Los halcones Abudrar y Asafu, fueron los encargados del seguimiento.
Tenían que conocer sus costumbres, saber dónde vivía, si tenía familia y
amigos, cómo se desplazaba. No podían abordarlo sin más a plena luz del día. En
la ciudad nueva tenían que ir con cuidado. Tenía todas las ventajas e
inconvenientes de las ciudades europeas. En las callejuelas de la medina, a
pesar de tener mil ojos y otros tantos oídos, nadie veía ni sabía nada, pero en
las avenidas amplías estaban fuera de su medio, aquel no era su territorio de
caza.
Cuando encontraron el cadáver del que fuera el arrogante Philips de
Bressons con su hermoso rostro aplastado contra la tierra, hubo una
investigación policial. Era un personaje público, miembro del prestigioso Lycée
Francaise. La policía supo que aquella noche estuvo en casa de Ahuskay, pero el
zorro simplemente se limitó a decir que fue una visita de cortesía para mostrar
su condolencia por la muerte de sus familiares, lo que, por otra parte, le
causó cierta extrañeza, pues era ciudadano francés, igual que los agresores.
Casimiro Páez, el otro asistente, lo corroboró al pie de la letra. El comisario
de la ciudad vieja ya no era europeo, sino marroquí, y recibía suculentas
comisiones a cambio de no meter mucho la nariz en ciertos asuntos, y en aquel
no fue una excepción a pesar de las tímidas presiones del cónsul francés.
Después de indagar lo justo para cubrir el expediente, llegó a la conclusión de
que Philips murió atropellado seguramente por un conductor borracho que se dio
a la fuga. Hubieron varios testigos que aseguraron que el conductor era de
cabello castaño y piel blanquecina. No era musulmán. Los franceses aceptaron
con resignación la baja de uno de sus agentes, el juego era el juego. Combatir
a los Cien Hijos en su terreno era imposible sin evitar un goteo de bajas. Ya tenían un frente
abierto en Argelia, no necesitaban una guerra de guerrilla urbana en la
retaguardia, lo que, además, les podría significar una importante pérdida de
información. Incluso les ordenaron a sus militares y aconsejaron a sus civiles,
que evitasen la medina después del anochecer. Al cadáver de Philip de Bressons
le podrían dar sepultura, pero ya habían desaparecido cuatro marineros, dos
soldados y dos diplomáticos sin dejar el más mínimo rastro. La ciudad nueva era
relativamente segura, pero la vieja era territorio enemigo. Cada nativo era un
potencial aliado de los Ahmed. Los Cien Hijos no solo hacían negocios, lícitos
o no, y no solo se dedicaban al contrabando. También eran los que ayudaban a
los necesitados, los que pagaban la asistencia médica en los hospitales
europeos, los que daban trabajo en sus múltiples negocios, los que seguían
pagando a los estibadores aunque no pudieran trabajar, los que ayudaban a las
viudas. Sin contar que, quién más quién menos, mantenía algún tipo de vínculo
familiar. No, a los franceses no les convenía enredarse en una guerra de
hampones barriobajeros. Habían saboreado el dulce sabor de la victoria. Temían
que los Ahmed no acudieran a la cita la noche de la emboscada. Tuvieron que
mover muy bien sus piezas para que no saliera de más bocas que las
estrictamente necesarias y, sobre todo, no entrara en más oídos que los
imprescindibles. La jugada les salió perfecta y lo celebraron con champán, pero
el juego continuaba.
Los Cien Hijos, por su parte, sabían que atacar al enemigo en su
terreno era peligroso. El cónsul francés no iba a quedarse cruzado de brazos si
uno de los suyo desaparecía sin más en la ciudad nueva, presionaría a las
autoridades para que investigaran a fondo. En las callejuelas serpenteantes y
oscuras de la medina los Ahmed lo oían y veían todo, en las avenidas amplías e
iluminadas estaban ciegos.
Marcel Perrin lo tenía todo
muy a mano. Trabajaba en el Boulevar Pasteur, cerca de la plaza de Francia y,
por lo tanto, del Consulado.
Perrin salió de la sede de la oficina de la Sociétè Inmobiliére ,
una de las pocas sociedades o empresas francesas que aún quedaban en la ciudad,
a la misma hora de siempre. Como siempre, lo hizo solo. Era de complexión
delgada y de poca estatura, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Su
apariencia era de una persona gris, de las que no resaltan, de las que pasan
desapercibidas sin que nadie le preste atención. Vestía un traje gris, como él,
y se cubría con un sombrero también gris. Su fino bigote y las lentes de pasta,
le daban un aspecto vulgar, como el de cualquier ciudadano europeo que tenía un
destino administrativo o burocrático. Antaño, en la época de máximo esplendor,
se contaban por miles, pero cada vez quedaban menos. Andaba con la cabeza
agachada, mirando al suelo. En su mano derecha agarraba una vieja cartera de
cuero con las esquinas inferiores agujereadas. Se tomó su café en la cafetería
Savoy y después, como siempre, aprovechó la pausa al cruzar el semáforo para
encenderse un Gitanes. En los días que llevaban siguiéndolo, nunca cruzó una
palabra con nadie, nunca saludó a nadie, ni nunca hizo nada diferente que no
hubiera hecho el día anterior o fuera a hacer al día siguiente. Solía aparcar
su vehículo, una reliquia de los años cuarenta, en la explanada de la plaza.
Siempre, inexorablemente, después de trabajar y tomarse el café, regresaba a
casa. Vivía en el antiguo barrio francés, muy concurrido cuando Tánger era
internacional, pero menos desde que era marroquí. No tenía pareja, familia ni
amigos. Su vivienda era una planta baja que daba a dos calles. Un lugar gris y
solitario, ideal para que los zorros y leones entraran en acción.
Idus y Adeun, de pelo rizado y negro como el azabache, vestidos de
empleados municipales de la limpieza, llevaban días barriendo la calle Lliberté
y ya sabían qué casas estaban ocupadas y cuáles no; la rutina de los vecinos,
sobre todo de noche; por dónde se podía entrar o salir de la casa sin ver
visto; sus ángulos muertos. La calle de la entrada principal era ancha y bien
iluminada, con edificios de tres plantas justo enfrente de la vivienda de
Perrin, demasiados ojos ajenos. La parte trasera de la casa daba a una
tranquila calle de plantas bajas, algunas desocupadas. Como vecinos no tenía a
nadie a su derecha, y a su izquierda a una pareja de ancianos resistentes a los
cambios.
Los Cien Hijos siempre habían evitado moverse fuera de la medina, no
les hacía falta salir de ella para controlar sus negocios. Todos los
comerciantes, tratantes, banqueros, intermediarios, acababan visitando la
ciudad vieja. De los Tres Patriarcas sólo quedaba Izem, el León. Tanto él como
sus hermanos Afalku, el Halcón y Abarey, el Zorro, siempre se opusieron a ir
más allá de transportar cigarros, licor e inocentes artículos de consumo, pero
ellos ya no decidían, lo hacía la Asamblea. En ella participaban los Patriarcas y
los cinco miembros de más edad de cada familia. Al principio todos eran
Primeros Hijos, y las voces de los Patriarcas eran las más respetadas, pero
sólo quedaba el anciano Izem, y conforme los puestos quedaban vacantes, empezaron a
cubrirse con Segundos Hijos, jóvenes e impetuosos. Todo se decidía por decisión
de la mayoría y cada voto valía lo mismo. La mayoría decidió que el contrabando
de armas era un negocio muy lucrativo y que tenían poder suficiente para hacer
frente a las posibles adversidades. Como pudieron comprobar, no fue una buena
decisión. Se iban a retirar del juego, ni les gustaba ni les hacía falta, pero
antes tenían que llevarse a algún peón por delante.
Lo que sabían los Cien Hijos era que los franceses había llegado a un
acuerdo con Reijó: día y hora de la entrega a cambio de un billete para
cualquier país del mundo. Si no cooperaba, tenían pruebas suficientes como para
acusarlo de tráfico de armas a gran escala, y contra aquello no había leyes
internacionales que lo cobijara. Aquella era la oferta amigable, tenían otros
métodos más expeditivos y definitivos para acabar con su negocio.
Los franceses llevaban meses controlando las andanzas de Reijó, y
sabían que era uno de los más importantes intermediarios. Detenerle o acabar
con él, disminuiría considerablemente el flujo de armas para la guerrilla
argelina. Si acababan con el español acababan con el tráfico, los Cien Hijos
simplemente eran los transportistas, pero quisieron darles una lección. Por
mucho que fueran los dueños de una parte de la ciudad, necesitaban saber que no
eran invulnerables. Les debían más de una.
Reijó tenía que huir, esconderse en el lugar más recóndito y con una
identidad falsa. A nadie le constaba que hubieran acabado con él, aunque
tampoco nadie lo descartaba. Era toda la información que pudieron recabar. Era el
hilo que más sobresalía de la madeja. Era necesario participar en el juego
político. Durante años trataron de mantenerse al margen de las intrigas palaciegas.
Unos iban y otros venían: españoles, franceses, ingleses, americanos, alemanes,
rusos, italianos, pero la ciudad permanecía. Una ciudad llena de agentes,
dobles o sencillos, infiltrados, soplones, delatores, confidentes, espías
venidos a menos, expatriados, apátridas, e intereses políticos y estratégicos. Una
ciudad que era un zoco de información, donde todo se compraba, se vendía o
simplemente se intercambiaba. Una ciudad en la que nada más tenías que sentarte
y esperar a que te ofrecieran la mercancía. Y se la ofrecieron en bandeja. No
Alfredo Reijó, pero sí alguien que, según el confidente que llamó por teléfono
al halcón Asmun, había formado parte del complot. Asmun aseguraba que la
persona que le llamó tenía un acentuado acento alemán. Viejas deudas de tiempos
revueltos que nunca era demasiado tarde para cobrar.
Perrin aparcó el coche justo enfrente de la entrada de su vivienda. El
sol ya se escondía tras el Atlántico y proyectaba grandes y estilizadas sombras
que hacían que incluso el francés pareciera un gigante desproporcionado. Las
bombillas eléctricas empezaban a suplir la falta de luz natural. Pero el hombre
gris, al que cualquier cambio en su rutina le llamaba la atención, se dio
cuenta de que la bombilla que alumbraba la entrada principal de su casa estaba
rota o fundida.
Las sombras empezaban a surgir de la emergente penumbra.
Tenues al principio, pero
lentamente se iban tornando más densas y definidas.
Las sombras siempre son sombras, en los callejones de la medina o de la
ciudad nueva, y siempre son las dueñas de la oscuridad.
Conforme avanzaba la noche disminuía la actividad en la calle. Era un
barrio de asalariados y pequeños comerciantes, no una zona de ocio. Los
transeúntes y vehículos circulando cada vez eran más escasos y las bombillas del interior
de las viviendas se iban apagando poco a poco, la de Marcel Perrin también.
Fueron los leones Airam y Pelinor los que esperaron pacientemente a que
la madrugara llegara a aquella hora en la que el silencio es sepulcral, cuando
ya hacía mucho tiempo que las luces interiores dejaron de alumbrar. Se
acercaron a la vivienda de Perrin por la puerta trasera. Ya tenían información
de cómo y por dónde entrar, de cómo era el interior y la distribución de la
vivienda, pues el zorro Afra ya había entrado y salido de ella sin que nadie
notase lo más mínimo que lo había hecho.
Airam y Pelinor casi se arrastraban pegados a las paredes de las casas.
La oscuridad era total. La luces de las farolas no podían traspasar la frondosidad
de los árboles plantados en los jardines traseros y los leones sabían moverse
en la negrura. Cuando llegaron a la vivienda de Perrin, se detuvieron para
percibir alguna señal hostil. No la había, todo era silencio y quietud. Sólo
los grillos rompían levemente la tranquilidad. La parte trasera tenía una
puerta de madera maciza que daba al jardín. A su lado sólo había una ventana,
la de la cocina, y por allí se introdujeron los leones. Era de guillotina, y
les costó muy poco forzar la parte inferior. En aquel barrio la delincuencia
era inexistente, por lo que los vecinos no tomaban demasiadas precauciones,
aunque alguien como Perrin no era un vecino cualquiera.
Los leones son felinos depredadores de movimientos ágiles y buena vista
en la oscuridad. Ni un ruido, ni un roce, ni el más leve movimiento fuera de
lugar. Pero Perrin no era un vecino cualquiera, ni una presa fácil.
Cuando Airam y Pelinor entraron en el dormitorio, el francés ya estaba
despierto y le dio tiempo a esgrimir un machete que guardaba en el cajón de su
mesita. Por la manera en que lo blandió, tenía que ser un experto. Y por la
manera cómo se abalanzó sobre los leones tenía que ser un buen luchador.
Los dos Ahmed entraron dispuestos a sorprender al francés durmiendo,
pero los sorprendidos fueron ellos cuando vieron a Perrin atacar al primero que
traspasó la puerta. Fue Pelinor el que recibió el inesperado ataque y el que
vio como la hoja del machete se dirigía directa a su corazón, pero ladeó el
cuerpo ágilmente en el último instante. El movimiento no evito que el francés
lo hiriese, además de hacerle perder el equilibrio. Perrin trató de huir
atacando a Airam, que le cerraba el paso. Pillar desprevenido a un león no es
fácil, pillar a dos es imposible. Airam le golpeó antes de que pudiera lanzar
el ataque. El golpe derribó al francés y le hizo soltar el arma. Una pistola o
un revolver le hubiera sido de más ayuda, pero siempre confió en sus dotes de
esgrimista con un arma blanca, lo que los Ahmed agradecieron. Perrin trató de
coger de nuevo el machete, pero una patada en la cabeza le hizo desistir, y
perder el conocimiento.
Pelinor sangraba por el hombro, la herida no era profunda, pero
rápidamente abrió un cajón del armario y con una pequeña toalla de mano trató
de contener la sangre para evitar que gotease y dejara rastro. Se extrañaron de
la reacción del francés. A pesar de su verdadera profesión, nada indicaba que
fuera un guerrero. Toda la información previa que tenían de él señalaba que
formaba parte del cerebro, no del músculo del servicio secreto francés. Aquel
juego desconcertaba a los Cien Hijos.
Sacaron el cuerpo inconsciente de Perrin por
la puerta trasera y la volvieron a cerrar. Antes se encargaron de borrar
cualquier signo de lucha o que indicara que alguien había entrado en la casa.
La dejaron tal y como estaba cuando entraron.
Minutos antes, el zorro Asafar había forzado la cerradura del viejo
vehículo del francés, lo puso en marcha, dobló la primera esquina y esperó a que
Airam y Pelinor sacaran al hombre gris, que no lo era tanto. A la mañana
siguiente nadie sabría decir si vio o no a Perrin montarse en su coche y
dirigirse a su trabajo.
Se dirigieron a la ciudad vieja, a la medina, donde Omar Ahmed esperaba
impacientemente a Marcel Perrin.
Los Cien Hijos aceptaron que el
león Omar, y su sombra, se encargara del asunto. Apenas habían comenzado la
partida y querían dar el jaque definitivo. El juego político no les gustaba.
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