sábado, 29 de junio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega IV)



Para aquella entrega se necesitaban faluchos de velas silenciosas.
Los Primeros Hijos no solían hacer de recaderos, pero la misión era arriesgada y nunca mandaban a los Segundos Hijos, a sus hijos, solos al peligro. Tampoco contrataban a gente ajena a la familia para según qué cosas. Los asuntos de los Cien Hijos eran planificados y ejecutados por los Cien Hijos.
También se necesitaban patrones con experiencia, que conocieran la costa y las aguas como la palma de sus manos. Que supieran guiarse en la oscuridad usando solamente rudimentarios elementos de navegación, y que supieran capitanear con presteza una barca arrastrada solo por la fuerza del viento. No había mejores patrones a vela que Omar y su gemelo Magek. "Omag", como los llamaban a menudo uniendo sus dos nombres. Porque eran dos, pero parecían uno. Ni ellos se reconocían cuando se miraban en un espejo.
"Omag" eran los clásicos gemelos que se divertían cambiándose la identidad cuando eran niños y que se enamoraban de la misma mujer cuando eran adolescentes. De adultos, los dos tenían la misma carencia de escrúpulos. Eran hijos de Izem, puros leones: altos, de anchas espaldas y fuertes brazos. Vestían al estilo occidental, siempre de negro. Cuando recorrían los oscuros callejones parecían dos sombras, o tal vez que uno de ellos era la sombra del otro.
Cuando “Omag” se encargaba de algún asunto significaba que la cosa iba muy en serio. Ellos fueron los asignados por la Asamblea para concretar los términos del acuerdo comercial con los cuatro sicilianos. En el momento de la reunión, a los italianos, que llegaron en un lujoso yate y apenas llevaban en la ciudad dos días, no se les ocurrió otra cosa que presentar sus credenciales depositando sobre la mesa de negociación sus armas. Los cuatro eran delgados, de mirada turbia, de hundidos pómulos, patibularios y de tez morena, pero sus almas eran más negras todavía. En Sicilia estaban acostumbrados a cerrar negocios usando el potencial intimidatorio de su músculo, pero no estaban en Sicilia. A la mañana siguiente, sus cuatro cabezas adornaban el mástil del lujoso yate en el que habían llegado. La advertencia funcionó, por eso el capo americano entendió que era mejor avenirse a las condiciones antes que liarse a  tiros con las sombras en callejones oscuros. En unas callejuelas con mil ojos, todos enemigos, y rodeados de nativos sin rostro enfundados en túnicas y chilabas. El pastel era grande, había para todos.  
Los gemelos fueron los encargados de capitanear los faluchos emboscados por los franceses. Con Omar iban su hijo Akensus, su primogénito. A sus veintitrés años ya era un marinero experto, llevaba desde los ocho navegando con su padre y estaba listo para ser patrón, para tener su propio barco. Un Hijo necesitaba ganarse un barco, y Akensus estaba a punto de conseguirlo. Omar lo dejaba patronear y pronto demostró sus dotes. Sabía mantener el rumbo guiándose solamente con las estrellas, negociaba las olas con maestría, daba órdenes con templanza, conocía todas las corrientes del Estrecho. Y rechazaba ataques piratas como nadie. Los otros marineros eran Amalu, hijo de su primo Saden; Usaden, hijo de su prima Tlate; y Buna, hijo de su hermana Tinwurgh. Con Magek iban su hijo Tinerfe; Amenzu, hijo de Tiwul; Intidet, hijo de Amanar; y Ikken, hijo de Tlafulki. Murieron cinco leones, dos halcones y dos zorros.     
Omar logró deshacerse de su pesada ropa mientras se hundía, se aferró a un tablón a la deriva, y a pesar de las quemaduras que sufrió en la mitad de su cuerpo y de no poder quitarse de la cabeza la imagen atroz de su hijo despedazado por el proyectil, logró mantenerse lo suficientemente lúcido y consciente como para poder mantenerse a flote. Las patrulleras francesas hicieron varias pasadas en busca de algún posible superviviente, pero sus focos no supieron alumbrar el tablón al que se agarraba. No podía luchar contra el oleaje, pero sabía que la corriente de marea lo arrastraría hacia el Mediterráneo, no al revés. De ser así, se podía dar por perdido para siempre. Cuando amaneciera esperaba que la bruma le permitiera divisar la costa a ambos lados y saber hacía dónde dirigirse. Si no lo encontraban antes los Cien Hijos, que siempre desplegaban algunos de sus barcos pesqueros como apoyo por si algo salía mal. En cuanto comprobaron que los dos faluchos de los gemelos no llegaron a puerto a la hora acordada, se inició la búsqueda. Sabían el lugar de encuentro. No tenían ninguna esperanza de encontrar a algún superviviente en alta mar, pero su hermano Azellay dio con él trece horas después por el simple procedimiento de seguir la dirección de la corriente. Cuando vieron a alguien aferrado a un trozo de madera, sabían que era uno de los suyos, pero no quién. Apoyaba la cara al tablón por el lado izquierdo, el que no tenía quemado, y sólo le veían el lado derecho, totalmente desfigurado. Solo cuando lo izaron a bordo lo reconocieron. Las quemaduras no eran profundas, pero sí lo suficientemente importantes como para que le desfigurara completamente medio rostro.  Omar estaba exhausto por intentar luchar contra el mar que empecinadamente lo arrastraba hacia la costa española. Tuvieron que subirlo a bordo agarrado aún al tablón. Estaba tan fuertemente sujeto a él que no pudieron deshacer el abrazo hasta que unos tragos de agua lograron que recobrara un poco de lucidez.             
“Omag” se disolvió aquella negra y aciaga noche, una de sus dos partes acabó en el fondo del mar. Omar regresó solo, pero Magek era la sombra que siempre lo acompañaba. Desde el mismo momento en que el león entró en la ciudad, en su mente sólo había instalada una idea: encontrar al responsable de la muerte de su hijo, de su hermano y de ocho de sus sobrinos. Además, le prometió a su padre, al anciano Izem, el León, que pondría la cabeza de Reijó a sus pies.
Omar se convirtió en la persona más peligrosa de Tánger.        
Pero los dos marineros franceses que acababan de salir de un antro con pasos vacilantes, todavía no lo sabían.
Cada uno agarraba con una mano una botella de güisqui barato medio vacía, y con la otra la cintura de una mujer. Cuando entraron al local, aún con las luces del atardecer tiñéndolo todo de rojo, y a pesar de tener la mente embotada por el alcohol, sabían más o menos dónde estaban, cerca del puerto, sin duda, pero cuando salieron ya no estaban tan seguros. El licor en la sangre y el calentón en sus pollas, no les hizo ser muy consciente de hacía dónde los llevaban.
Eran prostitutas, pero ellos, con todo su ardor juvenil, no cayeron en el detalle. No había nada en su aspecto y modales que lo indicara, y en ningún momento les hablaron de dinero, simplemente el alcohol les hizo creer que sus irresistibles encantos masculinos les iban ayudar a cobrarse dos jugosas piezas. Por fin podían empezar a decir aquello de “una novia en cada puerto”.
Las dos mujeres reían y besaban a los marineros. Eran bellas, de tez morena, suaves y gruesos labios, y frondosa cabellera negra. De grandes y hermosos ojos también negros. De cuerpos exuberantes. Demasiada suerte para dos simples marineros. Se dejaban tocar las tetas y el culo, y ellas agarraban con sus manos las partes sexuales de los muchachos. Dos jóvenes casi imberbes y todavía con rastro de acné viviendo la aventura de su vida. La aventura más apasionante que iban a vivir nunca. Habían abandonado su patria seis meses atrás despedidos con lágrimas maternas y muchas promesas a novias con el corazón roto, pero ellos de quién menos se acordaban en aquellos momentos era de sus madres y de las promesas emitidas en vano. Sólo tenían pensamiento en sus órganos viriles. Potentes y deseosos de guerra.
Entre risas, carantoñas y tragos a las botellas, sin darse cuenta, se introdujeron en un intrincado e interminable laberinto de callejuelas. Si hubieran estado sobrios, habrían percibido como el silencio solo era roto por los postigos de puertas y ventanas que se cerraban tras ellos. Enrevesadas y estrechas callejuelas que subían y bajaban, que giraban a izquierda y derecha o viceversa. Callejones estrechos y serpenteantes. Recovecos formados por casas apiñadas sin ningún orden. Sinuosos pasadizo que conducían a todos los sitios o a ninguno. 
Acabaron en el callejón más solitario y oscuro de la ciudad de los callejones solitarios y oscuros.
Ellas chapurreaban el francés lo suficiente como para entenderse en lo básico, pero lo que más repetían era “mon amour” y “donnez-moi un baiser”.  Ellos reían y bromeaban. Uno arrojó con rabia la botella al suelo, que estalló hecha añicos, al comprobar que había apurado la última gota. Las mujeres se detuvieron de repente y empujaron a los dos salidos marineros hacia la pared. Una se abalanzó sobre su víctima y empezó a besarle compulsivamente y a restregar sus voluptuosos senos contra el pecho y la cara del muchacho, que se estaba quedando sin respiración, pero no le importaba.
La otra se colocó contra la pared y atrajo hacía sí a su acompañante. Se abrió de piernas, agarró con fuerza el culo del joven y lo empujó hacia su entrepierna. Notó la polla que buscaba ávida ser restregada contra su coño. Ella la satisfizo y se subió el vestido, liberó el miembro de la opresión de los pantalones y se lo introdujo en su nada húmeda vagina. El marinero estaba desbocado y le empujaba con fuerza contra la pared. Con cada embestida golpeaba con su cabeza la de ella, que a la vez chocaba contra el adobe. La irregularidad de la superficie hacía que la espalda se arañase y el vestido se resquebrajase. Menos mal que el servicio estaba muy bien pagado. Cien dólares por pieza.
El otro joven y jadeante marinero, no paraba de emitir hondos gemidos cada vez que la puta succionaba su pene con fuerza. Qué placer, qué satisfacción. Qué gran historia para contar y lo importante que se iba a sentir cuando en Auzon, su pequeñito pueblo, narrase sus aventuras marinas. Nunca había pasado de besos inocentes y caricias a escondidas. Como mucho, había acariciado los pechos de su novia. Cogía con fuerza la cabeza de la mujer y la empujaba hasta casi hacerla atragantarse. Notaba la polla tiesa dentro de la boca de ella, como su lengua le lamía el glande. Estaba en éxtasis, como lo estuvo cuando su certero disparo hizo volar uno de los faluchos contrabandistas. Él estaba convencido de que todo se debió a un simple capricho del oleaje, al vaivén de las olas que hizo que la barca se pusiera justo en medio de la trayectoria del obús, pero no lo iba a decir, claro. Todos le felicitaron. Sí, su etapa de servicio militar estaba siendo de los más apasionante. En cuanto pudiera se iba a tatuar en el brazo el nombre del barco en el que servía: HMS Aconite.
Mientras, a apenas unos metros más allá, su compañero, el marinero de primera Claude Bertrand, estaba dando buena cuenta de lo que él creía su conquista. La mujer, a pesar de la brusquedad del ataque, apenas emitía un gemido. Si estaba gozando tenía una manera muy poco apasionada de demostrarlo, pero a Claude le importaba poco, tampoco había caído en el detalle. Él solo estaba pendiente de meter y sacar su polla en el coño de la mujer. También de su teta derecha, que se había desparramado fuera del sujetador cuando él le bajó la tira del hombro. Se echaba para atrás lo suficiente como para poder ver el espectáculo del seno danzando al compás de los envites. Estaba excitadísimo y borracho, no era consciente de nada más. Sólo pensaba en follar. En que no se estaba haciendo una paja en el retrete rodeado de veinte marineros que esperaban que acabase para hacer lo mismo. No estaba mirando una revista, no se estaba imaginando que estaba con su novia en un solitario banco de la Rúe Chatillon. Estaba follando de verdad, a una mujer de bandera, más alta que él, voluptuosa, de grandes pechos, gran culo y grandes piernas, en un rincón oscuro de un callejón perdido en una ciudad norteafricana. En un callejón en el que ni los gatos se atrevían a entrar porque estaba vigilado por halcones, controlado por zorros y defendido por leones, pero ellos eso tampoco lo sabían. En un callejón en el que follar no salía gratis. En un callejón cuyos dueños eran las sombras.
Y una de ellas fue lo que surgió de la penumbra.
No destacaba por tener un contorno más claro que la oscuridad, sino precisamente porque aún era más oscura.
Una sombra no hace ruido, se desliza suavemente.
Una sombra necesita algo que la proyecte para hacerse forma.
Las dos mujeres, que sí estaban pendientes de las sombras, percibieron la presencia. Dejaron a sus amantes con los pantalones bajados y las pollas tiesas y rápidamente se escabulleron en la penumbra, dos segundos tardaron los atónitos franceses en perderlas de vista. No entendían nada.
Tampoco sabían qué era lo que tenían delante de ellos. Era alguien, porque por los vahos que surgían de sus fosas nasales, sabían que respiraba. El que estaba más cerca de la siniestra figura, trató de decir algo, pero la primera sílaba se le congeló antes de ser acabada cuando notó un frío y penetrante acero en sus entrañas. Un acero que se retorcía y le estaba destrozando por dentro. Trató de agarrar la afilada hoja, pero lo único que consiguió fue desgarrarse las manos. No podía emitir ni un gemido. Tener una gumia rotando dentro del estómago no era lo mismo que tener la polla dentro de un coño. Mientas moría, bajo un sombrero de ala ancha, pudo distinguir la cara de quien lo estaba matando. Sólo veía su lado derecho. Estaba viendo el rostro de la muerte.
El otro joven, aún con el pantalón bajado, el pene ya flácido y la boca abierta, tardó en reaccionar. Estaba borracho, desconcertado, y la oscuridad le impedía saber realmente qué estaba pasando. Cuando vio a su compañero desplomarse intentando agarrarse las vísceras y a la sombra acercarse a él con una sangrante hoja de acero en la mano, que en la penumbra emitía amenazadores destellos, trató de subirse el pantalón y echar a correr. Pero cuando no se ve nada, cuando se está ciego, una sombra siempre es más rápida. Tropezó y trató de levantarse cuando notó un peso sobre su espalda que lo aplastaba contra el suelo. También notó como una mano lo agarró por la barbilla y le hizo levantar la cabeza lo justo para que debajo de su cuello notara el gélido y letal tacto de la gumia. El acero se deslizaba lentamente, abriéndole un suave tajo conforme el filo se desplazaba, pero que se convertía en profundo cuando le tocaba el turno al final de la hoja curva. Sentía como le manaba la sangre y se le ahogaba el grito que quería emitir. Su garganta se convirtió en un incontenible surtidor de rojo y viscoso líquido que estaba formando un pequeño reguero en el suelo. La sombra se levantó, y ya no estaba, desapareció.
El marinero que tenía muchas cosas que contar, nunca sería recibido en Auzon por las lágrimas maternas, ni nunca se podría tatuar en su brazo el nombre del buque en el que había servido.
El león no podía borrar muchas cosas de su cabeza, como la imagen de su hijo destrozado. Tampoco las letras que vio en la quilla de la mole gris que surgió de entre la bruma y la lluvia. Aquellas letras formaban el nombre: HMS Aconite.


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