miércoles, 3 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega V)



Los halcones Abudrar y Asafu, fueron los encargados del seguimiento. Tenían que conocer sus costumbres, saber dónde vivía, si tenía familia y amigos, cómo se desplazaba. No podían abordarlo sin más a plena luz del día. En la ciudad nueva tenían que ir con cuidado. Tenía todas las ventajas e inconvenientes de las ciudades europeas. En las callejuelas de la medina, a pesar de tener mil ojos y otros tantos oídos, nadie veía ni sabía nada, pero en las avenidas amplías estaban fuera de su medio, aquel no era su territorio de caza.
Cuando encontraron el cadáver del que fuera el arrogante Philips de Bressons con su hermoso rostro aplastado contra la tierra, hubo una investigación policial. Era un personaje público, miembro del prestigioso Lycée Francaise. La policía supo que aquella noche estuvo en casa de Ahuskay, pero el zorro simplemente se limitó a decir que fue una visita de cortesía para mostrar su condolencia por la muerte de sus familiares, lo que, por otra parte, le causó cierta extrañeza, pues era ciudadano francés, igual que los agresores. Casimiro Páez, el otro asistente, lo corroboró al pie de la letra. El comisario de la ciudad vieja ya no era europeo, sino marroquí, y recibía suculentas comisiones a cambio de no meter mucho la nariz en ciertos asuntos, y en aquel no fue una excepción a pesar de las tímidas presiones del cónsul francés. Después de indagar lo justo para cubrir el expediente, llegó a la conclusión de que Philips murió atropellado seguramente por un conductor borracho que se dio a la fuga. Hubieron varios testigos que aseguraron que el conductor era de cabello castaño y piel blanquecina. No era musulmán. Los franceses aceptaron con resignación la baja de uno de sus agentes, el juego era el juego. Combatir a los Cien Hijos en su terreno era imposible sin evitar  un goteo de bajas. Ya tenían un frente abierto en Argelia, no necesitaban una guerra de guerrilla urbana en la retaguardia, lo que, además, les podría significar una importante pérdida de información. Incluso les ordenaron a sus militares y aconsejaron a sus civiles, que evitasen la medina después del anochecer. Al cadáver de Philip de Bressons le podrían dar sepultura, pero ya habían desaparecido cuatro marineros, dos soldados y dos diplomáticos sin dejar el más mínimo rastro. La ciudad nueva era relativamente segura, pero la vieja era territorio enemigo. Cada nativo era un potencial aliado de los Ahmed. Los Cien Hijos no solo hacían negocios, lícitos o no, y no solo se dedicaban al contrabando. También eran los que ayudaban a los necesitados, los que pagaban la asistencia médica en los hospitales europeos, los que daban trabajo en sus múltiples negocios, los que seguían pagando a los estibadores aunque no pudieran trabajar, los que ayudaban a las viudas. Sin contar que, quién más quién menos, mantenía algún tipo de vínculo familiar. No, a los franceses no les convenía enredarse en una guerra de hampones barriobajeros. Habían saboreado el dulce sabor de la victoria. Temían que los Ahmed no acudieran a la cita la noche de la emboscada. Tuvieron que mover muy bien sus piezas para que no saliera de más bocas que las estrictamente necesarias y, sobre todo, no entrara en más oídos que los imprescindibles. La jugada les salió perfecta y lo celebraron con champán, pero el juego continuaba.
Los Cien Hijos, por su parte, sabían que atacar al enemigo en su terreno era peligroso. El cónsul francés no iba a quedarse cruzado de brazos si uno de los suyo desaparecía sin más en la ciudad nueva, presionaría a las autoridades para que investigaran a fondo. En las callejuelas serpenteantes y oscuras de la medina los Ahmed lo oían y veían todo, en las avenidas amplías e iluminadas estaban ciegos.  
   Marcel Perrin lo tenía todo muy a mano. Trabajaba en el Boulevar Pasteur, cerca de la plaza de Francia y, por lo tanto, del Consulado.
Perrin salió de la sede de la oficina de la Sociétè Inmobiliére, una de las pocas sociedades o empresas francesas que aún quedaban en la ciudad, a la misma hora de siempre. Como siempre, lo hizo solo. Era de complexión delgada y de poca estatura, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. Su apariencia era de una persona gris, de las que no resaltan, de las que pasan desapercibidas sin que nadie le preste atención. Vestía un traje gris, como él, y se cubría con un sombrero también gris. Su fino bigote y las lentes de pasta, le daban un aspecto vulgar, como el de cualquier ciudadano europeo que tenía un destino administrativo o burocrático. Antaño, en la época de máximo esplendor, se contaban por miles, pero cada vez quedaban menos. Andaba con la cabeza agachada, mirando al suelo. En su mano derecha agarraba una vieja cartera de cuero con las esquinas inferiores agujereadas. Se tomó su café en la cafetería Savoy y después, como siempre, aprovechó la pausa al cruzar el semáforo para encenderse un Gitanes. En los días que llevaban siguiéndolo, nunca cruzó una palabra con nadie, nunca saludó a nadie, ni nunca hizo nada diferente que no hubiera hecho el día anterior o fuera a hacer al día siguiente. Solía aparcar su vehículo, una reliquia de los años cuarenta, en la explanada de la plaza. Siempre, inexorablemente, después de trabajar y tomarse el café, regresaba a casa. Vivía en el antiguo barrio francés, muy concurrido cuando Tánger era internacional, pero menos desde que era marroquí. No tenía pareja, familia ni amigos. Su vivienda era una planta baja que daba a dos calles. Un lugar gris y solitario, ideal para que los zorros y leones entraran en acción.
Idus y Adeun, de pelo rizado y negro como el azabache, vestidos de empleados municipales de la limpieza, llevaban días barriendo la calle Lliberté y ya sabían qué casas estaban ocupadas y cuáles no; la rutina de los vecinos, sobre todo de noche; por dónde se podía entrar o salir de la casa sin ver visto; sus ángulos muertos. La calle de la entrada principal era ancha y bien iluminada, con edificios de tres plantas justo enfrente de la vivienda de Perrin, demasiados ojos ajenos. La parte trasera de la casa daba a una tranquila calle de plantas bajas, algunas desocupadas. Como vecinos no tenía a nadie a su derecha, y a su izquierda a una pareja de ancianos resistentes a los cambios.
Los Cien Hijos siempre habían evitado moverse fuera de la medina, no les hacía falta salir de ella para controlar sus negocios. Todos los comerciantes, tratantes, banqueros, intermediarios, acababan visitando la ciudad vieja. De los Tres Patriarcas sólo quedaba Izem, el León. Tanto él como sus hermanos Afalku, el Halcón y Abarey, el Zorro, siempre se opusieron a ir más allá de transportar cigarros, licor e inocentes artículos de consumo, pero ellos ya no decidían, lo hacía la Asamblea. En ella participaban los Patriarcas y los cinco miembros de más edad de cada familia. Al principio todos eran Primeros Hijos, y las voces de los Patriarcas eran las más respetadas, pero sólo quedaba el anciano Izem, y conforme los  puestos quedaban vacantes, empezaron a cubrirse con Segundos Hijos, jóvenes e impetuosos. Todo se decidía por decisión de la mayoría y cada voto valía lo mismo. La mayoría decidió que el contrabando de armas era un negocio muy lucrativo y que tenían poder suficiente para hacer frente a las posibles adversidades. Como pudieron comprobar, no fue una buena decisión. Se iban a retirar del juego, ni les gustaba ni les hacía falta, pero antes tenían que llevarse a algún peón por delante.
Lo que sabían los Cien Hijos era que los franceses había llegado a un acuerdo con Reijó: día y hora de la entrega a cambio de un billete para cualquier país del mundo. Si no cooperaba, tenían pruebas suficientes como para acusarlo de tráfico de armas a gran escala, y contra aquello no había leyes internacionales que lo cobijara. Aquella era la oferta amigable, tenían otros métodos más expeditivos y definitivos para acabar con su negocio.       
Los franceses llevaban meses controlando las andanzas de Reijó, y sabían que era uno de los más importantes intermediarios. Detenerle o acabar con él, disminuiría considerablemente el flujo de armas para la guerrilla argelina. Si acababan con el español acababan con el tráfico, los Cien Hijos simplemente eran los transportistas, pero quisieron darles una lección. Por mucho que fueran los dueños de una parte de la ciudad, necesitaban saber que no eran invulnerables. Les debían más de una.
Reijó tenía que huir, esconderse en el lugar más recóndito y con una identidad falsa. A nadie le constaba que hubieran acabado con él, aunque tampoco nadie lo descartaba. Era toda la información que pudieron recabar. Era el hilo que más sobresalía de la madeja. Era necesario participar en el juego político. Durante años trataron de mantenerse al margen de las intrigas palaciegas. Unos iban y otros venían: españoles, franceses, ingleses, americanos, alemanes, rusos, italianos, pero la ciudad permanecía. Una ciudad llena de agentes, dobles o sencillos, infiltrados, soplones, delatores, confidentes, espías venidos a menos, expatriados, apátridas, e intereses políticos y estratégicos. Una ciudad que era un zoco de información, donde todo se compraba, se vendía o simplemente se intercambiaba. Una ciudad en la que nada más tenías que sentarte y esperar a que te ofrecieran la mercancía. Y se la ofrecieron en bandeja. No Alfredo Reijó, pero sí alguien que, según el confidente que llamó por teléfono al halcón Asmun, había formado parte del complot. Asmun aseguraba que la persona que le llamó tenía un acentuado acento alemán. Viejas deudas de tiempos revueltos que nunca era demasiado tarde para cobrar.
Perrin aparcó el coche justo enfrente de la entrada de su vivienda. El sol ya se escondía tras el Atlántico y proyectaba grandes y estilizadas sombras que hacían que incluso el francés pareciera un gigante desproporcionado. Las bombillas eléctricas empezaban a suplir la falta de luz natural. Pero el hombre gris, al que cualquier cambio en su rutina le llamaba la atención, se dio cuenta de que la bombilla que alumbraba la entrada principal de su casa estaba rota o fundida.
Las sombras empezaban a surgir de la emergente penumbra.
 Tenues al principio, pero lentamente se iban tornando más densas y definidas.
Las sombras siempre son sombras, en los callejones de la medina o de la ciudad nueva, y siempre son las dueñas de la oscuridad.
Conforme avanzaba la noche disminuía la actividad en la calle. Era un barrio de asalariados y pequeños comerciantes, no una zona de ocio. Los transeúntes y vehículos circulando cada vez eran más escasos y las bombillas del interior de las viviendas se iban apagando poco a poco, la de Marcel Perrin también.
Fueron los leones Airam y Pelinor los que esperaron pacientemente a que la madrugara llegara a aquella hora en la que el silencio es sepulcral, cuando ya hacía mucho tiempo que las luces interiores dejaron de alumbrar. Se acercaron a la vivienda de Perrin por la puerta trasera. Ya tenían información de cómo y por dónde entrar, de cómo era el interior y la distribución de la vivienda, pues el zorro Afra ya había entrado y salido de ella sin que nadie notase lo más mínimo que lo había hecho.
Airam y Pelinor casi se arrastraban pegados a las paredes de las casas. La oscuridad era total. La luces de las farolas no podían traspasar la frondosidad de los árboles plantados en los jardines traseros y los leones sabían moverse en la negrura. Cuando llegaron a la vivienda de Perrin, se detuvieron para percibir alguna señal hostil. No la había, todo era silencio y quietud. Sólo los grillos rompían levemente la tranquilidad. La parte trasera tenía una puerta de madera maciza que daba al jardín. A su lado sólo había una ventana, la de la cocina, y por allí se introdujeron los leones. Era de guillotina, y les costó muy poco forzar la parte inferior. En aquel barrio la delincuencia era inexistente, por lo que los vecinos no tomaban demasiadas precauciones, aunque alguien como Perrin no era un vecino cualquiera.
Los leones son felinos depredadores de movimientos ágiles y buena vista en la oscuridad. Ni un ruido, ni un roce, ni el más leve movimiento fuera de lugar. Pero Perrin no era un vecino cualquiera, ni una presa fácil.
Cuando Airam y Pelinor entraron en el dormitorio, el francés ya estaba despierto y le dio tiempo a esgrimir un machete que guardaba en el cajón de su mesita. Por la manera en que lo blandió, tenía que ser un experto. Y por la manera cómo se abalanzó sobre los leones tenía que ser un buen luchador.
Los dos Ahmed entraron dispuestos a sorprender al francés durmiendo, pero los sorprendidos fueron ellos cuando vieron a Perrin atacar al primero que traspasó la puerta. Fue Pelinor el que recibió el inesperado ataque y el que vio como la hoja del machete se dirigía directa a su corazón, pero ladeó el cuerpo ágilmente en el último instante. El movimiento no evito que el francés lo hiriese, además de hacerle perder el equilibrio. Perrin trató de huir atacando a Airam, que le cerraba el paso. Pillar desprevenido a un león no es fácil, pillar a dos es imposible. Airam le golpeó antes de que pudiera lanzar el ataque. El golpe derribó al francés y le hizo soltar el arma. Una pistola o un revolver le hubiera sido de más ayuda, pero siempre confió en sus dotes de esgrimista con un arma blanca, lo que los Ahmed agradecieron. Perrin trató de coger de nuevo el machete, pero una patada en la cabeza le hizo desistir, y perder el conocimiento.
Pelinor sangraba por el hombro, la herida no era profunda, pero rápidamente abrió un cajón del armario y con una pequeña toalla de mano trató de contener la sangre para evitar que gotease y dejara rastro. Se extrañaron de la reacción del francés. A pesar de su verdadera profesión, nada indicaba que fuera un guerrero. Toda la información previa que tenían de él señalaba que formaba parte del cerebro, no del músculo del servicio secreto francés. Aquel juego desconcertaba a los Cien Hijos.        
      Sacaron el cuerpo inconsciente de Perrin por la puerta trasera y la volvieron a cerrar. Antes se encargaron de borrar cualquier signo de lucha o que indicara que alguien había entrado en la casa. La dejaron tal y como estaba cuando entraron.
Minutos antes, el zorro Asafar había forzado la cerradura del viejo vehículo del francés, lo puso en marcha, dobló la primera esquina y esperó a que Airam y Pelinor sacaran al hombre gris, que no lo era tanto. A la mañana siguiente nadie sabría decir si vio o no a Perrin montarse en su coche y dirigirse a su trabajo.
Se dirigieron a la ciudad vieja, a la medina, donde Omar Ahmed esperaba impacientemente a Marcel Perrin.
 Los Cien Hijos aceptaron que el león Omar, y su sombra, se encargara del asunto. Apenas habían comenzado la partida y querían dar el jaque definitivo. El juego político no les gustaba.

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