viernes, 5 de julio de 2013

LOS CIEN HIJOS (Entrega VI)





Cuando Marcel Perrin despertó, lo hizo atado de manos y pies a una pesada y desvencijada cama de estructura de hierro colado. El jergón sobre el que estaba tumbado era tan blando que los muelles del somier se le clavaban en la espalda. Estaba desnudo.
Lo habían adormilado con cloroformo, y ni sabía las horas que llevaba allí, ni si era de noche o de día. El habitáculo en el que estaba encerrado no tenía ninguna abertura al exterior por la que pudiera entrar luz natural, sólo había una puerta y estaba cerrada. Una pequeña bombilla, que colgaba de un cable, era lo único que rompía la desnudez del techo y paredes, pero Perrin no la veía porque estaba apagada y la oscuridad era total. Trató de estirar de las ataduras. Durante un momento mantuvo una frenética lucha contra ellas, pero se tuvo que dar por vencido. Eran sólidas.  
Cuando acabó de resistirse, se encendió la luz, y Omar apareció junto a él.
Ni siquiera había notado su presencia.
Perrin enseguida comprendió lo que le esperaba. De hecho empezó a saberlo desde el momento en que vio entrar a los dos hombres en su habitación. No era difícil saber quienes eran. En aquellos momentos los Ahmed eran lo únicos enemigos que tenían en la ciudad . Empezó a sudar copiosamente y a maldecir en su idioma, a negar en su idioma, a implorar en su idioma. Omar, que vestía una chilaba negra y se cubría con la capucha, no lo interrumpió, pero estaba algo desconcertado por la actitud del francés. Su apariencia exterior indicaba que era una persona frágil y gris, pero que sin embargo era un agente del servicio secreto francés, más cerebro que guerrero, aunque la manera cómo se enfrentó a Airam y Pelinor lo desmentía. Omar no se esperaba que en cuanto abriera los ojos se pusiera a parlotear atropelladamente. Pero nada de lo que decía le interesaba al león.
A Omar sólo le interesaba saber dónde habían enviado a Reijó.
Primero tuvo que convencer a Perrin de que admitiera que era un agente secreto. A pesar de su verborrea inicial y de ser consciente de su situación, el francés era reacio a admitirlo. Ya se había meado varias veces, y el jergón empezaba a empaparse de orín y oler mal.
Omar todavía ni lo había tocado, pero su fama era tan negra como su sombra. Se había convertido en el objetivo principal de los agentes franceses, pero desde que regresó a Tánger nadie lo había visto a la luz del día, ni nadie sabía dónde estaba. Sólo existían rumores nada fiables. Lo que sí era seguro era que no salía de la medina. Un tipo con el aspecto que decían que tenía, sería fácilmente reconocible. Todo eran rumores de tabernas llenas de humo y envueltas de oscuridad, murmullos casi imperceptibles en conversaciones acompañadas del titilar de las velas. Silencios repentinos cuando alguien no fiable o conocido se acercaba a los conversadores. Miradas torvas y desconfiadas. Todo lo que se oía y decía sobre Omar en la medina, se quedaba en la medina, nada traspasaba sus murallas. Ningún europeo o no nativo tenía acceso a aquella información. Los franceses, a pesar de no querer una guerra abierta con los Cien Hijos, hubieran agradecido cualquier dato sobre el león, pero conseguirlo era un objetivo imposible.       
En la emboscada murieron nueve Ahmed y el único superviviente tenía el rostro desfigurado por las quemaduras sufridas. Ya habían muerto o desaparecido nueve ciudadanos franceses. Había que equilibrar la balanza, por eso Omar dio un golpe en la pesada puerta de madera. Segundos después entraban Airam y Pelinor, ya con la herida curada. El primero portaba un pesado maletín de metal.
El león estaba impaciente y no quería perder más tiempo.
Airam, el que portaba el maletín, lo abrió y sacó de él un soplete de mano. Perrin abrió los ojos desmesuradamente, horrorizado. Empezó a gritar y estirar de sus ataduras, se convulsionaba, y sus muñecas y tobillos estaban en carne viva. Piedad, era la palabra que más salía de su boca, pero aquello tampoco era lo que quería oír Omar.
El león sólo quería saber dónde estaba Reijó, y Marcel Perrin lo sabía. Al menos, era lo que el confidente que les pasó la información les aseguró. La fuente no era contrastable, y los Cien Hijos necesitaban disponer de datos convincentes. Lo que les llegó en forma de extenso dosier con las andanzas del francés. Datos, fechas, fotos, fichas. Perrin podría ser un agente, pero por lo visto era poco secreto. Aquellos papeles acabaron convenciendo a los Ahmed.
Omar cogió el soplete que le ofreció Airam, y lo encendió. Sólo le dijo una cosa a Perrin: “Si mueves la cabeza, te quemaré toda la cara”.
La bombilla eléctrica se apagó. Todo quedó a oscuras, pero una pequeña llama de una cerilla prendió una vela que sacó Airam del maletín y la colocó con mucho cuidado a los pies de la cama, en el suelo, vertiendo un poco de cera derretida para que se aguantase bien.  Encendió dos más y repitió la acción, pero éstas las colocó a los lados de la cabecera. Perrin seguía batiéndose contra sus ataduras y seguía emitiendo espantosos alaridos. Se asemejaba a un puerco antes de la matanza.
Sólo tenía que decirles dónde estaba el español que les dio la información sobre la entrega de armas. Sólo eso. Estaba convencido de que acabarían matándolo. Dependía de él sufrir más o menos. De nada serviría negarlo una y otra vez, sólo para que el demente de la cara quemada se ensañase e hiciera lo mismo con él. Podría engañarles, decirles algo que sonara convincente, pero que no fuera cierto, como que se deshicieron de Reijó aquella misma noche. Pero ¿de qué serviría? Los Ahmed querrían pruebas, no iban a aceptar que todo acabase de aquella manera sin más. Lo podrían mantener con vida entre atroces sufrimientos hasta que la probabilidad se convirtiera en certeza. ¿Qué necesidad tenía de seguir negándolo todo? Durante más de veinte años había servido a su país con abnegación a cambio de una vida gris, monótona y aburrida. Había llegado a Tánger como empleado de banca y la misión de servir de recadero de órdenes y contraordenes a los verdaderos agentes. Conforme estos eran descubiertos, reemplazados o desaparecían en acto de servicio, logró subir de categoría. Los agentes alemanes eran su principal objetivo, y logró capturar al varón Stein, el falso aristócrata que cambiaba de identidad y apariencia física con la misma facilidad con la que se cambiaba de ropa. Además, qué le importaba a él Reijó. Ellos habían cumplido el trato, aún si tener necesidad de hacerlo. Desde el momento en que trasladaron al español al lugar que eligió, dejaron de tener un compromiso con él. Lo que le pasase a partir de entonces ya no les incumbía. No estaba dispuesto a sufrir una horrible tortura. Podía estar preparado para muchas cosas, pero no para que le quemasen lentamente con un soplete de mano. Para aquello no, para aquello no estaba preparado. Era inhumano, cruel, despiadado, más de lo que cualquier ser humano pudiera aguantar. Notó cómo evacuaba un viscoso líquido y un horrible olor inundó la pequeña sala.    
Los tres leones permanecían en silencio. El tufo nauseabundo de los excrementos del francés se mezclaba con el de la gasolina quemada por el soplete y la cera quemada de las velas. No había ningún respiradero por donde la cada vez más densa pestilencia pudiera escapar. No se respiraba aire, sino humo de gasolina y de cera quemada mezclado con efluvios repugnantes.  Aquello podía afectar a Airam y Pelinor, que no pudieron evitar un par de arcadas de puro asco, pero no a Omar, que impertérrito miraba fijamente al francés. Había regulado la llama del soplete al mínimo, lo suficiente como para mantenerlo encendido, y el pequeño resplandor apenas ayudaba a las velas a alumbrar la estancia. Se colocó a la izquierda de Perrin, de modo que el prisionero sólo le veía el lado derecho del rostro, el quemado. Quería que viera lo que le esperaba, quería que viera los efectos del fuego en la carne humana. Quería que se imaginara lo que tenía que sentirse al ser un monstruo desfigurado para el resto de su vida, el no poder mirarse al espejo nunca más, y tener que soportar que nadie le volviera a mirar a los ojos.
Perrin no quería acabar así. Por eso lo contó todo.
Atropelladamente, entre sollozos, ruegos de compasión y gemidos lastimeros.
Contó que efectivamente él fue el encargado del dispositivo de seguimiento a Reijó. Sabían que era uno de los principales suministradores de armas a la guerrilla argelina. Armas que se usaban contra ciudadanos franceses y tenían que hacer algo. No les fue difícil dar con él, era algo casi público. También contó que al principio la operación se tenía que ceñir al descabezamiento de la red de contrabando y la captura del alijo de armas, pero que recibieron instrucciones de que a los Cien Hijos había que darles un escarmiento para que desistieran de seguir por aquel camino. Contó que cuando le propusieron el trato, el español aceptó al instante, sin el más mínimo titubeo. Contó que a cambio de la información le ofrecieron inmunidad, identidad nueva y un billete al país que eligiera. Sabían que la jugada les podía salir cara, pero las victimas francesas posteriores se consideraban los peones a sacrificar para ganar la partida.  
 Pero aquello no era lo que quería oír Omar. Todo aquello ya lo sabía.
Al león sólo le interesaba saber dónde estaba Reijó. Por eso abrió un poco la válvula del soplete, que empezó a emitir un siniestro siseo mientras la llama crecía en intensidad.
Perrin no se lo pensó dos veces y se lo dijo.
Alfredo Reijó había vuelto a España. Rechazó la nueva identidad y un nuevo pasaporte. Sólo pidió transporte seguro a Cádiz, de lo demás ya se encargaría él. No les dijo qué iba a hacer, ni a dónde iba a ir. Perrin vio con sus propios ojos como subió  al carguero que se dirigía al puerto español, y por el capitán del buque supo que desembarcó. A partir de entonces Reijó dejó de existir para ellos.
Era todo lo que el asustado Marcel podía ofrecerles, no se guardó nada y esperaba que fuera suficiente para que la llama del soplete se apagara definitivamente. Iba a morir, estaba convencido, pero con su confesión se había ganado una muerte rápida e indolora. El juego tenía sus reglas.
Omar parecía una estatua de bronce. Su sombra, al ser proyectada por las velas al ras del suelo, se encaramaba por la pared situada a su espalda y parte del bajo techo. Si Perrin no hubiera estado en estado de shock, habría percibido que a pesar de haber tres velas encendidas, el león sólo tenía una sombra, la de detrás de él. Parecía que tenía vida propia. Danzaba inquieta, amenazante, impaciente, como apremiando a su parte material a que hiciera ya lo que tenía que hacer.
El león ni pestañeaba con el único parpado que le quedaba. Airam y Pelinor se miraban extrañados. ¿Sería cierto que el español fue tan necio como para volver a su país con la misma identidad? ¿Tan confiado estaba? ¿Tan seguro se sentía en su país? Reijó conocía perfectamente a los Cien Hijos, y sabía que una traición semejante no la iban a olvidar. Sabía que lo perseguirían al fin del mundo. ¿Los subestimaba? No, seguro que no. No podía ser cierto. Seguramente, en aquellos instantes, Alfredo Reijó estaba en cualquier país sudamericano o muerto. Otra posibilidad era que, justamente por ser el último sitio donde pensarían que iría, lo consideraba el más seguro.
Entre los Cien Hijos mucho ya empezaban a opinar que buscaban a un fantasma, pero Omar no estaba dispuesto a abandonar la búsqueda. Sabía que lo iba a encontrar. No se trataba de un deseo, de un ansía de venganza ciega que le imposibilitaba ver la realidad, sino de una certeza absoluta. Iba a encontrar a Reijó.   
Omar ya había decidido que la información de Perrin era tan poco verosímil, tan estúpida, que era cierta. El francés estaba realmente aterrado, y alguien en ese estado no puede inventarse y contar una historia falsa, aunque la tuviera preparada de antemano. En ese estado de terror, la mente sólo procesa la verdad, la que puede evitar un sufrimiento inhumano, atroz, tanto como para morir de puro dolor. Una muerte horrible. 
 El león sabía que era todo lo que le iban a sacar al francés, por lo que decidió acabar con la partida. Marcel Perrin estaba en lo cierto cuando pensaba que el juego tenía sus reglas.
Pero Omar jugaba con las suyas.
Caraquemada abrió la válvula del soplete hasta su máxima potencia y lo arrimó al rostro del francés.
Entonces sí, Airam y Pelinor no pudieron evitar que las arcadas se convirtieran en un torrente de vómito al oler la carne quemada y ver los efectos del fuego en el rostro del francés.

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