martes, 24 de agosto de 2010

Nunca pasa nada en agosto

Estaba convencido de que era el mejor mes del año. Ya se le había acabado las vacaciones, pero no le importaba, ahora tenía otro mes por delante para descansar a pesar de tener que acudir al trabajo. A efectos laborales, era un mes totalmente inhábil. Ni una llamada, nadie para hacer pedidos, nadie para recibirlos, ningún jefe, sólo en la oficina, nadie que le molestase. Tenía acceso a Internet, con algunas limitaciones eso sí, y ocho horas para estar tranquilo, relajado.

Luego estaba el hecho de que podía levantarse más de media hora más tarde que de costumbre. Al estar casi todo el mundo de vacaciones, se evitaba los clásicos atascos en la autopista de entrada a la ciudad. Era una maravilla.

Si había algún pero, por buscar alguno, es que en agosto nunca pasaba nada. Los diarios tenían que llenar las páginas con suplementos de verano hechos por becarios. Los telediarios no sabían como rellenar el tiempo de emisión, parecía como si el mundo se paralizase. Para un adicto al fútbol como él, era un coñazo tener que leer simplemente las actividades de pretemporada de su equipo o tener que tragarse esos infumables torneos de verano. Pero bueno, formaba parte del paquete y lo daba por bueno.

Aquella tarde, caía una de las típicas tormentas de verano. Salió de la oficina y cogió el coche para ir a casa. Iba pensando en la cita que tenía aquella noche con una amiga. Quizás mojaba, estaba muy buena y creía que él también le gustaba a ella. Todavía no había recorrido un par de kilómetros cuando el vehículo empezó a echar humo y se paró. Procuró acercarlo lo más posible al arcén para no entorpecer el tráfico, aunque no se veía un solo coche hacía tiempo. Pensó quedarse dentro de él y llamar al seguro. Cogió el móvil y se dio cuenta de que le quedaba poca batería: la noche anterior se le olvidó cargarlo. Pensó que para un par de llamadas le llegaba. Marcó el número de la compañía y oyó a la voz grabada que le decía. “Para hablar con el departamento comercial pulse 1” “Si quiere información sobre tipos de seguro pulse 2” “Si necesita saber su nº de póliza pulse 3” “Para hacer una incidencia pulse 4”. Así hasta diez opciones. Cuando pulsó el número que se ajustaba a lo que quería, le ofrecieron ocho posibilidades más. De estas ocho eligió la que le correspondía y le salieron cuatro más. Iba a pulsar el número que la voz dijo que era el de “si desea asistencia en carretera” cuando se le acabó la batería.

No supo qué hacer. Estaba en medio de la autopista y diluviaba. La salida más cercana estaba a tres kilómetros. Salió del vehículo cubriéndose con el chaleco reflectante para ver si venía algún conductor que lo pudiera auxiliar. Nadie. Vaya, esto se complica un poco, pensó. Cuando de repente, a lo lejos, vio las luces de un vehículo que se acerca. ¡Salvado! Tenía las luces del suyo encendidas y pensó que el otro, aunque las viera, quizás no le prestaría atención. Así que trató de que el conductor se fijase en él. Se puso casi en medio del carril por donde venía para hacerle señales para que se detuviera. Pero, para su sorpresa, vio que el vehículo no aminoraba la marcha, al contrarió, aceleró más. Cuando pasó por su lado tuvo que saltar hacia el arcén para no ser atropellado. Cayó en mala postura y se torció un tobillo. ¡La madre que lo parió!

Dolorido y mojado trató de no perder los nervios. No podía quedarse allí a esperar ayuda. Aparte del poco tráfico, era lógico que no parasen, con la lluvia apenas se distinguía nada y además la gente es muy desconfiada, hasta él mismo se plantearía parar o no. Así que decidió ir andando hasta la próxima salida, le sería más fácil encontrar a alguien.

Cerró el coche y cogió un plástico que tenía en el maletero del coche para refugiarse de la lluvia. Poco a poco anduvo el camino que le separaba de la salida. Le dolía el pie pero lo podía aguantar, peor era que estaba totalmente empapado y podía coger un resfriado.

No conocía el lugar donde salió, sabía que era la zona alta de la ciudad, había pasado por allí infinidad de veces, pero nunca la había visitado. Comenzó a andar sin rumbo fijo esperando poder encontrar algún sitio abierto para entrar y llamar por teléfono. Nada, en todos los establecimientos se encontraba el mismo cartel “Cerrado por vacaciones”. Por la calle tampoco había nadie, la lluvia no invitaba a salir. Ni un alma, ni un taxi. Encontró un parque donde un banco bajo una marquesina le ofrecía la posibilidad de descansar y refugiarse un poco del agua. Se sentó esperando a ver si escampaba y por suerte salía alguien de casa para poder preguntar por algún taller o sitio desde donde poder llamar a la grúa. Pasó casi tres horas allí sentado. El tobillo cada vez le dolía más y empezaba a sentir frío.

Estaba oscureciendo, tenía que hacer algo. La lluvia ya había remitido. Se dio cuenta de que las luces de las farolas no se encendían y que los semáforos no funcionaban. Pensó que la tormenta había dejado a aquella zona sin luz. Para ser una tormenta de verano fue demasiado larga y con muchos rayos, pensó. Se levantó y empezó a caminar como pudo. Se tapaba con el plástico, pues estaba empapado y cada vez tenía más frío. De pronto, a lo lejos, le pareció ver a alguien. Trató de aligerar el paso para ver si lo pillaba. Giró una esquina y allí estaba, paseando a un perro que se había detenido a cagar. El hombre, una persona mayor, llevaba un paraguas en la mano. ¡Eh, eh!, gritó. El dueño del perro se giró y cuando lo vio aligeró el paso. ¡Espere! Pero el hombre se dirigió a un portal que trataba de abrir. Él se acercó y trató de decirle algo. En ese momento el otro se giró y le soltó un paraguazo en la cabeza con el mango de madera del paraguas. Entre el golpe y que no podía aguantarse bien por el tobillo dolorido, cayó al suelo, momento que aprovechó el del perro para asestarle un par más de porrazos. El animal se abalanzó sobre él y le soltó una dentellada en la pantorrilla. El hombre gritaba mientras le arreaba ¡A mí, a mí! ¡Socorro un ladrón! Él no entendía nada y no podía hablar, suficiente tenía con protegerse de los golpes y del perro. Cuando el anciano creyó que el mangante ya tenía suficiente, aprovechó el momento para meterse rápidamente en la escalera a pesar de que el perro se resistía a soltar su presa.

Él se quedó en el suelo dolorido y sangrando. Tenía varios golpes en la cabeza por donde le salía un hilo de sangre. El perro le había mordido en las piernas y brazos y le había destrozado los pantalones y camisa. Se reincorporó y se apoyó en la pared. Sacó un pañuelo mojado del bolsillo del pantalón y se limpió como pudo la sangre que empezaba a cubrirle la cara.

A causa de los golpes había perdido algo la noción del tiempo y no supo cuánto rato estuvo allí apoyado, pero fue el suficiente para un par de jóvenes que pasaron por allí le quitaran el móvil y la cartera y de que el hombre del perro llamase a la policía y ésta se personase en el lugar. Cuando vio al coche patrulla pensó que menos mal, que ahora seguro que le echaban una mano. Efectivamente, le echaron una mano, pero no una sino cuatro. Los agentes bajaron rápidamente del coche y se abalanzaron sobre él tirándolo al suelo. ¡No te muevas o te rompo la cabeza!, le gritó uno de ellos. El sólo pudo decir que necesitaba una grúa, pues del golpe que le dio uno de ellos con la defensa de madera, perdió definitivamente el conocimiento.

Despertó en un calabozo oscuro. Tenía el tobillo y la cabeza a punto de estallar con varias heridas con sangre seca pegada a ellas. En las piernas y brazos varias señales de mordeduras de perro, alguna de ellas lo suficientemente profunda para que fuera preocupante. Al principio no entendía nada, tardó mucho en ser consciente de la situación, pero cuando recapituló sobre lo ocurrido se dio cuenta de que todo había sido una serie de malentendidos. De pronto pensó en su amiga ¡joder, adiós al polvo!

Cuando ya llevaba allí algunas horas, se acercó un guardia y le dijo, tienes suerte capullo, tu víctima no ha puesto denuncia, dice que no quiere líos de juicios y cosas de esas. Pero tendrás que decirnos porqué vas indocumentado. Él trató de explicarles todo lo ocurrido. Los municipales al principio no le creían, pero ante su insistencia, al final accedieron a comprobar si efectivamente había un coche parado a tres kilómetros de la salida de la autopista. Cuando comprobaron que era cierto y que la matrícula coincidía con la que él les había dicho, le dijeron que llamarían a una grúa para que lo retirase y a él lo llevaron al hospital más cercano.

Ya estaba en la cama del hospital. Tenía torcedura de tobillo, varios golpes en la cabeza que necesitaban una observación detallada porque podían haber causado una lesión neurológica, una mordedura en la espinilla que requirió varios puntos de sutura, una inyección antitetánica y otra contra la rabia y un principio de pulmonía. La ropa totalmente mojada y destrozada y el móvil y la cartera le habían desaparecido. Suerte que se sabía el número del móvil de su amiga de memoria. La llamó desde el teléfono del hospital y ésta le dijo que se fuera a la mierda, que a ella nadie le daba plantón y que encima se pensaba que era tan tonta como para creerse la historia que le acababa de contar, que qué excusa era esa.

Se tumbó en la cama, cogió el Marca y empezó a hojearlo. Mientras lo hacía pensaba, joder, qué mierda, nunca pasa nada en agosto.

F. Antolín Hernández

Agosto de 2010

2 comentarios:

  1. Pues... menos mal que nunca pasa nada en Agosto... joder, como va a pasar algo, si a este pobre le ha pasado todo :-))

    En tu gran línea Antolín, manteniendo la intriga hasta el final

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  2. Jajajaja, que suerte que nunca pase nada en el mes de Agosto !!!

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