martes, 9 de julio de 2013

Los Cien Hijos (Entrega VII)



Todo les resultaba muy extraño.
Les parecía haber retrocedido en el tiempo. Acostumbrados al bullicio, la energía, la libertad, el color de Tánger, las ciudades españolas les parecían grises, aburridas, monótonas, sumidas en la miseria y tristeza. Si en la parte nueva de su ciudad se sentían extraños, en una ciudad europea sentían que eran de otro mundo. Al menos, a la luz del día. De noche todas las ciudades son iguales y todas están pobladas por la misma especie.
El viejo gitano desdentado, de hirsuta barba y pelo blanco, apenas podía tenerse en pie, pero conservaba una vista privilegiada.
En su mano aguantaba una vieja fotografía de diez por quince. Era el retrato de un joven de pelo engominado, repeinado hacia atrás y de fino bigote. La foto era en blanco y negro, pero indudablemente el joven vestía el azul de la Falange. Encima de la barra había un par de ellas más que mostraban al mismo personaje, pero con su aspecto actual de hombre maduro de unos cuarenta y pocos años. El gitano acercaba y alejaba de sus ojos la imagen que tenía en la mano, la que le interesaba. Ni pestañeaba. Parecía que estaba enfocando la antigua foto para hacerle otra de nuevo. Estaba procesando la información.
A su lado derecho, un hombre vestido totalmente de negro y tapado con un sombrero negro de fieltro de ala ancha, lo miraba fija y pacientemente. A su lado izquierdo, dos jóvenes lo miraban fija, pero no tan pacientemente. Detrás, sentados en una mesa, otro dos miraban fijamente la única puerta de entrada y salida. Todos eran moros, y todos tenían un aspecto que imponía, como menos, respeto. El que más, el que estaba a su derecha, el líder; el de más edad. Al menos era lo que reflejaba el lado izquierdo de su rostro, porque en el derecho la oreja había desaparecido; los párpados estaban soldados; la boca contraída en un rictus de dolor perenne; la piel cuarteada, llena de cicatrices y tensa, tanto que parecía que de un momento a otro se iba a resquebrajar. Se cubría con un sombrero, se subía el cuello del abrigo y siempre se colocaba de espalda a los focos de luz. Quería disimular su deformidad. Pero la voz no la podía disimular. Una voz profunda, de ultratumba, que helaba la sangre. Parecía que las palabras, pese a mover los labios, no eran emitidas por su garganta, sino por algo que habitaba dentro de él y usaba su boca para hablar.
El gitano seguía mirando la foto y bebiendo vasos de vino. Sabía que cuanto más tardase en recordar, más vasos bebería, pero tampoco podía abusar. No cuando quienes querían saber eran cinco moros patibularios, adustos, con caras de pocos amigos y fuertes. No estaba nervioso ni temía por su integridad física, eran muchos años pateando las calles de Sevilla y no pocas veces tuvo que echar mano de la faca, pero tenía que reconocer que se sentía un poco incómodo.
En el bar sólo quedaba el dueño, un hombre bajito de mediana edad, medio calvo, con el delantal tan sucio que no se sabía cuál fue su color original, que se dedicaba a barrer nerviosamente y con ganas de cerrar pronto. Estaba incómodo con la presencia de los musulmanes a pesar de estar acostumbrado a servir copas a carteristas, putas, delincuentes, timadores, confidentes de la policía, y a los mismos policías, que solían ser los más chulos, los más prepotentes y los que siempre se iban sin pagar. En las paredes de pintura desconchada y color indefinido, colgaban innumerable fotografías de toreros, casi todos muertos. La puerta de la calle estaba cerrada, y el denso humo acumulado por miles de cigarrillos, formaba parte del local tanto como el olor a aceite requemado y la barra de madera maciza, donde se acumulaban las tapas que alguna vez estuvieron recién hechas, pero ya no.
Omar dejaba que el viejo se tomase su tiempo. Llevaban casi dos semanas en Sevilla y era la última posibilidad que les quedaba.
Realmente le parecía estar buscando a un fantasma.
Los Cien Hijos lo sabían todo del Alfredo Reijó que conocieron en Tánger, pero nada del que partió de España.
Tuvieron que recurrir de nuevo a Casimiro Páez, el antiguo camarada de Reijó. El gallego seboso y sudoroso, eternamente borracho y meado en los pantalones, colaboró solícito con ellos y les dio toda la información que sabía del joven que llegó a la ciudad veinte años atrás. La acompañó de fotografías, fichas de la Falange y algunos papeles irrelevantes sobre los servicios prestados por el falangista Reijó.
Procedía de Madrid. Era hijo único y sus padres, miembros de la burguesía madrileña, murieron durante la guerra. Se afilió al Frente de Juventudes a los dieciocho años. Cuando salió de la capital aún vivía el hermano de su abuelo, el único familiar vivo que le quedaba. Estuvo en Sevilla un año a cargo de una pequeña empresa de exportación de productos ultramarinos. Aquello le dio cierta experiencia mercantil que le sirvió para su tapadera como agente de la Falange en Tánger.
Era todo lo que se sabía del joven Alfredo Reijó que dejó España. No era mucho, en realidad no era nada, pero Omar, con cada paso que daba, acrecentaba su fe en dar con él. Con aquellas pistas tan débiles cualquier otro se hubiera rendido hacía tiempo. Era como buscar la aguja en el pajar, pero el león se reafirmaba en su convicción. Su instinto depredador le indicaba que cada vez estaba más cerca de su presa. La seguía oliendo.
Sí, realmente a Omar le parecía estar buscando a un fantasma. Pero a los fantasmas también se les puede atrapar.
En aquellos días en Sevilla, los jóvenes Ahmed que acompañaban a Caraquemada, habían indagado en la Cámara de Comercio, en el Registro Mercantil, en las oficinas municipales, en las de Hacienda, y en ningún sitio había el más mínimo rastro de Alfredo Reijó. Nadie llamado así había regentado un negocio en la ciudad durante la época que supuestamente lo hizo el falangista. No había ningún rastro que poder seguir. Ni socios, ni direcciones, ni antiguos amigos. Estaban estancados.
Pero Omar sí conoció al Alfredo Reijó con el que hizo negocios en Tánger, y sabía que se desenvolvía mejor en los bajos fondos que en las oficinas mercantiles. Lo suyo era más de taberna que de café, y aquella experiencia la llevaba en el equipaje cuando salió de España. Era chulo en los modales, arrogante con los que intuía más débiles, pendenciero si se sentía seguro. Era un gallito de pelea, pero de corral chico. Su manera de expresarse, de moverse, de gesticular, se aprendía en los tugurios, no en los despachos.
Ya habían probado la pista oficial, la del Reijó comerciante, pero en vano. A aquellas alturas no estaban ni siquiera seguros de que hubiera estado alguna vez en Sevilla, pero tenían que seguir intentándolo.
Y como la noche, los bajos fondos son iguales en todas las ciudades.
Omar se había mantenido al margen de las pesquisas previas, pues se hicieron a plena luz del día. Dejó que los Segundos Hijos que lo acompañaban se encargaran de recabar información. Pero cuando se trataba de moverse por las callejuelas mal alumbradas y tugurios sombríos, él era el más adecuado.
Recorrieron todos los antros, tabernas, garitos y prostíbulos de la Sevilla oscura. Enseñaban las fotos del joven Reijó y nadie lo reconocía. Habían pasado veinte años, demasiados para que nadie recordase a un joven engominado con fino bigote. En aquella época los había a miles. Las del Reijó maduro tampoco les decía nada a nadie a pesar de la promesa de una gratificación más que jugosa. Con Omar todos colaboraban sin pestañar, pero algunos buscavidas creyeron que sería fácil engañar a los Ahmed más jóvenes por el simple hecho de ser moros, pero la visión del mango de las gumias, ocultas tras los tabardos, hacía desistir a los aventureros estafadores que se creían más hábiles y cuyas navajas de muelles albaceteñas se veían raquíticas al lado del acero curvo bereber.    
Pero el azar, la casualidad, la suerte también forman parte del juego, y hubo algo que sí supieron por medio de algunas contestaciones, más bien consejos, de algunos de los que vieron las fotos. Casi todos venían a decir: “Eso seguro que lo sabe el Gitano”. Y buscaron al Gitano.
El Gitano seguía mirando la foto.
Veinte años, veinte malditos años. ¿Cómo iba un viejo borracho a acordarse de alguien veinte años después si ni siquiera recordaba qué hizo el día anterior?
Pero el Gitano sí se acordaba.
Los jóvenes leones estuvieron a punto de saltar de sus taburetes, el halcón abrió desmesuradamente los ojos y el zorro arqueó las cejas. Pero Omar ni se inmutó. Primero quería oír al viejo. Todo producto tiene su precio. El Gitano, además de gitano, era tratante de ganado, viejo y borracho. Sabía como funcionaban aquellas cosas. Los Ahmed estaban fuera de su territorio de caza, por lo que no podían ir cortando cuellos, ni abriendo estómagos. En algunos momentos el dinero era más adecuado que el afilado filo de una gumia, y aquel era uno de ellos. Omar le ofreció al viejo cincuenta mil pesetas, que cobraría si el producto era de calidad. El gitano, tratante de mulos y asnos, nunca había visto tanto dinero junto en su vida y se esmeró aún más en el empeño.  
  El viejo se secaba el sudor con el pañuelo negro que llevaba atado al cuello. Encendía un cigarro tras otro y lo apuraba hasta que la brasa le quemaba los dedos. Sí, recordaba vagamente al joven de la foto. Tenía que hacer memoria si quería ganar mucho dinero fácilmente. No preguntó para qué o porqué lo buscaban, no era de su incumbencia, pero fuera lo que fuera, no querría estar en la piel del hombre de la foto.
Según el moro de la cara quemada, el individuo salió de Sevilla en el año treinta y ocho para embarcar en Cádiz rumbo a Tánger.
Gitano miraba la foto como si la estuviera traspasando con la mirada. En la otra mano, entre los dedos índice y medio, aguantaba un cigarro recién encendido.
El cigarro se consumió entero y el gitano seguía mirando la foto.
El dueño del bar ya había medio bajado la persiana metálica, en una clara invitación a abandonar el local. Pero cuando los únicos clientes eran cinco musulmanes sombríos, uno de ellos con una apariencia aterradora, mejor tener paciencia.
Por fin Gitano se acordó. Cerró los ojos y visionó el momento. Tardó en llegar, tuvo que rebuscar entre muchas noches pasadas, pero cuando lo hizo le pareció estar viviéndolo de nuevo. Se acordó de una timba ilegal en la que, entre otros, participaron dos jóvenes con el pelo engominado y fino bigote. Uno de ellos tenía la suerte de cara y ganó bastante dinero. El otro lo perdió todo y más. El afortunado no paraba de decir que el dinero le iba a ir muy bien para empezar un nuevo negocio en Tánger, incluso enseñó el billete del barco en el que iba a embarcar al día siguiente desde Cádiz. Era la primera vez que veía a aquel joven, no era un asiduo de las partidas ilegales. Pero al otro, al desafortunado, sí lo había visto más veces en tugurios con contrincantes poco recomendables, e incluso en la sala superior del casino con competidores de traje, corbata y pelo engominado. Pero cuando de deudas de juego se trataba, tan peligrosos eran unos como otros. Los dos jóvenes salieron juntos, uno con los bolsillos llenos y el otro, vacíos. Uno con un billete a Tánger, el otro, con una deuda casi imposible de pagar. Dejar a deber dinero en una timba ilegal era algo muy feo, y muy malo. Uno se fue con un futuro prometedor, el otro, con una pistola apuntándole a la cabeza. Sí, la memoria del gitano era un prodigio fuera de lo común para los detalles, lo malo era que no estaba seguro de cuál de los dos jóvenes era el de la imagen que tenía delante de él. Se parecían tanto que podían pasar por hermanos. Eran más o menos de la misma edad, lo único que los diferenciaba era los modales y la forma de desenvolverse durante la partida. El ganador era alegre, jovial, parecía fuera de lugar. El perdedor era taciturno, menos educado y algo chulo. La facilidad que tenía el gitano de memoria prodigiosa para recordar situaciones pasadas, era inversamente proporcional a la que tenía para recordar los nombres. Estaba seguro de que los dos jóvenes mencionaron los suyos, pero no los recordaba. Maldita memoria.  
        Omar, ahora sí, estaba sorprendido y algo desconcertado. Delante de él tenía a un viejo borracho decrépito y desdentado con una memoria sorprendente, pero lo que oyó no le tranquilizó mucho, al contrario. Había sido un golpe de suerte dar con aquel hombre, pero cuando creía que posiblemente la senda salía por fin a terreno despejado, veía que el camino se introducía de nuevo en la espesura.
Caraquemada, que estaba de pie, no sentado en el taburete, le dio al gitano un billete de mil pesetas, que el viejo cogió casi al vuelo y al instante lo hizo desaparecer en un bolsillo de su chaleco. El león le prometió que habría más si su memoria hacía un esfuerzo por recordar más detalles de aquella noche. Una más de miles, pero que el anciano recordaba casi fotográficamente. Los nombres, Omar necesitaba los nombres, sobre todo el del joven perdedor.
El dueño del bar, que limpiaba frenéticamente la grasienta barra, al ver que la reunión había acabado, corrió solícito a subir la persiana metálica para que salieran los musulmanes. Por fin podría irse a dormir. Nunca se había sentido tan cohibido ante la presencia de una persona como con el moro de la cara quemada, y había vivido situaciones de todos los colores.
Los Ahmed salieron al frescor del exterior. La calle apenas estaba alumbrada por las pocas farolas que mantenían la bombilla intacta. Sin decir nada, comenzaron a andar escabulléndose entre las sombras de los callejones. Una cuadrilla siniestra a cuyo paso todos se apartaban a un lado o se escondían en los portales. Ni las prostitutas se les acercaban para ofrecerles su cuerpo. 
Omar iba pensando en todo lo que les dijo Gitano. Ya tenía claro lo que había pasado, pero tenía que corroborarlo. Era necesario ver a alguien que hubiera conocido realmente a Alfredo Reijó. Tenían que ir a Madrid y visitar al único pariente que aún vivía cuando el falangista abandonó la capital. Si seguía vivo.
Su instinto depredador le decía que, a pesar de que la presa se camuflara bajo otro nombre y otra apariencia, la tenía muy cerca. Casi la podía oler. 
 

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