lunes, 15 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega VIII)

Según constaba en su hoja de afiliación de la Falange, Reijó estuvo domiciliado en la calle Velázquez del barrio de Salamanca. Mal lugar para que tres musulmanes patibularios, uno de ellos con media cara quemada, pasaran desapercibos. El león Milud y el halcón Munatas se quedaron en Sevilla a la espera de que la memoria del viejo gitano mejorase aún más. Necesitaban el nombre del joven perdedor, del que abandonó la timba con una semana de plazo para saldar una deuda imposible.
Si Cádiz y Sevilla les parecieron ciudades sin vida, Madrid les pareció un cadáver en putrefacción. En las ciudades andaluzas al menos el cielo era azul y limpio, el aroma de mar o de río, de rosa o de clavel. En la capital todo era gris, y estaba habitada por multitudes de hombres grises. El cielo era gris, los edificios eran grises, los coches, los policías, los monumentos, el río. Todo era gris y triste.
La primera vez que visitaron el barrio, se dieron cuenta de que allí no podían ir preguntado sin más con aquellas pintas. Yani, hijo del león Sifaks  y Adeun, hijo del zorro Saden, eran jóvenes y apuestos. Se cortaron el pelo rizado, se rasuraron la barba y esbozaron una especie de sonrisa, lo que no era nada habitual. Se hospedaron en el hotel más lujoso de la zona, se hicieron confeccionar trajes a medida y visitaron los mejores salones de peluquería masculinos. Lograron parecer auténticos, bellos y acaudalados hombres de negocios. Las miradas desconfiadas y torvas que recibieron nada más pisar España, se convirtieron en sonrisas, amabilidad y puertas abiertas.
Preguntaron a vecinos y falangistas locales. Querían contactar con Alfredo Reijó, al que conocieron en Tánger, para proponerles un negocio de venta de productos de exportación marroquíes. El país, recién independizado, quería abrir mercado. En la ciudad africana, Reijó les dijo que iba a volver a España, pero no les dio su nueva dirección. Necesitaban saber si el tío abuelo del comerciante aún vivía y, de ser así, dónde.
El depredador Omar no perdía la fe, olía la presa. Sabía que cada paso lo acercaba más a ella. Aquel era el motivo por el que continuaba adelante a pesar de los malos presentimientos que le causaron las palabras del viejo gitano. Sólo quería cerciorarse para abandonar definitivamente aquel rastro y empezar con el siguiente.
De nuevo, como en Sevilla, el tesón dio sus frutos y la fortuna se puso del lado de los cazadores. El tío abuelo de Reijó aún vivía y sabían su dirección.  
Omar, acompañado de sus dos sobrinos, fueron a visitar al anciano. Vivía muy cerca de la antigua dirección de su sobrino nieto, y los Ahmed le hicieron una visita cuando la luz ya empezaba a declinar.
Les abrió la puerta una mujer madura, que sonrió al ver a dos jóvenes morenos, de grandes ojos negros y labios carnosos, pero que se estremeció cuando tras ellos apareció el rostro de Omar.
La mujer resultó ser una vecina que cuidaba por horas a Esteban Reijó, el anciano hermano del abuelo de Alfredo Reijó. No sin reticencias, dejó pasar a los tres hombres. El aspecto de Karim era estremecedor, pero el de sus dos acompañantes le dio cierta seguridad, aunque ignoraba que podían llegar a ser casi tan peligrosos como el de la cara quemada.
La vecina les hizo pasar al amplío recibidor, adornado con la bandera falangista y un gran cuadro de cuerpo entero de José Antonio Primo de Rivera. En el aparador de puertas de cristal, un montón de fotos enmarcadas mostraban a jóvenes soldados con el uniforme de los regulares. También habían retratos de primer plano de quién tenía que ser Esteban Reijó en diferentes etapas de su vida. En la pared, un gran reloj de carrillón mantenía una cadencia monótona en medio del silencio general que reinaba en la casa. Una escena de Jesús rodeado de sus apóstoles remataba la decoración de la estancia. A Omar, el ambiente que se respiraba en aquella casa, al menos en la pieza en la que se encontraba, le pareció el más triste y desolador en el que había estado nunca. Ni siquiera las humildes casas de los más desfavorecidos de Tánger eran tan agobiantes y claustrofóbicas. Parecía que el tiempo que marcaba el compás del reloj se había detenido en una época lejana y amarga. Hasta costaba respirar.
La mujer tardó unos minutos en regresar. Por lo visto había tenido que convencer al aciano de que era cierto que tenía visita. No acababa de creérselo, hacía muchos años que nadie se acordaba de él. Atravesaron el comedor, con las ventanas cerradas y aún más recargado de fotos antiguas, insignias, diplomas e imágenes de santos que el recibidor. Abrió una puerta a la que accedieron a un gran salón. El olor a viejo, cerrado, cera quemada y orines era abrumador. La pared de la derecha estaba totalmente tapada por una librería llena de libros amontonados, más fotos antiguas, infinidad de figuritas de porcelana y polvo, mucho polvo. Por lo visto, limpiarla no entraba en las funciones de la vecina. Omar sabía que el anciano estaba soltero cuando Reijó salió de Madrid, y en aquella época ya era un hombre mayor, por eso no esperó encontrar ningún rastro de una esposa lejana o cercana.
 En un rincón de la estancia, los musulmanes vieron ante sí a un pequeño ser encogido y demacrado, con aspecto de estar cerca de sus últimos días. Omar recordó a su padre y la promesa hecha. El anciano Reijó estaba sentado en un butacón de piel tan desgastada como la suya. Se tapaba las piernas con una deshilachada manta con rastros de comida y orines. A su lado, una silla de ruedas indicaba que tenía problemas de movilidad. Se cubría con una boina roja y una bufanda azul daba varias vueltas a su cuello tapándole la barbilla y la boca. En la casa hacía más frio que en la calle, y los tres hombres decidieron no quitarse las gabardinas. El anciano los miró como el que mira nada con ojos acuosos, casi transparentes. Seguramente solo veía tres bultos grandes y negros. Apenas se inmutó al ver o notar la presencia de tres hombres en su casa, lo que era toda una novedad. No dijo nada, ni siquiera les ofreció asiento, simplemente se limitó a mover la cabeza acompañando el movimiento de los tres hombres. Fue la mujer la que les ofreció asiento en el sofá que estaba justo delante de Esteban Reijó, pero Omar, sin ni siquiera mirarla, cogió una silla y se sentó junto al hombre. Quería estar cerca de él. Seguro que su voz era tan débil como su cuerpo y su vista, y quería oír bien todo lo que tenía que decirle.
El león creyó que el hombre les iba a servir de poca ayuda, pero se sorprendió cuando giró la cabeza y miró directamente su desfigurado lado derecho del rostro. El anciano esbozó lo que pareció una mueca de desagrado, lo que a Omar no incomodó, al contrario, pues era una señal de que veía mejor de lo que aparentaba en un principio.
La mujer, con la excusa de que no quería dejar sólo al anciano por si necesitaba algo, se acomodó en otro sillón de cuero, junto al que había una pequeña mesita con útiles de labores de lana, pero en realidad lo que quería era enterarse de todo lo que pudiera. Algo que la podía sacar de su aburrida rutina diaria. A Omar no le importó, quizás también podía servir de ayuda.
Fue Adeun, el que con muy buenos modales y la mejor de sus sonrisas, les explicó el motivo de la visita. Querían encontrar a Alfredo Reijó, que partió de Tánger rumbo a España, para proponerles un prometedor negocio. Ellos eran miembros de una familia noble marroquí muy importante, que incluso tenían contacto directo con el rey alauita. Necesitaban que les ayudase a abrir mercado en España a cambio de una parte importante de las ganancias.
El anciano apenas recordaba el nombre de su sobrino nieto, el que se fue hacía mucho tiempo, antes de que los milicianos republicanos asaltaran su casa y se llevaran a toda su familia.
Si un cazador necesita una virtud, es la paciencia. Saber esperar el momento adecuado para dar el zarpazo, y los Ahmed sabían que tendrían que armase de ella para sacarle algo al viejo Reijó.
Para Omar era evidente que el que se hacía llamar Alfredo Reijó no tenía pensado visitar a ningún pariente, real o no, en España. Si estaban allí sólo era para intentar confirmar una terrible sospecha y no quiso esperar más. Extrajo de un bolsillo de su gabardina varias fotos del Alfredo Reijó que conoció en Tánger  y se las mostró al anciano con la esperanza de que su vista fuera lo suficientemente buena como para distinguir bien las facciones. No lo era. El viejo se acercaba la imagen tanto que casi se tocaba la nariz con ella, pero no lograba enfocarla. Si la alejaba la veía algo mejor, y entonces fue cuando dijo que sí, que parecía ser su sobrino nieto.
Omar le pidió que la mirara mejor y se asegurase, pero Esteban Reijó se reafirmaba cada vez más categóricamente.
Hasta que la mujer, que miraba nerviosamente el dorso de la foto, no pudo más y casi la arrancó de las manos del viejo. Le dio la vuelta a la imagen mientras empezaba a esbozar una ligera sonrisa que se le heló en cuanto giró completamente la fotografía. Indudablemente, había sufrido una gran desilusión cuando vio al hombre del retrato. No era al que esperaba ver.
 Era de mediana edad. No atractiva, pero tampoco desagradable a la vista. Se recogía el pelo en un moño tras la nuca cogido con horquillas. Aunque había perdido frescura y las arrugas empezaban a adueñarse de su rostro, si se soltaba el pelo y se vestía con ropa que realzara más su figura, aún podría tener algunos pretendientes que buscaran una mujer madura que no luciera anillo de esposa en el dedo. Devolvió la foto a Omar y dejó las agujas de lana encima de la mesita. Sólo les dijo una cosa: “esperen un momento”. Salió del salón cerrando la puerta tras ella, como con miedo a que el ambiente lúgubre se extendiera aún más al resto de la casa. El anciano Reijó se recostó en su sillón y entrecerró los ojos, parecía que se iba a quedar dormido de un momento a otro.
A los pocos minutos regresó la mujer con lo que parecía varios álbumes de fotos y algunas carpetas llenas de papeles. Por lo visto conocía muy bien la casa y todo lo que se guardaba en ella. Arrimó una silla a la mesita de centro, se sentó en ella y lo colocó todo encima. Los dos jóvenes, expectantes aún a pesar de las sospechas, inclinaron sus cuerpos hacia adelante, acercándose a la mesa. Esteban Reijó ya se había quedado dormido y un hilillo de baba colgaba de su boca extremadamente abierta.
Omar no se movió, ya sabía lo que les iba a enseñar.
La vecina, que se llamaba Genoveva, escogió uno de los álbumes y lo abrió. Eran fotos familiares pulcramente colocadas sobre fondo negro, sujetas por las esquinas y protegidas con fino papel blanco. Buscó una concretamente y se la enseñó a los Ahmed. Era también el retrato de un joven uniformado con el pelo engominado y fino bigote. Se parecía al de la otra foto, pero no eran el mismo. Genoveva les dijo: “Este es Alfredo Reijo, no el de su fotografía”. Los Ahmed jóvenes, que por lo visto aún mantenían una leve esperanza, se recostaron desilusionados en el respaldo del gran sofá. Omar siguió en la misma postura, él se estaba fijando en una foto del álbum en la que se veía a dos jóvenes y sonrientes adolescentes agarrados de la mano. Eran chico y chica. El león se dio cuenta de que la mujer también la observaba con mirada triste.
Como si supiera que los Ahmed podían pensar que el joven de la foto que les enseñó podía ser tanto Alfredo Reijó como cualquier otro, la mujer cogió una carpeta, la abrió y rebuscó en ella. Cuando encontró lo que buscaba lo sacó y se lo enseñó a Omar. Era una especie de diploma orlado en la que debajo de un retrato figuraba el nombre del joven falangista que salió de Madrid, pero que nunca pisó Tánger. Del verdadero Alfredo Reijó.    
La mujer esperaba algún tipo de reacción por parte de Omar, pero no la hubo, simplemente se limitó a darle las gracias por la información y se disculpó por el equivoco. Por lo visto ella también tenía ganas de ver de nuevo a Alfredo Reijó, al que ella conoció, pero por motivos muy distintos. Estaba desconcertada, ¿cómo era posible que ellos hubieran conocido al falangista y la foto que enseñaban era de otra persona? Quería saber muchas cosas, “Ustedes no lo buscan por negocios ”, les dijo. El gesto imperturbable de la media cara de Omar, se ensombreció aún más y ella lo comprendió enseguida “Alfredo Reijó, el verdadero, está muerto ¿verdad?”, preguntó.
Esteban Reijó ya tenía un charquito de baba en el pecho que le resbalaba por la bufanda. Estaba profundamente dormido y ajeno a todo lo que pasaba a su alrededor, pero de haber estado despierto tampoco hubiera sido muy consciente de la situación.  
 Yani y Adeun miraron a Omar, que les hizo un leve gesto. Los tres se levantaron y fue el primero el que le reitero a la mujer que era una lamentable equivocación, y que todo indicaba que se trataba de otra persona que, por casualidades de la vida, se llamaba igual. Ella les dijo: “Soy una mujer que se ha dedicado toda la vida a cuidar a los demás. Quizás no parezca muy espabilada, pero les ruego que no me tomen por tonta”.
El león se lo dijo directamente, sin rodeos: “Sí, Alfredo Reijó está muerto, y el que ha suplantado su identidad, el que lo asesinó, lo estará dentro de poco”. Con aquella voz cavernosa, las palabras sonaron como si hubiera salido de cualquier recóndito lugar de la casa, de cualquier armario lleno de cacharros y recuerdos acumulados durante toda una vida. La mujer, incluso, miró alrededor como sorprendida por el efecto del eco. Se estremeció, y con la voz aún temblando por el efecto y sonido de las palabras del musulmán, le dijo: “Alfredo era un buen chico”.
Los dos jóvenes Ahmed se despidieron de la mujer y se dirigieron hacía la puerta de salida. Omar simplemente la miró a los ojos y ella le devolvió y aguantó la mirada. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien miraba en su interior y no se estremecía de pavor. Se aguantaron la mirada unos segundos hasta que al fin ella le dijo: “Hágalo también por mí”. Omar relajó el medio rostro y esbozó lo que pareció una mueca de complicidad mientras hacia un leve movimiento de asentimiento con la cabeza.
Cuando salieron al exterior, ya era de noche. Las amplías avenidas estaban iluminadas por cientos de farolas, de luces de escaparates, de faros del interminable tráfico. Cogieron un taxi e indicaron una dirección, querían salir de allí cuanto antes. Ya lo habían corroborado, y por primera vez tuvieron la certeza absoluta de que buscaban a un fantasma.
El Afredo Reijó que conocieron en Tánger quiso volver a España porque no era Alfredo Reijó.


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