En la pequeña y silenciosa sala el ambiente era lúgubre. Apenas estaba
alumbrada por la poca luz que penetraba por una especie de respiradero situado
en la parte alta de una de las paredes. En el interior estaba situado a más de
dos metros de altura, pero en el exterior a apenas pocos centímetros del suelo.
También tenía que servir para renovar el aire, pero el denso humo del interior
formaba una especie de escudo imposible de penetrar o disolver. Ni entraba aire
fresco ni salía aire cargado y viciado.
El salitre y la humedad cubrían las paredes y el suelo, incluso formaba
pequeños charcos. El hombre que estaba sentando en una silla de madera con
respaldo alto, reposaba los pies desnudos en uno de aquellos charcos… y tenía
las manos fuertemente trabadas con tiras de cuero detrás del respaldo. También
tenía el rostro tumefacto, la nariz rota, una oreja cortada, todo el cuerpo
lleno de la sangre que le manaba de las heridas y una mirada suplicante. El
charco bajo sus pies era rojo.
Se lo habían preguntado mil veces, y mil veces había respondido lo
mismo: “No lo sé, piedad”.
Le hubiera gustado saberlo, le hubiera gustado tener una respuesta que
contentara a sus captores para así haberse ahorrado todos los golpes que
vinieron después del primero. Le hubiera gustado saber dónde estaba Alfredo
Reijó, pero no lo sabía.
Lo que sí sabía Hasid Muelian era que tenía todos los números para que los
peces del puerto se dieran un festín con su exiguo y maltrecho cuerpo.
Maldito español.
La última vez que lo vio fue sentado en la terraza del café España con
una copa de brandy en la mano y un puro en la boca. Estaba acompañado por otro
hombre, pero no pudo distinguir bien de quién se trataba, le daba la espalda y
no le pudo ver el rostro. De aquello ya hacía más de una semana, desde entonces
no había vuelto a saber nada más de él, pero los Cien Hijos se habían empeñado
en que no era cierto.
Hasid era perro viejo, por edad y por experiencia. En aquella ciudad y
en el ambiente por el que se movía, tenía que serlo. La medina era su hábitat y
apenas traspasaba las murallas. La ciudad nueva, la pretenciosamente europea, no
era su ciudad. Los negocios que a él le interesaban no se escribían en contratos
firmados en lujosas mansiones. Los que le permitían ganarse la vida no estaban
escritos, se sellaban con un apretón de manos, y en El Zoco Chico, donde se
hablaban mil idiomas y dialectos, se apretaban muchas manos. Aquel sitio era el
alma de Tánger, un espacio lleno de color, olor y sonidos. Fletes clandestinos,
abordajes en alta mar, transacciones en todas las monedas de curso legal,
desembarcos nocturnos, secretos de espías, agentes, expatriados y apátridas que
participaban en el juego político, todo pasaba por el Zoco Chico.
Hasid se conocía como la palma de su mano toda la ciudad vieja, todos y
cada uno de sus calles, callejones, patios, recovecos y esquinas. Todos los
bares, cafés, antros y tugurios, y nunca se metía en sitios que no tuvieran más
de una salida, pero aquella sala húmeda, llena de moho, sólo tenía una, y
conducía directamente a la muerte.
Él no negociaba, no cerraba tratos, no comerciaba, no traficaba y no se
sentaba a la misma mesa con los que sí lo hacían. Solo miraba, observaba,
escuchaba y cobraba por la información. Tenía mucha, le sobraba. Los Cien Hijos
podían preguntarle muchas cosas y para todas tendría respuestas, pero no sabía
dónde se había metido Alfredo Reijó, el comerciante, o tratante, o
contrabandista, o falangista español. Para aquello no tenía respuesta. Por eso
estaba en aquella sala, sentado en aquella silla, porque tenía respuesta para
todo, pero, maldita sea, no para aquello. La única que tenía, la verdadera, ya
la había dado incluso antes de ser golpeado. Le salió a borbotones, lo escupió
en cuanto los dos Ahmed surgieron de la oscuridad de aquel callejón de la
medina y le agarraron uno por cada brazo. Ni siquiera les dio tiempo a
preguntarle nada. Lo dijo una y mil veces: “El español ha huido ayudado por los
franceses”. Pero su espontaneidad no fue suficiente, sus sollozos no fueron
suficientes. Los Cien Hijos querían más, siempre querían más. Desde el
hundimiento de dos de sus faluchos y la muerte de varios de ellos, eran
insaciables. El español los había traicionado y querían encontrarlo. Por
supuesto, en la medina se hablaba de ello, siempre en susurros y disimulando
cuando alguien pasaba cerca. En las plazas y en las callejuelas. En los bares y
en las mezquitas, sinagogas e iglesias. Nadie sabía nada, sólo lo que todo el
mundo sabía, también los Ahmed: "El español ha huido ayudado por los
franceses".
Los dos Ahmed, lo dejaron sin sentido, y cuando despertó estaba sentado
en aquella silla con las manos sujetas al respaldo. Era consciente de la
situación. Tanto que el pequeño charco a sus pies, antes de ser rojo, no era sólo
del agua de la humedad, sino también de sus orines.
Empezaron con golpes en la cara dados con la palma de la mano. Él
gimoteaba. Pasaron a darlos con los puños cerrados. Él gritaba. Le golpearon
con una dura y larga cinta de cuero. Él suplicaba. Desenvainaron una gumia, y
cuando le cortaron la oreja, dio alaridos. Pero seguía sin saber dónde estaba
el español. Por mucho que se empeñaran no podían hacer volver a su memoria algo
que nunca había estado.
Los Cien Hijos eran magnánimos con los colaboradores, esplendidos con
los que les eran fieles, generosos con los desfavorecidos, pero letales con los
que no les servían bien, y Hasid sabía que no les estaba siendo de ninguna
ayuda. Ellos le habían ayudado infinidad de veces, siempre a cambio de algo,
más de una vez lo sacaron de un aprieto
e, incluso, había hecho algún trabajo para ellos. Poca cosa, como la vigilancia
y seguimiento de los marselleses que quisieron tantear el terreno y acabaron
engrosando el menú de los peces del puerto. Aquellos peces tenían que haberle
cogido ya el gusto a la carne humana.
Todavía tenía una pequeña
esperanza. Tan tenue como la suave luz que entraba por la abertura, pero que
podía significar algo, nada menos que continuar vivo. Que él recordara, había
visto entrar finos rayos de luz por la abertura, al menos, tres veces. Y tres
veces todo se había envuelto de oscuridad. Tanta que no alcanzaba a verse los
pies. Llevaba allí tres días, demasiados para los Ahmed, y muy pocos para él.
Tres días que podían significar que quizás se lo estaban pensando. Con unas
pocas horas les bastó para asegurarse de que no le iban a sacar nada
provechoso. Habían tenido tiempo de sobra para deshacerse de él. No estaba
unido en parentesco, pero era uno de ellos. Su abuelo procedía de la misma
cabila que el de los Ahmed. Tenían la misma
procedencia, pero su familia no supo aprovechar las posibilidades que la
ciudad ofrecía y no pasaron de humildes mercaderes. Él se cansó de vender
baratijas y prefirió vender todo lo que oía y veía. Y en el Zoco Chico se oía y
veía muchas cosas. Esperaba que su condición y procedencia social fueran su
billete de vuelta a la vida, porque el de ida era hacia la muerte.
Los dos captores se habían ido
turnando. No los reconocía. Había tratado con muchos de ellos o los había visto
en algún lugar, pero podían ser cualquiera, eran decenas. A los Ahmed los
conocían como los Cien Hijos, pero en realidad eran muchos más, tantos que era
imposible conocerlos a todos. Por la edad tenían que ser Segundos Hijos, y por
las facciones y complexión parecían leones, pero no podría asegurarlo, pues en
todo momento se cubrían el rostro con la capucha de la chilaba. Los tres
patriarcas, el León, el Zorro y el Halcón eran muy diferentes físicamente a
pesar de ser hermanos, y sus rasgos se mantuvieron en sus descendientes. Nariz
aguileña para los leones. Pelo negro como el azabache para los zorros y ojos de
mirada penetrante para los halcones. Los tres habían heredado un rasgo
diferente de su padre.
Además, los leones eran habitualmente los que se encargaban de aquellas
tareas. Eran el músculo, y no lo usaban precisamente para cargar y descargar
cajas.
La pequeña esperanza de Hasid se esfumó cuando se abrió una minúscula
puerta y entraron tres hombres agachando la cabeza. Salieron dos y entraron
tres. A los dos que salieron, a los que le habían mutilado y golpeado, no los
conocía, pero sí al tercero que entró. Era Omar, el Caraquemada, como se le
conocía desde que regresó como único superviviente de la emboscada de los
franceses. Vestía a la manera europea. Se cubría el cuerpo con una larga
gabardina negra y la cabeza con un sombrero de fieltro de ala ancha, también
negro. Era alto y de complexión fuerte. No le veía la cara, pero no hacía falta
para reconocerlo. Sólo era una negra y macabra silueta que proyectaba una
sombra que se confundía con ella. No se
sabía cuál era una y cuál otra. La sombra de lo que una vez fue y nunca
volvería a ser.
Omar, y de eso Hasid sí estaba seguro, era un león. El más fiero de
todos.
Caraquemada llevaba la gabardina abierta. Hasid, a través de la pequeña
rendija que formaba sus cejas y pómulos golpeados, pudo ver como los dos
hombres que se habían ensañado con él precedían a Omar y se colocaban pegados
uno a cada lado de la pared del fondo. El león de la gabardina se plantó a
pocos pasos del asustado, cada vez más, Hasid. El prisionero mantuvo la cabeza
levantada, mirando a la sombra, pero la agachó en cuanto Omar se quitó el
sombrero. La sombra se convirtió en la muerte. Un rostro cadavérico, cuarteado,
de piel tan tersa que parecía que se podía resquebrajar de un momento a otro.
Sólo era el lado derecho, pero la magnitud del destrozo ensombrecía la belleza
del izquierdo. Sí, Omar había sido un hombre atractivo, con una sonrisa
cautivadora, pero ya no. Omar ya no sonreía.
El león echó hacia atrás el lado derecho de su gabardina y apareció una
gumia de bella factura. De sinuoso y afilado filo, con un león del Atlas
grabado en la hoja y vaina de plata labrada. De mango de hueso con
incrustaciones también de plata. Tan bella como letal.
Hasid, que tenía los ojos empañados en lágrimas, los cerró para siempre
cuando sintió como le atravesaban el corazón.
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