Según constaba en su hoja de afiliación de la Falange,
Reijó estuvo domiciliado en la calle Velázquez del barrio de Salamanca. Mal
lugar para que tres musulmanes patibularios, uno de ellos con media cara
quemada, pasaran desapercibos. El león Milud y el halcón Munatas se quedaron en
Sevilla a la espera de que la memoria del viejo gitano mejorase aún más.
Necesitaban el nombre del joven perdedor, del que abandonó la timba con una
semana de plazo para saldar una deuda imposible.
Si Cádiz y Sevilla les parecieron ciudades sin vida,
Madrid les pareció un cadáver en putrefacción. En las ciudades andaluzas al
menos el cielo era azul y limpio, el aroma de mar o de río, de rosa o de clavel.
En la capital todo era gris, y estaba habitada por multitudes de hombres
grises. El cielo era gris, los edificios eran grises, los coches, los policías,
los monumentos, el río. Todo era gris y triste.
La primera vez que visitaron el barrio, se dieron
cuenta de que allí no podían ir preguntado sin más con aquellas pintas. Yani,
hijo del león Sifaks y Adeun, hijo del
zorro Saden, eran jóvenes y apuestos. Se cortaron el pelo rizado, se rasuraron la barba y esbozaron una especie de sonrisa, lo que no era nada habitual. Se hospedaron
en el hotel más lujoso de la zona, se hicieron confeccionar trajes a medida y
visitaron los mejores salones de peluquería masculinos. Lograron parecer
auténticos, bellos y acaudalados hombres de negocios. Las miradas desconfiadas
y torvas que recibieron nada más pisar España, se convirtieron en sonrisas,
amabilidad y puertas abiertas.
Preguntaron a vecinos y falangistas locales. Querían
contactar con Alfredo Reijó, al que conocieron en Tánger, para proponerles un
negocio de venta de productos de exportación marroquíes. El país, recién
independizado, quería abrir mercado. En la ciudad africana, Reijó les dijo que
iba a volver a España, pero no les dio su nueva dirección. Necesitaban saber si
el tío abuelo del comerciante aún vivía y, de ser así, dónde.
El depredador Omar no perdía la fe, olía la presa.
Sabía que cada paso lo acercaba más a ella. Aquel era el motivo por el que
continuaba adelante a pesar de los malos presentimientos que le causaron las
palabras del viejo gitano. Sólo quería cerciorarse para abandonar
definitivamente aquel rastro y empezar con el siguiente.
De nuevo, como en Sevilla, el tesón dio sus frutos y
la fortuna se puso del lado de los cazadores. El tío abuelo de Reijó aún vivía
y sabían su dirección.
Omar, acompañado de sus dos sobrinos, fueron a visitar
al anciano. Vivía muy cerca de la antigua dirección de su sobrino nieto, y los
Ahmed le hicieron una visita cuando la luz ya empezaba a declinar.
Les abrió la puerta una mujer madura, que sonrió al
ver a dos jóvenes morenos, de grandes ojos negros y labios carnosos, pero que
se estremeció cuando tras ellos apareció el rostro de Omar.
La mujer resultó ser una vecina que cuidaba por horas
a Esteban Reijó, el anciano hermano del abuelo de Alfredo Reijó. No sin
reticencias, dejó pasar a los tres hombres. El aspecto de Karim era
estremecedor, pero el de sus dos acompañantes le dio cierta seguridad, aunque
ignoraba que podían llegar a ser casi tan peligrosos como el de la cara quemada.
La vecina les hizo pasar al amplío recibidor, adornado
con la bandera falangista y un gran cuadro de cuerpo entero de José Antonio
Primo de Rivera. En el aparador de puertas de cristal, un montón de fotos
enmarcadas mostraban a jóvenes soldados con el uniforme de los regulares.
También habían retratos de primer plano de quién tenía que ser Esteban Reijó en
diferentes etapas de su vida. En la pared, un gran reloj de carrillón mantenía
una cadencia monótona en medio del silencio general que reinaba en la casa. Una
escena de Jesús rodeado de sus apóstoles remataba la decoración de la estancia.
A Omar, el ambiente que se respiraba en aquella casa, al menos en la pieza en
la que se encontraba, le pareció el más triste y desolador en el que había
estado nunca. Ni siquiera las humildes casas de los más desfavorecidos de Tánger
eran tan agobiantes y claustrofóbicas. Parecía que el tiempo que marcaba el
compás del reloj se había detenido en una época lejana y amarga. Hasta costaba
respirar.
La mujer tardó unos minutos en regresar. Por lo visto
había tenido que convencer al aciano de que era cierto que tenía visita. No
acababa de creérselo, hacía muchos años que nadie se acordaba de él.
Atravesaron el comedor, con las ventanas cerradas y aún más recargado de fotos
antiguas, insignias, diplomas e imágenes de santos que el recibidor. Abrió una
puerta a la que accedieron a un gran salón. El olor a viejo, cerrado, cera
quemada y orines era abrumador. La pared de la derecha estaba totalmente tapada
por una librería llena de libros amontonados, más fotos antiguas, infinidad de
figuritas de porcelana y polvo, mucho polvo. Por lo visto, limpiarla no entraba
en las funciones de la vecina. Omar sabía que el anciano estaba soltero cuando
Reijó salió de Madrid, y en aquella época ya era un hombre mayor, por eso no
esperó encontrar ningún rastro de una esposa lejana o cercana.
En un rincón de
la estancia, los musulmanes vieron ante sí a un pequeño ser encogido y
demacrado, con aspecto de estar cerca de sus últimos días. Omar recordó a su
padre y la promesa hecha. El anciano Reijó estaba sentado en un butacón de piel
tan desgastada como la suya. Se tapaba las piernas con una deshilachada manta
con rastros de comida y orines. A su lado, una silla de ruedas indicaba que
tenía problemas de movilidad. Se cubría con una boina roja y una bufanda azul daba
varias vueltas a su cuello tapándole la barbilla y la boca. En la casa hacía
más frio que en la calle, y los tres hombres decidieron no quitarse las
gabardinas. El anciano los miró como el que mira nada con ojos acuosos, casi
transparentes. Seguramente solo veía tres bultos grandes y negros. Apenas se
inmutó al ver o notar la presencia de tres hombres en su casa, lo que era toda
una novedad. No dijo nada, ni siquiera les ofreció asiento, simplemente se
limitó a mover la cabeza acompañando el movimiento de los tres hombres. Fue la
mujer la que les ofreció asiento en el sofá que estaba justo delante de Esteban
Reijó, pero Omar, sin ni siquiera mirarla, cogió una silla y se sentó junto al
hombre. Quería estar cerca de él. Seguro que su voz era tan débil como su
cuerpo y su vista, y quería oír bien todo lo que tenía que decirle.
El león creyó que el hombre les iba a servir de poca
ayuda, pero se sorprendió cuando giró la cabeza y miró directamente su
desfigurado lado derecho del rostro. El anciano esbozó lo que pareció una mueca
de desagrado, lo que a Omar no incomodó, al contrario, pues era una señal de
que veía mejor de lo que aparentaba en un principio.
La mujer, con la excusa de que no quería dejar sólo al
anciano por si necesitaba algo, se acomodó en otro sillón de cuero, junto al
que había una pequeña mesita con útiles de labores de lana, pero en realidad lo
que quería era enterarse de todo lo que pudiera. Algo que la podía sacar de su
aburrida rutina diaria. A Omar no le importó, quizás también podía servir de
ayuda.
Fue Adeun, el que con muy buenos modales y la mejor de
sus sonrisas, les explicó el motivo de la visita. Querían encontrar a Alfredo
Reijó, que partió de Tánger rumbo a España, para proponerles un prometedor
negocio. Ellos eran miembros de una familia noble marroquí muy importante, que
incluso tenían contacto directo con el rey alauita. Necesitaban que les ayudase
a abrir mercado en España a cambio de una parte importante de las ganancias.
El anciano apenas recordaba el nombre de su sobrino nieto,
el que se fue hacía mucho tiempo, antes de que los milicianos republicanos
asaltaran su casa y se llevaran a toda su familia.
Si un cazador necesita una virtud, es la paciencia.
Saber esperar el momento adecuado para dar el zarpazo, y los Ahmed sabían que
tendrían que armase de ella para sacarle algo al viejo Reijó.
Para Omar era evidente que el que se hacía llamar
Alfredo Reijó no tenía pensado visitar a ningún pariente, real o no, en España.
Si estaban allí sólo era para intentar confirmar una terrible sospecha y no
quiso esperar más. Extrajo de un bolsillo de su gabardina varias fotos del
Alfredo Reijó que conoció en Tánger y se
las mostró al anciano con la esperanza de que su vista fuera lo suficientemente
buena como para distinguir bien las facciones. No lo era. El viejo se acercaba
la imagen tanto que casi se tocaba la nariz con ella, pero no lograba
enfocarla. Si la alejaba la veía algo mejor, y entonces fue cuando dijo que sí,
que parecía ser su sobrino nieto.
Omar le pidió que la mirara mejor y se asegurase, pero
Esteban Reijó se reafirmaba cada vez más categóricamente.
Hasta que la mujer, que miraba nerviosamente el dorso
de la foto, no pudo más y casi la arrancó de las manos del viejo. Le dio la
vuelta a la imagen mientras empezaba a esbozar una ligera sonrisa que se le
heló en cuanto giró completamente la fotografía. Indudablemente, había sufrido
una gran desilusión cuando vio al hombre del retrato. No era al que esperaba
ver.
Era de mediana
edad. No atractiva, pero tampoco desagradable a la vista. Se recogía el pelo en
un moño tras la nuca cogido con horquillas. Aunque había perdido frescura y las
arrugas empezaban a adueñarse de su rostro, si se soltaba el pelo y se vestía
con ropa que realzara más su figura, aún podría tener algunos pretendientes que
buscaran una mujer madura que no luciera anillo de esposa en el dedo. Devolvió
la foto a Omar y dejó las agujas de lana encima de la mesita. Sólo les dijo una
cosa: “esperen un momento”. Salió del salón cerrando la puerta tras ella, como
con miedo a que el ambiente lúgubre se extendiera aún más al resto de la casa.
El anciano Reijó se recostó en su sillón y entrecerró los ojos, parecía que se
iba a quedar dormido de un momento a otro.
A los pocos minutos regresó la mujer con lo que
parecía varios álbumes de fotos y algunas carpetas llenas de papeles. Por lo
visto conocía muy bien la casa y todo lo que se guardaba en ella. Arrimó una
silla a la mesita de centro, se sentó en ella y lo colocó todo encima. Los dos
jóvenes, expectantes aún a pesar de las sospechas, inclinaron sus cuerpos hacia
adelante, acercándose a la mesa. Esteban Reijó ya se había quedado dormido y un
hilillo de baba colgaba de su boca extremadamente abierta.
Omar no se movió, ya sabía lo que les iba a enseñar.
La vecina, que se llamaba Genoveva, escogió uno de los
álbumes y lo abrió. Eran fotos familiares pulcramente colocadas sobre fondo
negro, sujetas por las esquinas y protegidas con fino papel blanco. Buscó una
concretamente y se la enseñó a los Ahmed. Era también el retrato de un joven
uniformado con el pelo engominado y fino bigote. Se parecía al de la otra foto,
pero no eran el mismo. Genoveva les dijo: “Este es Alfredo Reijo, no el de su
fotografía”. Los Ahmed jóvenes, que por lo visto aún mantenían una leve
esperanza, se recostaron desilusionados en el respaldo del gran sofá. Omar
siguió en la misma postura, él se estaba fijando en una foto del álbum en la
que se veía a dos jóvenes y sonrientes adolescentes agarrados de la mano. Eran
chico y chica. El león se dio cuenta de que la mujer también la observaba con
mirada triste.
Como si supiera que los Ahmed podían pensar que el
joven de la foto que les enseñó podía ser tanto Alfredo Reijó como cualquier
otro, la mujer cogió una carpeta, la abrió y rebuscó en ella. Cuando encontró
lo que buscaba lo sacó y se lo enseñó a Omar. Era una especie de diploma orlado
en la que debajo de un retrato figuraba el nombre del joven falangista que
salió de Madrid, pero que nunca pisó Tánger. Del verdadero Alfredo Reijó.
La mujer esperaba algún tipo de reacción por parte de
Omar, pero no la hubo, simplemente se limitó a darle las gracias por la
información y se disculpó por el equivoco. Por lo visto ella también tenía
ganas de ver de nuevo a Alfredo Reijó, al que ella conoció, pero por motivos
muy distintos. Estaba desconcertada, ¿cómo era posible que ellos hubieran
conocido al falangista y la foto que enseñaban era de otra persona? Quería
saber muchas cosas, “Ustedes no lo buscan por negocios ”, les dijo. El gesto
imperturbable de la media cara de Omar, se ensombreció aún más y ella lo
comprendió enseguida “Alfredo Reijó, el verdadero, está muerto ¿verdad?”,
preguntó.
Esteban Reijó ya tenía un charquito de baba en el
pecho que le resbalaba por la bufanda. Estaba profundamente dormido y ajeno a
todo lo que pasaba a su alrededor, pero de haber estado despierto tampoco
hubiera sido muy consciente de la situación.
Yani y Adeun
miraron a Omar, que les hizo un leve gesto. Los tres se levantaron y fue el
primero el que le reitero a la mujer que era una lamentable equivocación, y que
todo indicaba que se trataba de otra persona que, por casualidades de la vida,
se llamaba igual. Ella les dijo: “Soy una mujer que se ha dedicado toda la vida
a cuidar a los demás. Quizás no parezca muy espabilada, pero les ruego que no
me tomen por tonta”.
El león se lo dijo directamente, sin rodeos: “Sí,
Alfredo Reijó está muerto, y el que ha suplantado su identidad, el que lo
asesinó, lo estará dentro de poco”. Con aquella voz cavernosa, las palabras
sonaron como si hubiera salido de cualquier recóndito lugar de la casa, de
cualquier armario lleno de cacharros y recuerdos acumulados durante toda una
vida. La mujer, incluso, miró alrededor como sorprendida por el efecto del eco.
Se estremeció, y con la voz aún temblando por el efecto y sonido de las
palabras del musulmán, le dijo: “Alfredo era un buen chico”.
Los dos jóvenes Ahmed se despidieron de la mujer y se
dirigieron hacía la puerta de salida. Omar simplemente la miró a los ojos y
ella le devolvió y aguantó la mirada. Era la primera vez en mucho tiempo que
alguien miraba en su interior y no se estremecía de pavor. Se aguantaron la
mirada unos segundos hasta que al fin ella le dijo: “Hágalo también por mí”. Omar
relajó el medio rostro y esbozó lo que pareció una mueca de complicidad
mientras hacia un leve movimiento de asentimiento con la cabeza.
Cuando salieron al exterior, ya era de noche. Las
amplías avenidas estaban iluminadas por cientos de farolas, de luces de
escaparates, de faros del interminable tráfico. Cogieron un taxi e indicaron
una dirección, querían salir de allí cuanto antes. Ya lo habían corroborado, y
por primera vez tuvieron la certeza absoluta de que buscaban a un fantasma.
El Afredo Reijó que conocieron en Tánger quiso volver
a España porque no era Alfredo Reijó.
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