El sol se resistía a acabar el día, y la bruma ya se filtraba por los
callejones de la medina. Avanzaba lentamente, escrutando cada recoveco, cada
esquina, cada callejón antes de aposentarse. La noche se estaba adueñando de la
ciudad. Le estaba quitando el color vivo e intenso que irradiaba cuando era
iluminada por la luz mediterránea de la mañana y atlántica del atardecer.
Las luces artificiales de miles de bombillas suplían la falta de luz
natural en una zona de la ciudad, en la de los bulevares, en los barrios
modernos, en las terrazas de los hoteles, en las zonas residenciales, pero en
Tánger no todo era luz. También había sombras. Las que eran estáticas y las que
cobraban vida, las peligrosas.
En alguna lujosa mansión del Marchán,
algún millonario excéntrico o actor famoso, estaría celebrando una fiesta sin
motivo alguno, simplemente porque le apetecía. Un grupo de europeos y
americanos aburridos de su monotonía patria, bebería güisqui escocés, y fumaría
kifi como si fuera lo más aventurero que habían hecho en su vida. Hablarían de
cosas banales con grandes aspavientos de sus bronceados cuerpos y sus finas manos.
Disfrutarían de vistas a toda la ciudad y el mar. No cerrarían ningún negocio,
ni llegarían a ningún acuerdo, tampoco se acordarían de nada al día siguiente,
en el que celebrarían otra fiesta en la lujosa mansión de otro millonario
excéntrico o actor famoso.
Pero en casa de Ahuskay, hijo de Abarey, situada en lo más alto de la Casbah, dominando la ciudad
al sur, el puerto al este y el Estrecho al norte, se bebía té, se fumaba kifi
con la solemnidad requerida, se hablaba de cosas importantes sin mover un solo
músculo. En una habitación sin ventanas, ajenos a la vista de todos. Se
cerraban negocios, se llegaba a acuerdos y lo que allí se decía se recordaba
toda la vida, por la cuenta que traía.
Ahuskay simplemente era un
humilde tejedor que apenas se ganaba la vida con los hilos y las agujas, pero
era un zorro de pelo negro como el azabache.
Los dos hombres que habían entrado en su casa eran europeos. Se les
ofreció té, pero no kifi. También se les ofreció un asiento para que estuvieran
cómodos, pero aún así uno de ellos estaba bastante tenso, no así el otro. Uno,
vestía un traje cortado a medida; el otro, un pantalón con los bajos
deshilachados y una americana sucia elegida de entre un montón de ropa
amontonada en cualquier puesto del zoco. Uno olía a perfume caro; el otro, a
vino, orín y sudor rancio. Uno parecía educado y tenía ademanes elegantes. El
otro era grosero y de movimientos bastos. Los tres hombres se comunicaban en
español. Uno de los invitados lo hablaba lentamente y con un pronunciado acento
francés. El otro lo hacía fluidamente, pero costaba entenderle algunas frases.
Su marcado acento gallego a veces era incomprensible para Ahuskay, que hablaba cuatro
idiomas, entre ellos un español perfecto, sin apenas acento árabe. Uno de los
dos hombres se llamaba Philip de Bressons. El otro, Casimiro Páez.
Estaban los tres solos, el león Omar
también quería estar presente, pero su primo Ahuskay lo convenció de que
aquella reunión era para un zorro. Estaban en la Casbah, en un recinto
amurallado dentro de otro recinto amurallado, donde todas las puertas de acceso
y salida estaban controladas por los Cien Hijos. Nadie entraba o salía de la
medina sin que ellos lo supieran. Entraba todo el que quisiera, pero no todos
los que entraban salían. Aquello ya de por sí era un pensamiento muy
perturbador para los dos europeos, sólo les hubiera faltado la presencia de
Caraquemada. Ahuskay les había dado garantías de que entrarían y saldrían sin
ningún problema, y la palabra de un Primer Hijo se convertía en sentencia
suprema en cuanto era emitida. Ahuskay era un Primer Hijo, también lo era Omar,
como seis de sus hermanos y diez de sus primos. Eran los hijos de los Tres
Patriarcas. Los Primeros Hijos, que fueron disminuyendo en número conforme las
enfermedades o malos encuentros se los llevaron con el Profeta. Sus cuatro
hermanas y nueve primas también eran Primeras Hijas, pero sus funciones se
ceñían exclusivamente a cohesionar el ámbito doméstico. Ellos controlaban y
mantenían un férreo control en la ciudad vieja y en el puerto, pero ellas los
controlaban a ellos.
Ahuskay, mientras servía té a sus invitados, los observaba
detenidamente. Primero a uno, luego, al otro. Uno era miembro de la Junta del Lycée, pero antes de
la anexión había sido uno de los encargados de los asuntos de seguridad
ciudadana de la
Comisión Internacional que administraba la ciudad. El otro
era un comerciante español que se resistía a reconocer que sus días de gloria
habían acabado y se sentía pegado literalmente a la ciudad, pero antes había
sido un fiel falangista que había trabajado con Reijó. Primero en el servicio
de seguridad de la Falange,
después como socio de negocios esporádicos.
Los dos, de una manera u otra, les podían dar información sobre Alfredo
Reijó.
Uno accedió con galantería a lo que eufemísticamente se podía
considerar una invitación cuando lo encontraron en la terraza del Café París en
el Boulevard Pasteur. Se limitó a apurar el trago de güisqui y limpiarse la
boca dándose suaves golpecitos con una servilleta de papel. Le pidió a su
hermoso acompañante que lo disculpara, y que lo esperase en la habitación
ciento uno del Hotel Minzah, no tardaría mucho. Al otro tuvieron que insistirle
un poco. Al principio era reacio, pero cuando los leones Afalkay y Azayku
posaron la mano en la empuñadura de las gumias, se convenció enseguida de que
tenía que hacerle una visita al pariente de los mensajeros.
La despreocupación de uno y la reticencia del otro, sin duda se debían
a que Philip de Bressons era un personaje público con inmunidad casi
diplomática, y se sabía seguro. A Casimiro Páez lo encontraron en un tugurio
del puerto, medio borracho. Con manchas de licor en la americana y de orines en
los pantalones. Malgastando su maltrecho capital en putas viejas y raquíticas.
El francés se bebió el té en pequeños sorbitos, el español apenas lo
probó por no hacerle un feo al anfitrión. En realidad odiaba aquel brebaje
asqueroso. Nunca, en los veintidós años que llevaba en la ciudad, había sido
capaz de beberse una taza entera, aunque a veces le iba poco menos que la vida
en ello.
Ahuskay no quería perder el tiempo, los dos extranjeros sabían a lo que
habían ido y no les gustaba su presencia. El uno, por petulante, el otro, por
guarro. Cuanto antes acabaran mejor. Les preguntó directamente sobre todo lo
que sabían de Alfredo Reijó. Los Cien Hijos ya sabían muchas cosas de su
antiguo socio. Nunca se metían en negocios de aquel calibre sin estar muy
seguros y saberlo todo de sus asociados. Sabían muchas cosas de su pasado, pero
lo que les interesaba era su presente. ¿Dónde estaba o podía estar? Sabía que
uno de ellos, en el caso de que lo supiera, lo diría al instante. El otro, si
lo sabía, no lo iba a decir en una conversación con una taza de té de por
medio, siendo el huésped.
El español se mostró solícito, con su lenguaje brusco le contó al zorro
sus peripecias junto a Reijó cuando veinte años atrás los dos eran jóvenes
falangistas que se hacían pasar por comerciantes, pero cuya verdadera misión
era controlar a los republicanos españoles refugiados bajo el amparo de la Ciudad Internacional.
Aquello ya lo sabían los Cien Hijos. Contó que algunas veces había hecho
negocios a medias con Reijó para abastecer a los comerciantes canarios. También
lo sabían los Cien Hijos, y media ciudad. Contó que la última vez que lo vio fue
cuando, apenas seis días atrás, se lo encontró de casualidad en el Zoco Chico y
se tomaron una par de cervezas para recordar viejos tiempos. Por supuesto, los
Cien Hijos lo sabían, por eso el desaliñado estaba en la sala sin ventana
acogido por la hospitalidad de Ahuskay. Pero lo que no sabían era de qué habían
hablado los dos compatriotas. De política, de vino, del fin del sueño de
Tánger, de mujeres, de toros, de fútbol, pero nada del futuro inmediato. Reijó
no dijo ni una palabra de lo que tenía pensado hacer ni siquiera el día
siguiente, menos, si tenía algún plan en ciernes en la ciudad o lejos de ella.
Como ya se imaginaban los Ahmed, no le iba a contar a un viejo borracho,
mientras tomaba una cerveza en la terraza de un bar, que tenía pensado traicionar
a los Cien Hijos. Pero Ahuskay quería oírselo decir delante del francés, que no
podía evitar emitir suaves bostezo mientras escuchaba el monólogo del español,
como si todo aquello le aburriera enormemente. Casimiro, de vez en cuando
miraba al apolíneo Philip de Bressons de reojo. Las gotas de sudor que
resbalaban por su calva, por su grasienta papada, por el pecho. Las manos que apenas
podían posarse serenas en sus rodillas. Los grueso labios, que temblaban
compulsivamente, también era lenguaje, no del hablado, pero que decía muchas
cosas. Casimiro tenía miedo, de lo que decía y de lo que no decía.
Los Ahmed estaban entrevistando a todos los que, de una manera u otra,
tenían o habían tenido alguna relación con Reijó. El seboso español era uno más
de muchos. A algunos se les daba cierta inmunidad, a otros, ninguna. Aunque
aquello también dependía de cuál de los Cien Hijos se encargaba de recabar la
información. Los leones fueron los que más perdieron en la emboscada francesa. Omar
perdió a su hermano gemelo y a uno de sus hijos, además de media cara. La Asamblea de los Primeros
había tenido que pedirle a Omar que dejara la labor de búsqueda a los zorros o
a los halcones. Ninguno de sus entrevistados acababa con vida. Pero Omar ya no
era Omar, era su sombra.
Los Cien Hijos tenían que ir
atando cabos para tener, al menos, uno para desenredar la madeja. Para lo cual
había que tener paciencia, pero Omar quemaba los cabos.
Philip de Bressons, esperó impaciente, pero educadamente, a que el español
acabara de hablar. Intentó mostrar su desolación por la muerte de los Ahmed,
pero según parecía, no acababa de entender qué hacía en aquella casa, pues él
apenas conocía a Reijó. Sentía mucho lo que pasó, pero su país y sus
compatriotas estaban siendo agredidos por los terroristas argelinos. Él no formaba
parte del juego, no tenía ninguna función política ni diplomática, sólo
cultural, por lo que no se explicaba la invitación para tomar té en casa de
Ahuskay, aunque estaba encantado, por supuesto. Aunque aquello no era motivo
para que no supiera ciertas cosas, entre ellas que los Cien Hijos proveían de
armas a los argelinos. El juego era el juego, tanto el comercial, legal o
ilegal, como el político, y lo Ahmed estaban jugando fuerte. Aquella guerra
silenciosa tenía sus consecuencias. Ya no se trataba de transportar cajetillas
de tabaco, sino armas que servían para matar a ciudadanos franceses. Su país
estaba siendo agredido y tenía que defenderse.
Philip hablaba muy pausadamente, con mucha tranquilidad, y a veces más
en francés que en español, lo que no era un problema para Ahuskay, pero sí para
el sudoroso Casimiro. Philip se mostró arrogante y petulante al principio. Se
mostró arrogante y engreído durante la conversación; y luego, cuando se
despidió, se mostró arrogante y orgulloso.
Marruecos todavía no había metido completamente las zarpas en su nueva
y flamante provincia, y los Cien Hijos tenían que adaptarse rápidamente a los
nuevos tiempos. Todos decían que las cosas iban a cambiar mucho cuando Mohamed
V, que de Sultán había pasado a Rey, acabara por hacerse totalmente con el
control de la ciudad. Ya había pasado la mejor época, la efervescencia
tangerina se estaba apagando como el champán que pierde poco a poco sus
burbujas. Las sociedades mercantiles y entidades financieras, casi huían de la
ciudad, el contrabando de mercancías estaba desapareciendo, pero los Cien Hijos
lo tenían todo controlado.
El francés arrogante también creía que lo tenía todo controlado.
En la
Ciudad Internacional había sido el representante francés en la Comisión Internacional
de Seguridad Ciudadana. Aquella comisión tenía que velar por la seguridad en la
ciudad, y en la zona moderna lo conseguía, pero en la ciudad de los recovecos y
las sombras no hacían ninguna falta, no había lugar más seguro en Tánger…
durante el día. A los miembros de la Comisión Internacional
de Seguridad Ciudadana, se les encargó la coordinación de la policía, pero
también que se vigilasen entre ellos. En realidad aquella era su verdadera misión.
Los franceses e ingleses se espiaban mutuamente, y después de las reuniones se
iban de copas a los bulevares. Los españoles procuraban no molestar mucho. Era
el juego en el que los Ahmed no participaban, pero no quería decir que no
conocieran a los jugadores. El arrogante francés actualmente tenía un puesto en
la Junta del Lycée Français, y era un
personaje muy conocido en la ciudad. En la que se movía de día y en la que se
estremecía de noche. También se dedicaba al juego político y los Cien Hijos lo
sabían, como sabían que los franceses habían ayudado a Reijó a huir. Les hizo
un favor, que le devolvieron con otro. Philip de Bressons era una de las
personas que podía saber algo. Era otro hilo de la madeja.
El zorro tenía sentado en sus cojines a alguien a
quién le había ofrecido té, a alguien a quien le había ofrecido hospitalidad,
por lo tanto inmunidad, pero que era francés. A alguien que servía a la misma
bandera que ondeaba en los buques de guerra que hundieron sus faluchos y
mataron a nueve de los suyos, y muy posiblemente había formado parte de la
operación. Eran tres embarcaciones de guerra contra dos frágiles naves de
madera de apenas dieciocho metros de eslora. Llevaban armas en las bodegas,
pero ninguna dispuesta a ser utilizada si eran sorprendidos. Sabían que no
tendrían opción y que era mejor levantar los brazos desarmados antes que
sujetando un inútil fusil. Ser interceptados, e incluso detenidos, formaba
parte del juego, pero los buques franceses habían elevado la apuesta, ni
siquiera les advirtieron. Surgieron de la nada y hundieron a cañonazos las
lanchas contrabandistas, con todos sus tripulantes a bordo. Sólo regresó la
sombra de Omar. Los franceses querían una lección ejemplar. Los Cien Hijos
también.
En aquellos momentos al zorro le habría gustado
convertirse en león.
El francés arrogante se mostraba arrogante a pesar, y
a causa, de que sabía que a los Cien Hijos no se les engañaba. Por mucho que
intentara usar el disfraz de ciudadano francés de buenos modales y con un
inocente puesto de miembro de la junta de una entidad cultural, era consciente
de que en una sociedad tan pequeña y cerrada, los secretos circulaban a voces.
El zorro quería sacar las garras, pero no podía. Por
supuesto que Ahuskay, igual que sabía que al español se le entendería todo,
incluso lo que no decía, también sabía que al francés sería difícil pillarle en
un renuncio. Era un buen jugador. Si alguno de los Ahmed tenía la más mínima esperanza
de que Philip de Bressons iba a tener un resquicio de fragilidad por donde
empezar a resquebrajar el muro, se había equivocado totalmente. El zorro sólo
quería tantearlo, hablar personalmente con él, mirarle a los ojos mientras lo hacia
y estudiar sus puntos débiles. Ya había descubierto uno y lo iba a utilizar.
Philip de Bressons era casi intocable por su condición social y pública, pero
aquella no iba a ser la última entrevista con él, y en las siguientes no habría
tazas de té por el medio.
Lo último que
dijo el petulante francés antes de abandonar la casa de Ahuskay fue: “nunca
encontraran a Reijó, al menos, vivo”. El zorro no entendió porqué lo dijo.
Durante toda la entrevista quiso dejar claro que no se dedicaba a aquellos asuntos,
que no sabía muy bien quién era Reijó, ni mucho menos sabía nada de la
emboscada. Quizás fue un inevitable impulso de soberbia.
En realidad fue lo último que dijo el arrogante Philip
de Bressons en su vida. Nada más cruzar la muralla por la Bab Casbah, dos tipos
embozados en las capuchas encendieron un fanal. Un coche desbocado y sin luces,
surgido de la oscuridad y conducido por una sombra, pasó por encima del
flamante traje del francés varias veces, y él estaba dentro.
Para desenredar
la madeja se necesitaba paciencia, era algo que sabía un tejedor como Ahuskay,
pero Omar no era tejedor. Era un león
Era una sombra más negra que el pelo negro azabache de
los zorros.
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