viernes, 14 de junio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega III)





El sol se resistía a acabar el día, y la bruma ya se filtraba por los callejones de la medina. Avanzaba lentamente, escrutando cada recoveco, cada esquina, cada callejón antes de aposentarse. La noche se estaba adueñando de la ciudad. Le estaba quitando el color vivo e intenso que irradiaba cuando era iluminada por la luz mediterránea de la mañana y atlántica del atardecer.
Las luces artificiales de miles de bombillas suplían la falta de luz natural en una zona de la ciudad, en la de los bulevares, en los barrios modernos, en las terrazas de los hoteles, en las zonas residenciales, pero en Tánger no todo era luz. También había sombras. Las que eran estáticas y las que cobraban vida, las peligrosas.
 En alguna lujosa mansión del Marchán, algún millonario excéntrico o actor famoso, estaría celebrando una fiesta sin motivo alguno, simplemente porque le apetecía. Un grupo de europeos y americanos aburridos de su monotonía patria, bebería güisqui escocés, y fumaría kifi como si fuera lo más aventurero que habían hecho en su vida. Hablarían de cosas banales con grandes aspavientos de sus bronceados cuerpos y sus finas manos. Disfrutarían de vistas a toda la ciudad y el mar. No cerrarían ningún negocio, ni llegarían a ningún acuerdo, tampoco se acordarían de nada al día siguiente, en el que celebrarían otra fiesta en la lujosa mansión de otro millonario excéntrico o actor famoso.
Pero en casa de Ahuskay, hijo de Abarey, situada en lo más alto de la Casbah, dominando la ciudad al sur, el puerto al este y el Estrecho al norte, se bebía té, se fumaba kifi con la solemnidad requerida, se hablaba de cosas importantes sin mover un solo músculo. En una habitación sin ventanas, ajenos a la vista de todos. Se cerraban negocios, se llegaba a acuerdos y lo que allí se decía se recordaba toda la vida, por la cuenta que traía.
 Ahuskay simplemente era un humilde tejedor que apenas se ganaba la vida con los hilos y las agujas, pero era un zorro de pelo negro como el azabache.
Los dos hombres que habían entrado en su casa eran europeos. Se les ofreció té, pero no kifi. También se les ofreció un asiento para que estuvieran cómodos, pero aún así uno de ellos estaba bastante tenso, no así el otro. Uno, vestía un traje cortado a medida; el otro, un pantalón con los bajos deshilachados y una americana sucia elegida de entre un montón de ropa amontonada en cualquier puesto del zoco. Uno olía a perfume caro; el otro, a vino, orín y sudor rancio. Uno parecía educado y tenía ademanes elegantes. El otro era grosero y de movimientos bastos. Los tres hombres se comunicaban en español. Uno de los invitados lo hablaba lentamente y con un pronunciado acento francés. El otro lo hacía fluidamente, pero costaba entenderle algunas frases. Su marcado acento gallego a veces era incomprensible para Ahuskay, que hablaba cuatro idiomas, entre ellos un español perfecto, sin apenas acento árabe. Uno de los dos hombres se llamaba Philip de Bressons. El otro, Casimiro Páez.
 Estaban los tres solos, el león Omar también quería estar presente, pero su primo Ahuskay lo convenció de que aquella reunión era para un zorro. Estaban en la Casbah, en un recinto amurallado dentro de otro recinto amurallado, donde todas las puertas de acceso y salida estaban controladas por los Cien Hijos. Nadie entraba o salía de la medina sin que ellos lo supieran. Entraba todo el que quisiera, pero no todos los que entraban salían. Aquello ya de por sí era un pensamiento muy perturbador para los dos europeos, sólo les hubiera faltado la presencia de Caraquemada. Ahuskay les había dado garantías de que entrarían y saldrían sin ningún problema, y la palabra de un Primer Hijo se convertía en sentencia suprema en cuanto era emitida. Ahuskay era un Primer Hijo, también lo era Omar, como seis de sus hermanos y diez de sus primos. Eran los hijos de los Tres Patriarcas. Los Primeros Hijos, que fueron disminuyendo en número conforme las enfermedades o malos encuentros se los llevaron con el Profeta. Sus cuatro hermanas y nueve primas también eran Primeras Hijas, pero sus funciones se ceñían exclusivamente a cohesionar el ámbito doméstico. Ellos controlaban y mantenían un férreo control en la ciudad vieja y en el puerto, pero ellas los controlaban a ellos.
Ahuskay, mientras servía té a sus invitados, los observaba detenidamente. Primero a uno, luego, al otro. Uno era miembro de la Junta del Lycée, pero antes de la anexión había sido uno de los encargados de los asuntos de seguridad ciudadana de la Comisión Internacional que administraba la ciudad. El otro era un comerciante español que se resistía a reconocer que sus días de gloria habían acabado y se sentía pegado literalmente a la ciudad, pero antes había sido un fiel falangista que había trabajado con Reijó. Primero en el servicio de seguridad de la Falange, después como socio de negocios esporádicos.
Los dos, de una manera u otra, les podían dar información sobre Alfredo Reijó.
Uno accedió con galantería a lo que eufemísticamente se podía considerar una invitación cuando lo encontraron en la terraza del Café París en el Boulevard Pasteur. Se limitó a apurar el trago de güisqui y limpiarse la boca dándose suaves golpecitos con una servilleta de papel. Le pidió a su hermoso acompañante que lo disculpara, y que lo esperase en la habitación ciento uno del Hotel Minzah, no tardaría mucho. Al otro tuvieron que insistirle un poco. Al principio era reacio, pero cuando los leones Afalkay y Azayku posaron la mano en la empuñadura de las gumias, se convenció enseguida de que tenía que hacerle una visita al pariente de los mensajeros.
La despreocupación de uno y la reticencia del otro, sin duda se debían a que Philip de Bressons era un personaje público con inmunidad casi diplomática, y se sabía seguro. A Casimiro Páez lo encontraron en un tugurio del puerto, medio borracho. Con manchas de licor en la americana y de orines en los pantalones. Malgastando su maltrecho capital en putas viejas y raquíticas.
El francés se bebió el té en pequeños sorbitos, el español apenas lo probó por no hacerle un feo al anfitrión. En realidad odiaba aquel brebaje asqueroso. Nunca, en los veintidós años que llevaba en la ciudad, había sido capaz de beberse una taza entera, aunque a veces le iba poco menos que la vida en ello.
Ahuskay no quería perder el tiempo, los dos extranjeros sabían a lo que habían ido y no les gustaba su presencia. El uno, por petulante, el otro, por guarro. Cuanto antes acabaran mejor. Les preguntó directamente sobre todo lo que sabían de Alfredo Reijó. Los Cien Hijos ya sabían muchas cosas de su antiguo socio. Nunca se metían en negocios de aquel calibre sin estar muy seguros y saberlo todo de sus asociados. Sabían muchas cosas de su pasado, pero lo que les interesaba era su presente. ¿Dónde estaba o podía estar? Sabía que uno de ellos, en el caso de que lo supiera, lo diría al instante. El otro, si lo sabía, no lo iba a decir en una conversación con una taza de té de por medio, siendo el huésped.
El español se mostró solícito, con su lenguaje brusco le contó al zorro sus peripecias junto a Reijó cuando veinte años atrás los dos eran jóvenes falangistas que se hacían pasar por comerciantes, pero cuya verdadera misión era controlar a los republicanos españoles refugiados bajo el amparo de la Ciudad Internacional. Aquello ya lo sabían los Cien Hijos. Contó que algunas veces había hecho negocios a medias con Reijó para abastecer a los comerciantes canarios. También lo sabían los Cien Hijos, y media ciudad. Contó que la última vez que lo vio fue cuando, apenas seis días atrás, se lo encontró de casualidad en el Zoco Chico y se tomaron una par de cervezas para recordar viejos tiempos. Por supuesto, los Cien Hijos lo sabían, por eso el desaliñado estaba en la sala sin ventana acogido por la hospitalidad de Ahuskay. Pero lo que no sabían era de qué habían hablado los dos compatriotas. De política, de vino, del fin del sueño de Tánger, de mujeres, de toros, de fútbol, pero nada del futuro inmediato. Reijó no dijo ni una palabra de lo que tenía pensado hacer ni siquiera el día siguiente, menos, si tenía algún plan en ciernes en la ciudad o lejos de ella. Como ya se imaginaban los Ahmed, no le iba a contar a un viejo borracho, mientras tomaba una cerveza en la terraza de un bar, que tenía pensado traicionar a los Cien Hijos. Pero Ahuskay quería oírselo decir delante del francés, que no podía evitar emitir suaves bostezo mientras escuchaba el monólogo del español, como si todo aquello le aburriera enormemente. Casimiro, de vez en cuando miraba al apolíneo Philip de Bressons de reojo. Las gotas de sudor que resbalaban por su calva, por su grasienta papada, por el pecho. Las manos que apenas podían posarse serenas en sus rodillas. Los grueso labios, que temblaban compulsivamente, también era lenguaje, no del hablado, pero que decía muchas cosas. Casimiro tenía miedo, de lo que decía y de lo que no decía.
Los Ahmed estaban entrevistando a todos los que, de una manera u otra, tenían o habían tenido alguna relación con Reijó. El seboso español era uno más de muchos. A algunos se les daba cierta inmunidad, a otros, ninguna. Aunque aquello también dependía de cuál de los Cien Hijos se encargaba de recabar la información. Los leones fueron los que más perdieron en la emboscada francesa. Omar perdió a su hermano gemelo y a uno de sus hijos, además de media cara. La Asamblea de los Primeros había tenido que pedirle a Omar que dejara la labor de búsqueda a los zorros o a los halcones. Ninguno de sus entrevistados acababa con vida. Pero Omar ya no era Omar, era su sombra.
  Los Cien Hijos tenían que ir atando cabos para tener, al menos, uno para desenredar la madeja. Para lo cual había que tener paciencia, pero Omar quemaba los cabos.
Philip de Bressons, esperó impaciente, pero educadamente, a que el español acabara de hablar. Intentó mostrar su desolación por la muerte de los Ahmed, pero según parecía, no acababa de entender qué hacía en aquella casa, pues él apenas conocía a Reijó. Sentía mucho lo que pasó, pero su país y sus compatriotas estaban siendo agredidos por los terroristas argelinos. Él no formaba parte del juego, no tenía ninguna función política ni diplomática, sólo cultural, por lo que no se explicaba la invitación para tomar té en casa de Ahuskay, aunque estaba encantado, por supuesto. Aunque aquello no era motivo para que no supiera ciertas cosas, entre ellas que los Cien Hijos proveían de armas a los argelinos. El juego era el juego, tanto el comercial, legal o ilegal, como el político, y lo Ahmed estaban jugando fuerte. Aquella guerra silenciosa tenía sus consecuencias. Ya no se trataba de transportar cajetillas de tabaco, sino armas que servían para matar a ciudadanos franceses. Su país estaba siendo agredido y tenía que defenderse.
Philip hablaba muy pausadamente, con mucha tranquilidad, y a veces más en francés que en español, lo que no era un problema para Ahuskay, pero sí para el sudoroso Casimiro. Philip se mostró arrogante y petulante al principio. Se mostró arrogante y engreído durante la conversación; y luego, cuando se despidió, se mostró arrogante y orgulloso.
Marruecos todavía no había metido completamente las zarpas en su nueva y flamante provincia, y los Cien Hijos tenían que adaptarse rápidamente a los nuevos tiempos. Todos decían que las cosas iban a cambiar mucho cuando Mohamed V, que de Sultán había pasado a Rey, acabara por hacerse totalmente con el control de la ciudad. Ya había pasado la mejor época, la efervescencia tangerina se estaba apagando como el champán que pierde poco a poco sus burbujas. Las sociedades mercantiles y entidades financieras, casi huían de la ciudad, el contrabando de mercancías estaba desapareciendo, pero los Cien Hijos lo tenían todo controlado.
El francés arrogante también creía que lo tenía todo controlado.
En la Ciudad Internacional había sido el representante francés en la Comisión Internacional de Seguridad Ciudadana. Aquella comisión tenía que velar por la seguridad en la ciudad, y en la zona moderna lo conseguía, pero en la ciudad de los recovecos y las sombras no hacían ninguna falta, no había lugar más seguro en Tánger… durante el día. A los miembros de la Comisión Internacional de Seguridad Ciudadana, se les encargó la coordinación de la policía, pero también que se vigilasen entre ellos. En realidad aquella era su verdadera misión. Los franceses e ingleses se espiaban mutuamente, y después de las reuniones se iban de copas a los bulevares. Los españoles procuraban no molestar mucho. Era el juego en el que los Ahmed no participaban, pero no quería decir que no conocieran a los jugadores. El arrogante francés actualmente tenía un puesto en la Junta del Lycée Français, y era un personaje muy conocido en la ciudad. En la que se movía de día y en la que se estremecía de noche. También se dedicaba al juego político y los Cien Hijos lo sabían, como sabían que los franceses habían ayudado a Reijó a huir. Les hizo un favor, que le devolvieron con otro. Philip de Bressons era una de las personas que podía saber algo. Era otro hilo de la madeja.
El zorro tenía sentado en sus cojines a alguien a quién le había ofrecido té, a alguien a quien le había ofrecido hospitalidad, por lo tanto inmunidad, pero que era francés. A alguien que servía a la misma bandera que ondeaba en los buques de guerra que hundieron sus faluchos y mataron a nueve de los suyos, y muy posiblemente había formado parte de la operación. Eran tres embarcaciones de guerra contra dos frágiles naves de madera de apenas dieciocho metros de eslora. Llevaban armas en las bodegas, pero ninguna dispuesta a ser utilizada si eran sorprendidos. Sabían que no tendrían opción y que era mejor levantar los brazos desarmados antes que sujetando un inútil fusil. Ser interceptados, e incluso detenidos, formaba parte del juego, pero los buques franceses habían elevado la apuesta, ni siquiera les advirtieron. Surgieron de la nada y hundieron a cañonazos las lanchas contrabandistas, con todos sus tripulantes a bordo. Sólo regresó la sombra de Omar. Los franceses querían una lección ejemplar. Los Cien Hijos también.
En aquellos momentos al zorro le habría gustado convertirse en león.
El francés arrogante se mostraba arrogante a pesar, y a causa, de que sabía que a los Cien Hijos no se les engañaba. Por mucho que intentara usar el disfraz de ciudadano francés de buenos modales y con un inocente puesto de miembro de la junta de una entidad cultural, era consciente de que en una sociedad tan pequeña y cerrada, los secretos circulaban a voces.
El zorro quería sacar las garras, pero no podía. Por supuesto que Ahuskay, igual que sabía que al español se le entendería todo, incluso lo que no decía, también sabía que al francés sería difícil pillarle en un renuncio. Era un buen jugador. Si alguno de los Ahmed tenía la más mínima esperanza de que Philip de Bressons iba a tener un resquicio de fragilidad por donde empezar a resquebrajar el muro, se había equivocado totalmente. El zorro sólo quería tantearlo, hablar personalmente con él, mirarle a los ojos mientras lo hacia y estudiar sus puntos débiles. Ya había descubierto uno y lo iba a utilizar. Philip de Bressons era casi intocable por su condición social y pública, pero aquella no iba a ser la última entrevista con él, y en las siguientes no habría tazas de té por el medio. 
 Lo último que dijo el petulante francés antes de abandonar la casa de Ahuskay fue: “nunca encontraran a Reijó, al menos, vivo”. El zorro no entendió porqué lo dijo. Durante toda la entrevista quiso dejar claro que no se dedicaba a aquellos asuntos, que no sabía muy bien quién era Reijó, ni mucho menos sabía nada de la emboscada. Quizás fue un inevitable impulso de soberbia.      
En realidad fue lo último que dijo el arrogante Philip de Bressons en su vida. Nada más cruzar la muralla por la Bab Casbah, dos tipos embozados en las capuchas encendieron un fanal. Un coche desbocado y sin luces, surgido de la oscuridad y conducido por una sombra, pasó por encima del flamante traje del francés varias veces, y él estaba dentro.
 Para desenredar la madeja se necesitaba paciencia, era algo que sabía un tejedor como Ahuskay, pero Omar no era tejedor. Era un león
Era una sombra más negra que el pelo negro azabache de los zorros.

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