie se acercaba a la vieja mina y se cuidaban mucho de andar de noche por aquellos parajes.
 El único que no le temía a ningún bicho conocido o por conocer era Tomás. Él tenía su bastón acabado en forma de maza y lo demás le daba todo igual. Había abatido conejos, liebres, zorros, hurones, comadrejas, perdices, abejarucos, ginetas, erizos, incluso se lo lanzó a un jabalí, pero ni se enteró, aún habiéndole acertado en plena cabeza, murciélagos, tórtolas, ardillas, ratas de campo, garduñas, avutardas, tejones. Era un profesional. Por lo que dos días después de la visita de los audaces cazadores a la mina, persiguiendo a un conejo esquivo, Tomás acabó dándole caza justo en la entrada de la gruta y vio unas huellas en la ceniza que no le cuadraba con ningún animal que conociese, y los conocía a todos. Lo contó en la cantina como el que cuenta que acaba de encontrarse un real. Los presentes se quedaron callados y con la boca abierta, estaban procesando la información y necesitaban su tiempo. Se oía hasta las moscas volar. Tomás aprovechó para pedir otro vaso de vino. Pero claro, tenían que comprobarlo por aquello de que si no lo veo no me lo creo. Lo comprobaron y lo corroboraron.
Pero no se quedó ahí la cosa. Los hallazgos continuaban. Un buscador de setas que se aventuró entre los olivares encontró en algunos árboles unas marcas que arañaban los troncos de los árboles. Como unas garras inmensas. Como es lógico y natural, le faltó tiempo para contarlo, pero ni el más templado campesino, jornalero, pastor, yuntero o guarda quiso ir a cerciorarse de si era cierto o no. El misterio se agrandaba.
La gente empezó a preocuparse y a contar viejas historias de extrañas criaturas que merodeaban por las sierras al amparo de la oscuridad, pero eran historias que los ancianos decían que habían oído a sus abuelos y estos a los suyos. Algunos los llamaban “ogros”, que incluso llegaron a devorar alguna vaca. Todas ellas tenían un principio y un fin, pero el cuerpo principal estaba sujeto al libre albedrío del narrador y a la capacidad de sus dotes inventivas. La guinda la ponía la receptividad del oyente y su facilidad para abrir su mente más o menos. Empezaron a surgir de nuevo los duendes revoltosos, de los que no se sabía nada de ellos desde hacía mucho tiempo. El Escarranchao aseguraba que uno se le había instalado en el doblado y por las noches se dedicaba a esparramarle el grano y a mover todo de sitio con el consiguiente jaleo. El Escarranchao, harto de no pegar ojo, decidió mudarse a casa de su hermana. Cuando tenía sus pocas pertenencias cargadas en el carro, vio que en la parte de atrás, dentro de la humilde jofaina, se había instalado cómodamente el travieso duendecillo, que le preguntó con cierta ironía: “Qué, ¿nos mudamos? Evidentemente el Escarranchao decidió quedarse en su casa. Sólo lo vio él y todo el mundo lo creyó, pues de todos era sabido que los duendes únicamente se mostraban a sus caseros. Nadie lo dudó. También se recuperó la historia de la mora encantada que habitaba en las Piedras de María Alonso y que por las noches de luna creciente se dedicaba a jugar con las grandes rocas. Como es natural, luego las volvía a poner en su sitio tal como estaban para que nadie notase nada. También volvió a aparecer el espíritu de la Casa Grande, que rondaba los días de luna llena y, según decían, pedía un poco de agua para aliviar la sed. Según algunos, no podía ser otro que Don Romualdo Toro, el aguerrido teniente de Regulares que murió de sed en las montañas de Marruecos al quedarse aislado y rodeado de toda una kabila de rifeños que ni sabían que estaba allí. De haberlo sabido le hubieran dado agua, según dijo el jefe de la tribu cuando entregó el cuerpo en el puesto español más cercano. También la de la vieja campana del convento derruido de San Onofre, que sonaba sin que nadie la obligase cada vez que la Santa Compaña hacia ronda las noches de luna llena, hasta que el alcalde decidió que se la llevaran para evitar que los perros se pasaran toda la noche aullando, los gallos cantando, los burros rebuznando, las ovejas balando, los gatos maullando, las vacas mugiendo y los cerdos ronzando y no dejaran dormir a nadie, cojones, según el edil. O la de Chumbo, al que llamaban así porque de pequeño se cayó en una chumbera y se pasó la vida quejándose de las púas que no se pudo sacar, hasta que se ahogó en la Rivera y de vez en cuando algún pastor juraba haberlo visto restregándose arena por todo el cuerpo para acabar con las molestas espinas. Pero no sólo se recuperaron las fantasías locales, también se recurrió a otras traídas por arrieros y pastores trashumantes allende las sierras del valle. Lo que no era una historia y tenía a todo el mundo con el corazón en un puño, era la manía de la Chiquinina de entrar en las casas ajenas y esconderse tras las puertas, cortinas y muebles. Aparecía de repente de la penumbra con el consiguiente susto para el cuerpo del sorprendido. Su pequeña, frágil, encorvada y enlutada figura, recubierta de un gran velo del que sólo sobresalía una ganchuda nariz, ayudaba mucho a que el susto fuera de consideración. Lo llevaba haciendo desde que enviudó veinte años atrás, y sus vecinos ya se habían acostumbrado a verla aparecer de entre las tinieblas, hasta la invitaban a tomar café, pero tal como estaban las cosas con el asunto del nuevo “ogro” y las historias de lumbre, los ánimos estaban un poco susceptibles. Los abuelos volvieron a contar aquellas historias al calor de la candela en las largas noches de noviembre. Rostros serios, demacrados la mayoría, arrugados y surcados por innumerables marcas de todas y cada una de las experiencias vividas. En penumbra infinita, alumbrados sólo por la etérea luz del candil y el caprichoso resplandor de la lumbre. Envueltos en una tenue bruma de humo. Medio rostro en sombra y voz pausada, grave, solemne. Buenos narradores con muchos años de experiencia. El terreno ideal para plantar la semilla. Eran campesinos y hacer que diera frutos no les costó mucho. Hasta los más bizarros no pudieron evitar que les calase en el pensamiento. Todos eran de hombría demostrada, pero cuando por las noches regresaban del campo, los que tenían que pasar cerca de la sierra de la Potocona, daban un gran rodeo para evitarla.
Uno de los contadores de historias más eficaces era Antonio, el Perdigón. Todos sabían que era el séptimo de siete hermanos, todos machos, y que su padre, para evitar que se convirtiera en hombre lobo y saliera las noches de San Juan a devorar ovejas, lo bautizó con ese nombre aunque no le gustaba nada. Prefirió eso antes que tener que hacerle una sangría en su pata derecha una de las noches en las que perdiera su condición humana. Claro, con esos antecedentes era fácil que Antonio, el Perdigón, llamara la atención de sus boquiabiertos oyentes.
(Continuará...)