sábado, 4 de septiembre de 2010

El cabo Nogales

El cabo Nogales bajó del caballo, ató la rienda a la verja de la ventana y entró en Casa Maribel, una de las tres cantinas del pueblo, su compañero hizo exactamente lo mismo.
Casa Maribel, además de cantina, era la vivienda de Maribel y su familia: su marido, sus dos hijas y su madre.
-Buenos días a la pareja -les saludó los tres parroquianos que en esos momentos estaban en la barra tomando un vaso de vino.
-Con Dios -devolvieron el saludo los civiles.
Jacinto, el marido de Maribel, les sirvió un par de vasos. Por supuesto invitaba la casa: la Guardia Civil tenía todas las copas pagadas. El cabo Nogales y su compañero, se quitaron los tricornios y los dejaron colgados en la percha de pie que había en el zaguán de la casa-cantina. Aquella mañana habían hecho su ronda por Sierra Alamilla y habían visitado Los Encinares, tenían que contentar a Don Faustino, el dueño de aquella finca. Éste pedía, aunque esa no era la palabra exacta, que la pareja de civiles se diera una vuelta por allí de vez en cuando, más que nada porque eso, a la vista de los demás, era una muestra más de su poder y situación. El mensaje era: la autoridad me protege a mí y a mis tierras.
-¿Qué tal s’ha dao la ronda? -preguntó Jacinto de forma rutinaria mientras les servía el segundo vaso.Siempre preguntaba lo mismo y siempre obtenía la misma respuesta.
-Nada especial, todo en orden.
En una de las mesas del fondo estaban sentados un par de ancianos que cada vez que entraba la pareja de civiles les rehuían el saludo y la mirada. Permanecían en silencio todo el tiempo que los agentes estaban en la cantina. No querían verlos ni querían recordar aquellos días en los que unos hombres, con esos mismos uniformes, custodiaron y escoltaron hasta el muro del cementerio a Damián el Cabrero, a Montoro, al Cabezas y a Luís el de Eulalia. Allí los fusilaron los falangistas y allí los dejaron hasta que, por la noche, sus familiares se atrevieron a darle sepultura en el cementerio. Al día siguiente, fueron desenterrados porque, según el cura, “aquel cementerio no era para rojos”. Cavaron una fosa en la linde del camino y allí permanecían todavía. Pero peor era aquellos que fueron detenidos y trasladados a los calabozos de la comandancia: de ellos nunca más se supo nada. El cabo Nogales conocía lo ocurrido y a los ancianos, de hecho conocía a todos los habitantes del pueblo, no más de trescientos, pero no le daba importancia a la falta del saludo. Era consciente de que la Guardia Civil causaba temor y respeto, más lo primero que lo segundo, pero él sólo cumplía con su obligación: había hecho un juramento y tenía que hacer que la ley se cumpliera, sin importarle la condición o el nombre de nadie.
-Alfonso, no se le olvide que tiene que pasar por el puesto para lo del permiso de armas -le dijo el cabo a uno de los que se estaba tomando un vaso de vino en la barra.
-No se preocupe usté cabo, que en cuanto tenga un momento m’acerco. Que es que he estao liao con el trigo y no he encontrao el momento.
-Pues que sea antes de la veda –le replicó el cabo Nogales-. Que mire que si no este año no dispara la escopeta.
-Descuide usté cabo.



Encima del trillo, Anselmo, no paraba de darle vueltas a sus pensamientos, intentaba contar los duros que Don Faustino le debía por los jornales que llevaba echados. Entre eso y lo que sacaban de la leche de las cabras, lo mismo podía ir a herrar a la mula y pagar al veterinario para que mirase a los guarros. Después tenía que encargarse de arreglar el tejado, ya le hacía falta. Pelajos se había ofrecido a ayudarle. Suerte que su primo le echaba una mano, porque él no podía atender a todo. Sus hermanos se habían ido a Alemania a trabajar, a ganarse los cuartos. No se lo pensaron cuando vieron a Eulalio y Jacinto llegar con sus coches y sus camisas blancas contando a todo el mundo lo bien que se ganaban la vida. “Allí trabajamos ocho horas al día y además tenemos los sábados y los domingos libres. Al final de mes te dan tu paga y tienes para vivir bien y hasta puedes ahorrar dinero. Nos teníamos que haber ido antes”.
Ellos fueron los primeros, pero después se fueron muchos más y todos mandaban cartas contando lo bien que se vivía en Alemania, Madrid o Barcelona. Él ni se lo planteó, no podía dejar todo aquello que a su padre y abuelos les había costado tanto conseguir. Además, no podía llevarse a su madre de allí, era mayor y seguramente le pasaría lo mismo que a la señora Dolores, que la metieron en un piso de Barcelona y se pasó dos años sentada en la entrada del mismo hasta que murió de añoranza.
Su madre, resignada y de luto perenne por el hermano, el hijo y el marido perdidos, era la que se cuidaba de mantenerlo comido y limpio. Dentro de la miseria, ella procuraba que su casa siempre estuviera limpia y oliera bien. No faltaban los jazmines y las azucenas. Tampoco el olor de ropa limpia en las camas y armarios. Una cosa era ser pobre, pero otra miserable.
Anselmo se acordaba de su padre, de todo lo que luchó para que las pocas tierras y los pocos bichos que tenían fueran suficientes para sacar a su familia adelante. Él nunca se quejó, nunca renegó. La tierra era lo único que tenía y la trataba como si fuera algo vivo. “La tierra nos devuelve lo que le damos”, decía. “Si la tratas con cariño, ella te corresponderá, si la descuidas, ella se vengará”. Nunca olvidará aquel día que tardaba en volver. Había ido, como siempre, a soltar a las cabras y ordeñarlas. Pero se hizo la hora de comer y todavía no había regresado. Siempre que comía en el campo se llevaba una talega con algo de avío, pero ese día no se la llevó. “L’habrá salio alguna cosa ca’cer y s’habrá apañao algo de comer” le decía él a su madre. Salió a la puerta de la casa a sentarse en el umbral a fumarse un cigarrillo cuando vio a Canelo que venía corriendo hacia él. Al principio se extrañó, pero enseguida comprendió que algo pasaba. “Madre, Canelo viene solo” dijo. Su madre salió a la calle y, al ver al perro, sólo pudo decir “a tu padre l’ha pasao algo”. El perro les ladró varias veces y mordió los bajos de los pantalones de Anselmo tirando de él. “Ve con él hijo”, le pidió su madre. Siguió al perro y encontró a su padre recostado en el tronco de un chopo, tenía los ojos abiertos y no respiraba: le había dado un ataque al corazón que lo dejó fulminado.
Anselmo recordaba todo aquello con tristeza. Su padre era una persona fuerte y trabajadora que nunca le pidió nada a nadie y nunca se humilló ante nadie. Bajó del trillo y cogió la horquilla para darle la vuelta a la parva cuando vio que dos figuras a caballo se acercaban por el camino de la Alameda. El perfil era inconfundible, era imposible no distinguirlos, el tricornio y la capa que llevaban a pesar del calor, les daba un aire siniestro, espectral. El cabo Nogales y su compañero se acercaron a él. Cada vez que los veía, a Anselmo le venía a la cabeza el cabo Morales, el anterior suboficial de puesto, y recordaba la tunda de palos que le dio cuando, siendo un niño, se le ocurrió entrar en el huerto del cura a coger un par de tomates. Todavía tenía una cicatriz por debajo de la oreja izquierda que se lo recordaba cada vez que se miraba en un espejo. Saludó a los dos civiles y sólo el cabo Nogales se lo devolvió. Anselmo a veces pensaba que ese hombre no encajaba en el Cuerpo. Era educado, trataba a la gente de usted y con respeto, mantenía siempre la tranquilidad y nunca, hasta el momento, le puso la mano encima a nadie. Incluso, aquella vez que pilló a Tomates en las tierras de Don Faustino cortando las ramas de algunas encinas para conseguir leña, se limitó a quitarle lo robado y advertirle de que no lo volviera a hacer. Lo que, según decían, le costó al cabo una reprimenda del comandante del puesto porque Don Faustino se quejó de que no se podía permitir que ningún desarrapado se tomara esas libertades, que con esa gente había que tener mano dura, había que dar ejemplo. Las veces que hablaba con el cabo Nogales se limitaban a conversas sobre cosechas, caza, el tiempo y poco más.
-Cómo va la cosecha, Anselmo -le preguntó el guardia civil.
-D’aquella manera cabo. Podía ir mejor, pero no nos podemos quejar.
-Hoy aprieta el calor.
-Sí, cabo, aprieta. Ahí en el chozo hay un botijo, beba un poco de agua si le apetece.
-Gracias, Anselmo, pero tengo llena la cantimplora, se agradece. Su madre ¿bien?
-Bien, gracias, cabo.
-Bueno, vamos a seguir con la ronda. Que tenga un buen día, Anselmo.
-Lo mismo le digo, cabo.
Ya se estaban alejando cuando Anselmo, en un impulso que no pudo contener, llamó al cabo.
-¡Cabo!
-Dígame, Anselmo –contestó el civil volviendo grupas.
-¿Va usté a ver a Don Faustino?
-Puede, se tiene que pasar a recoger un permiso de armas ¿por qué?
-Es que si no le importa… -Anselmo se quedó callado, no sabía porqué decía aquello, pero continuó-. Si m’hace usted el favor de decirle que cuando pueda se pase a pagarme las jornás que me debe. Siempre que voy a su casa nunca está o me da largas.
-¿Le debe mucho? –preguntó el cabo Nogales.
-Las jornás de tres meses.
-¿Tres meses? –se extrañó el civil.
-Si cabo, y necesito esos dineros
-Descuide, Anselmo, se lo diré.
-Gracias, cabo –dijo con sinceridad Anselmo.


Don Faustino estaba sentado en su mesa del casino. Leía la edición del ABC del día anterior. Su rostro serio denotaba que algo le preocupaba. La maldita peste porcina le había hecho perder mucho dinero, lo que unido a unas malas inversiones en Madrid, le había causado una pequeña pérdida económica. Nada que no pudiera repararse, tenía capital y propiedades suficientes como para no tener que preocuparse mucho, pero le molestaba lo que los demás podían pensar. Le gustaba guardar las apariencias y no soportaba que nadie hablase de sus desgracias a sus espaldas.
-Buenos días, Don Faustino.
El que le saludó era el comandante del puesto de la Guardia Civil, un hombre que se había ganado el mando gracias a su labor represora durante los años posteriores a la guerra. Era temido por los campesinos y respetado por los terratenientes.
-Hola, teniente, siéntese si desea.
-Gracias, Don Faustino.


Aquel día, el cabo Nogales se acercó a Los Encinares para entregarle a Don Faustino el permiso de armas de la nueva escopeta que se había comprado. No le gustaba ese tipo de misiones. El no tenía que llevarle el permiso a nadie, si no lo hacía con los demás, tampoco tenía que hacerlo con Don Faustino, pero fue una orden directa del comandante de puesto y tuvo que obedecer.
Mientras se acercaba por el camino que conducía al cortijo, a lo lejos, divisó a dos figuras que parecía que estaban hablando. Conforme se acercaba distinguió que se trataba de Don Faustino y Anselmo. El primero tenía la escopeta de caza en las manos y hablaba acaloradamente. Anselmo cogía su boina con las dos manos en señal de respeto, pero su porte era altivo, no doblaba la espalda como solían hacer los demás campesinos cuando hablaban con el terrateniente. Ninguno de los dos lo vieron acercarse entre las encinas. Parecía que Don Faustino estaba recriminándole algo a Anselmo, pues gesticulaba mucho y desde allí podía distinguir su voz en un tono imperioso. Anselmo le dijo algo al terrateniente y éste, de pronto, le golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta y le hizo caer al suelo. Seguidamente le descerrajó dos tiros a bocajarro. Nogales, en un principio, se quedo paralizado, pero reaccionó inmediatamente y, desenfundado su fusil, espoleó a su caballo.
-Tire usted esa escopeta –gritó mientras se acercaba.
Don Faustino se quedó perplejo, no se esperaba esa irrupción.
-Vaya cabo, menos mal que está usted aquí. Este desalmado ha querido atacarme y he tenido que defenderme –se excusó el terrateniente reaccionando rápidamente.
Nogales se bajó del caballo y se acercó a Anselmo. Tras comprobar que no respiraba dijo.
-Don Faustino, tire usted la escopeta y acompáñeme a la comandancia.
-Venga cabo, no me va a decir que me va detener.
-Acompáñeme y no se resista, por favor –el cabo Nogales habló en un tono educado pero enérgico.
-No diga tonterías, cabo -dijo el terrateniente con desprecio a la vez que se giraba para marcharse.
-Don Faustino, está usted detenido por asesinato –le dijo Nogales mientras amartillaba el fusil y le apuntaba con él.
El terrateniente se giró. Su rostro estaba rojo de ira.
-Cabo, no sabe usted lo que está haciendo. Esto va a acabar con su carrera.
-Puede ser, pero de momento usted se viene conmigo –su tono de voz era lo bastante explícito.


-Perdone usted don Faustino, a veces este Nogales no sabe distinguir cuales son sus autenticas funciones aquí –le dijo el teniente.
El terrateniente, sentado en el otro lado de la mesa del oficial, no podía contener la rabia.
-Espero que a este Nogales se le ponga las cosas claras y también espero que sea la última vez que le veo por mis tierras. No quiero verme obligado a tener que recurrir a mis amistades de Madrid. Si usted no toma las medidas adecuadas ya lo haré yo.
-Descuide usted, en cuanto acabemos con este asunto me encargaré de tramitar, de forma urgente, el traslado del cabo. Creo que en Sidi Ifni tienen necesidad de agentes con un escrupuloso sentido del deber.
Don Faustino se levantó y abandonó la sala sin despedirse.



-Le digo, mi teniente, que yo vi como ese hombre disparaba a bocajarro a Anselmo. Le golpeó y en el suelo le disparó dos tiros. Anselmo no tuvo tiempo a nada, ni siquiera a defenderse –el cabo Nogales trataba de explicarle lo sucedido a su superior.
-Nogales, las cosas son como son y ahora no me voy a liar a pleitos y tribunales para que al final Don Faustino salga indemne y enemistarme de por vida con él y todos los demás terratenientes. Aquí estoy muy tranquilo y no tengo planes de cambiar de comandancia, así que olvide el asunto.
-Pero, mi teniente…
-Se acabó la discusión cabo, retírese.
-A la orden, mi teniente.
Nogales apretaba los puños y apenas podía contener la rabia, no podía permitir que aquello quedase así, pero si no tenía el apoyo de su superior poco podía hacer. Pensó en Anselmo y su madre, que ya había perdido a otro hijo, a un hermano y a su marido y ahora encima le habían matado al único que se preocupaba por ella y la mantenía. Se cuadró, saludó y dio media vuelta para retirarse.
-¡Ah!, cabo, he tramitado una petición de traslado para usted. Vaya haciéndose la idea de pasarse una buena temporada en África -le dijo el teniente como si le comunicase la orden del día. Nogales ni se giró, ya se esperaba algo así.
-A la orden, mi teniente.



Aquel día, Nogales sabía que Don Faustino estaba en Las Encinas. Era domingo y sabía que el terrateniente, aprovechando la media veda y el permiso especial que le había expedido el teniente, pasaba allí el fin de semana para salir a cazar conejos. El guarda del cortijo estaba en los Barciales con las ovejas. El cabo había dicho en la comandancia que se iba a acercar a La Mina del Inglés porque hacía tiempo que alguien se quejó de que la puerta de la caseta estaba abierta y quería echar un vistazo. Pero se desvió unos kilómetros y cogió el camino de Sierra Negra, donde Don Faustino solía acechar las piezas. Llegó a media mañana. Los olivares eran muy extensos, pero era buena época de liebres y sabía que tarde o temprano oiría un disparo. Así fue, no tardó mucho en oír dos detonaciones. No sonaron muy lejos, por lo que descabalgó del caballo y se acercó andando. Oyó los ladridos de un perro y vio, entre unos olivos, la figura de Don Faustino. Se acercó procurando tener el sol de espalda, escondiéndose entre los troncos de los árboles. El otro no se enteró que estaba allí hasta que el perro ladró y Nogales salió de detrás de unas retamas encañonándolo con el fusil.
Don Faustino, una vez pasado el primer momento de sorpresa, reaccionó con tranquilidad.
-Vaya, el cabo empecinado, ¿qué pasa ahora? –dijo el terrateniente.
Nogales iba resuelto y no dudó un momento.
-Tire la escopeta.
-Venga cabo, esta conversación ya la hemos tenido antes. Qué quiere, ¿que lo echen del cuerpo?
Nogales, le disparó al perro y lo mató al instante.
-La próxima bala irá a parar a su cabeza.
Don Faustino se quedó sin habla, de pronto todo su aplomo se vino abajo.
-Vale, cabo, lo que usted diga -dijo con voz temblorosa a la vez que dejaba la escopeta en el suelo-. Si lo que quiere es que convenza al teniente sobre lo de su traslado, no se preocupe, que eso lo arreglo hoy mismo.
-Lo que quiero es justicia para Anselmo y su madre.
-No sea usted idealista, sabe que las cosas aquí funcionan así. Siempre ha sido igual. Esta gente son unos perdedores que no tienen derecho a nada. Es gracias a nosotros y el trabajo que le damos como consiguen salir adelante.
-Anselmo sólo quería lo que le correspondía por su trabajo y ahora su madre no tiene quién la cuide.
-Está bien, yo me encargo de que a esa mujer no le falta de nada.
Nogales sabía que eso no iba a ser así. Se acercó a Don Faustino y cogió la escopeta a la vez que dejaba su fusil en el suelo.
-Ande usted hacia ese terraplén -le dijo señalando un pequeño desnivel que había a cinco metros tras unas jaras.
-Venga cabo, no me sea empecinado, que esto puede acabar muy mal para usted.
-¡Ande! -ordenó Nogales en un tono imperioso y que no dejaba ningún resquicio a la réplica.
Don Faustino se dirigió a las jaras.
-Vuélvase –le ordenó el cabo.
Don Faustino se giró y sólo le dio tiempo a ver como de la boca de uno de los cañones de la escopeta salía una humareda. Los perdigones le impactaron en el pecho a menos de un metro. El impacto le abrió un gran boquete por donde se le escapó el aliento. Don Faustino reculó casi dos metros y cayó en el terraplén entre las jaras.
El cabo Nogales cogió uno de los conejos abatidos que llevaba el terrateniente colgados del cinturón y lo tiró entre los matorrales. Limpió sus huellas de la escopeta y la dejó tirada al lado del cuerpo de Don Faustino.



Tardaron dos días en encontrar el cadáver de Don Faustino. El guarda del cortijo se extrañó de que no regresase aquella noche. A veces se iba directamente a su casa sin avisar. Pero era imposible que esta vez lo hubiera echo pues tenía allí el coche. Se montó una batida en la que participó el cabo Nogales. Lo encontraron al pie de un pequeño desnivel entre unas jaras. Tenía un disparo de posta en el pecho y la investigación balística dictaminó que era de su escopeta. La deducción lógica fue que, al intentar cobrar una presa (encontraron una entre los matorrales), se metió entre las jaras y no vio el terraplén, perdió el pie y, al caer, se le disparó la escopeta con tan mala fortuna que recibió de lleno la perdigonada en el pecho. Del perro no encontraron ni rastro.
Sobre la muerte de Anselmo, el informe que redactó el teniente de la Guardia Civil, dejó claro que Don Faustino actuó en defensa propia. El juez lo dio por bueno y no se abrió ninguna investigación.



El cabo Nogales fue a darle el pésame a la madre de Anselmo. La mujer, de luto riguroso, con un pañuelo negro en la cabeza y aparentando muchos más años de los que tenía, agradeció el gesto del cabo.
-¿Qué va a hacer usted, doña María?
-No lo sé cabo, uno de mis hijos dice que con lo que ha ahorrao se va a venir de vuelta a España. L’han dicho que en Barcelona puede encontrar trabajo en su oficio. Dice que se comprará una casa y que si quiero me puedo ir con él.
-Vaya, pues no está mal, doña María.
Nogales sabía que aquello eran palabras retóricas. La mujer por nada del mundo quería irse de allí, de su casa, de su tierra, de sus costumbres. Aquello era su vida, lo único que conocía y el sitio donde quería estar el resto de su vida. Allí habían nacido, trabajado y muerto todos sus antepasados, su marido y dos de sus hijos. Aquella tierra guardaba sus alegrías, sus penas, su sudor, su trabajo, sus ilusiones y su orgullo. Ya le habían quitado lo que más quería, ahora era lo único que le quedaba. Tenía dos hijos más, pero desde el momento en que se fueron, no quisieron saber nada del campo ni de ella, no los había vuelto a ver desde entonces, habían renegado de todo. Anselmo fue el único que se preocupó por luchar por todo aquello que su familia había conseguido. Era poco, pero era el fruto del trabajo, de las penalidades y del esfuerzo de muchas generaciones. Ahora estaba sola y obligada a morir allí de pena o irse a la ciudad y morir de pena y nostalgia. Nogales se despidió y se dio media vuelta.
-Gracias, cabo -le dijo la mujer.
-De nada, doña María –contestó el cabo girándose-. Era mi deber darle el pésame. Anselmo era una buena persona.
-No cabo, no es por eso.

6 comentarios:

  1. Un gran tipo el cabo Nogales. Me encanta cuando se carga a Don Faustino

    ResponderEliminar
  2. Que ...... :-(

    Tocas todos los palos ¿eh?

    Los había de esos, los había con los reaños bien puestos para plantarle cara a quien fuese, hoy en día.... es harina de otro costal.

    ResponderEliminar
  3. Gracias por vuestros comentarios.

    Este relato es una sipnosis de algo que tengo en la cabeza, pero no sé si seré capaz de materializar.

    Como supongo que os habéis dado cuenta, hay algunos cabos que atar. Entre ellos, que no se explica como se justifica ante los demás la muerte de Anselmo. Pero de eso me he dado cuenta una vez publicado el relato.

    Quizás lo corrija.

    ResponderEliminar
  4. He añadido un párrafo en el que se aclara cómo se tapó oficialmente la muerte de Anselmo.

    ResponderEliminar
  5. ¿Tu también escribes? Estás loco como yo, de Marqués de Sant Mori, claro.

    ResponderEliminar